Profetas aquí y ahora

jueves, 13 de octubre de 2022
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13/10/2022 – La buena nueva de este día nos trae la mirada de Jesús sobre legalistas y escribas que solo se contentan con poner obligaciones a los demás. Cierran la entrada del reino para todos, incluso a ellos mismos.

 

“¡Ay de ustedes, que construyen los sepulcros de los profetas, a quienes sus mismos padres han matado! Así se convierten en testigos y aprueban los actos de sus padres: ellos los mataron y ustedes les construyen sepulcros. Por eso la Sabiduría de Dios ha dicho: Yo les enviaré profetas y apóstoles: matarán y perseguirán a muchos de ellos. Así se pedirá cuanta a esta generación de la sangre de todos los profetas, que ha sido derramada desde la creación del mundo: desde la sangre de Abel hasta la sangre de Zacarías, que fue asesinado entre el altar y el santuario. Sí, les aseguro que a esta generación se le pedirá cuenta de todo esto. ¡Ay de ustedes, doctores de la Ley, porque se han apoderado de la llave de la ciencia! No han entrado ustedes, y a los que quieren entrar, se lo impiden». Cuando Jesús salió de allí, los escribas y los fariseos comenzaron a acosarlo, exigiéndole respuesta sobre muchas cosas y tendiéndole trampas para sorprenderlo en alguna afirmación.

Lucas 11,47-54

 

Llave que cierra y no abre

En el evangelio de hoy vemos como los legalistas y escribas no contentos con imponer a los demás obligaciones que ellos no cumplen, mantienen la misma actitud de quienes en tiempos pasados desoyeron y mataron a los profetas, y cierran la entrada del Reino a sí mismos y a los demás. Lo que es peor, cierran la puerta de la salvación a los humildes y sencillos que buscan anhelantes y bien dispuestos el reino de Dios.

Esta es la más grave acusación que puede hacerse a un responsable de los demás, pero así lo demuestra la experiencia que vivió Jesús y lo confirma la historia posterior a él. En su sabia providencia Dios envía al pueblo israelita profetas y apóstoles; pero los judíos, siguiendo la tradición de sus antepasados, los persiguen y los matan. Después de eliminar a Jesús, los jefes judíos, intentaron inútilmente ahogar también la Iglesia naciente.

Por eso concluye Jesús, a esta generación se le pedirá cuenta de tanta sangre derramada inocentemente, desde la sangre del justo Abel hasta la del profeta Zacarías.

 

La saga de los profetas

 

La ley mosaica y los profetas fueron dos realidades complementarias que resumen todo el Antiguo Testamento. De hecho la palabra de los profetas se remitía siempre a la ley y la alianza, al culto verdadero, al juicio y a la salvación de Dios para su pueblo infiel.

El profetismo fue, junto con el sacerdocio y la monarquía, una de las tres grandes instituciones viejotestamentarias, constituyeron la cadena de transmisión del espíritu del pueblo de la antigua alianza en su caminar histórico. La Biblia enumera hasta 104 profetas, de los que 49 nos son conocidos por su nombre. Diecisiete de estos nos dejaron su mensaje por escrito. Son los libros proféticos, entre los que se destacan los de los cuatro profetas llamados mayores: Isaías, Jeremías, Ezequiel y Daniel.

La vida no fue fácil para ninguno de ellos, y su misión les pesó duramente por el rechazo con que su mensaje fue correspondido la más de las veces. Fueron muy pocos los profetas que murieron violentamente, aunque sí bastantes los que sufrieron persecución, destierro y cárcel.

A la conclusión de las invectivas de Jesús contra fariseos y escribas nos queda claro que hay que primar la interiorización de la religión mediante la fe y la conversión del corazón que han de transparentarse en nuestra conducta sin permitir la separación entre fe y vida, la vivencia interior y la acción, lo interno y lo externo, lo religioso y lo profano, lo divino y lo humano.

Hoy como ayer Jesús necesita seguidores testigos de la ley del Espíritu que nos da vida en Cristo, liberándonos de la ley del pecado y de la muerte.

 

La contemplación con María lugar privilegiado para la gestación del profetismo mariano

El anuncio profético de y con Cristo brota de una experiencia de encuentro cotidiano con Jesús, en 1 Jn 1, 1 dice: “lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado y lo que hemos tocado con nuestras manos acerca de la Palabra de Vida es lo que les anunciamos”. Es clara y sugerente la invitación a la experiencia contemplativa como raíz del anuncio, al respecto decía San Juan de la Cruz: “Adviertan los que son muy activos, que piensen ceñir al mundo con su predicación y obras exteriores, que mucho más progreso harían a la Iglesia y mucho más agradarían a Dios, dejando aparte el buen ejemplo que de si darían , si gastasen siquiera la mitad de este tiempo en estarse con Dios en la oración ….cierto harían más y con menos trabajo con una obra que con mil, mereciéndolo su oración y abriendo fuerzas espirituales con ella; porque, de otra manera todo es martillar y hacer poco más que nada, y a veces nada y aún a veces daño”.

Decía Juan Pablo II: “Y se transfiguró delante de ellos: su rostro se puso brillante como el sol» (Mt 17, 2). La escena evangélica de la transfiguración de Cristo, en la que los tres apóstoles Pedro, Santiago y Juan aparecen como extasiados por la belleza del Redentor, puede ser considerada como icono de la contemplación cristiana. Fijar los ojos en el rostro de Cristo, descubrir su misterio en el camino ordinario y doloroso de su humanidad, hasta percibir su fulgor divino manifestado definitivamente en el Resucitado glorificado a la derecha del Padre, es la tarea de todos los discípulos de Cristo; por lo tanto, es también la nuestra. Contemplando este rostro nos disponemos a acoger el misterio de la vida trinitaria, para experimentar de nuevo el amor del Padre y gozar de la alegría del Espíritu Santo. Se realiza así también en nosotros la palabra de san Pablo: «Reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, nos vamos transformando en esa misma imagen cada vez más: así es como actúa el Señor, que es Espíritu» (2 Co 3, 18).

Este camino es el que los misioneros marianos estamos llamados realizarla junto a nuestros al pueblo que se nos confía desde la escuela de oración contemplativa, para guiarnos a este lugar de contemplación decía el mismo Juan Pablo: “La contemplación de Cristo tiene en María su modelo insuperable. El rostro del Hijo le pertenece de un modo especial. Ha sido en su vientre donde se ha formado, tomando también de Ella una semejanza humana que evoca una intimidad espiritual ciertamente más grande aún. Nadie se ha dedicado con la asiduidad de María a la contemplación del rostro de Cristo. Los ojos de su corazón se concentran de algún modo en Él ya en la Anunciación, cuando lo concibe por obra del Espíritu Santo; en los meses sucesivos empieza a sentir su presencia y a imaginar sus rasgos. Cuando por fin lo da a luz en Belén, sus ojos se vuelven también tiernamente sobre el rostro del Hijo, cuando lo «envolvió en pañales y le acostó en un pesebre» (Lc 2, 7).

 

Las muradas de María

 

Desde entonces su mirada, siempre llena de adoración y asombro, no se apartará jamás de Él. Será a veces una mirada interrogadora, como en el episodio de su extravío en el templo: « Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? » (Lc 2, 48); será en todo caso una mirada penetrante, capaz de leer en lo íntimo de Jesús, hasta percibir sus sentimientos escondidos y presentir sus decisiones, como en Caná (cf. Jn 2, 5); otras veces será una mirada dolorida, sobre todo bajo la cruz, donde todavía será, en cierto sentido, la mirada de la ‘parturienta’, ya que María no se limitará a compartir la pasión y la muerte del Unigénito, sino que acogerá al nuevo hijo en el discípulo predilecto confiado a Ella (cf. Jn 19, 26-27); en la mañana de Pascua será una mirada radiante por la alegría de la resurrección y, por fin, una mirada ardorosa por la efusión del Espíritu en el día de Pentecostés (cf. Hch 1, 14).

Para los discípulos misioneros de María la experiencia de crecimiento en la fe de muchos a través del rosario es un llamado e incentivo para incorporar, sino fortalecer o renovar nuestra contemplación del misterio desde este lugar de oración siempre renovador, contemplativo y transformante.

Finalmente al respecto nos decía Juan Pablo II:

El Rosario, precisamente a partir de la experiencia de María, es una oración marcadamente contemplativa. Sin esta dimensión, se desnaturalizaría, como subrayó Pablo VI: «Sin contemplación, el Rosario es un cuerpo sin alma y su rezo corre el peligro de convertirse en mecánica repetición de fórmulas y de contradecir la advertencia de Jesús: “Cuando oréis, no seáis charlatanes como los paganos, que creen ser escuchados en virtud de su locuacidad” (Mt 6, 7). Por su naturaleza el rezo del Rosario exige un ritmo tranquilo y un reflexivo remanso, que favorezca en quien ora la meditación de los misterios de la vida del Señor, vistos a través del corazón de Aquella que estuvo más cerca del Señor, y que desvelen su insondable riqueza».

Es necesario detenernos en este profundo pensamiento de Pablo VI para poner de relieve algunas dimensiones del Rosario que definen mejor su carácter de contemplación cristológica.