Programa 12: La vejez como dinamismo interior y amanecer de la vida espiritual

martes, 12 de junio de 2007
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Texto 1:

Hoy hablaremos de un tema que socialmente es casi “tabú”: La vejez. Reflexionaremos de cómo la vejez también entra -como etapa con sus características propias- en el dinamismo de la vida interior.

En nuestros tiempos, la cultura ha desvalorizado casi completamente la vejez. En la época de la eficiencia -cualquier rasgo de pasividad se asimila a inactividad cuando, en verdad, son dos cosas distintas-; en la cultura de las cirugías plásticas que hacen artificial la juventud de los años y de la estética sensual y atlética de los gimnasios y deportes; en la tendencia de los adultos de vestirse como adolescentes; y en el avance de las ciencias y la técnica prolongando la vida, ciertamente la ancianidad no contiene ningún estímulo, ni atractivo, no motiva ningún horizonte.

Ésta es una de las mayores hipocresías de nuestro mundo, la que fomenta una de las más peligrosas marginaciones haciendo acepción de personas por el sólo hecho de tener la edad que tienen. Después de todo, nadie tiene la culpa de vivir los años que le tocan, ya bastante penitencia es tener menos fuerzas y asumir, cada vez, el peso de más años. Para apreciar cultural­mente la ancianidad se tiene que valorizar primero lo espiritual, como esto se encuentra tan opacado en nuestra sociedad, consecuen­temente tampoco se puede estimar la ancianidad, una de las etapas más privilegiada del proceso de la madurez humana para la experiencia espiritual.

Nuestro mundo ha dimensionado tan exageradamente lo físico (la belleza, la perfección corporal; los deportes; la salud, las dietas, el gimnasio y la moda) que ha atrofiado el sentido de lo espiritual, privándose con ello captar, entre otras cosas, la armonía de la última etapa del crecimiento humano. Una sociedad que margine una etapa del crecimiento humano está condenada a ser ella misma incompleta y a romper su propio proceso de maduración. Hay que aceptar sabiamente la realidad tal como es y como nos viene dada. El hombre no puede «manejarlo» todo. Hay realidades que se nos escapan y que tienen que ser humildemente reconocidas y aceptadas.

Lo que sucede es que la vejez nos pone frente al espejo de nosotros mismos y de lo que no queremos ver. Nos ubica ante un futuro cierto que nos llegará inexorablemente a todos con el paso del tiempo. Esta etapa nos muestra nuestros límites y miedos, vuelven a resucitar preguntas, temores e inseguridades. No obstante, el cierre de todos los ciclos de la vida no tiene por qué se necesariamente un abrupto declive y muchos menos una decadencia que se desbarata. Esta puede ser la promesa de un cierre de la vida esperanzado, reconciliado y único donde todas las heridas sean ya cicatrices y todas las oscuridades se vayan convirtiendo en una tibia luz.

Si se han vivido maduramente todas las etapas de la vida, en la vejez se entra silenciosa y serenamente hacia la «apertura» del camino. Hablamos de «apertura» del camino porque generalmente se piensa que el proceso humano termina. Sin embargo, la ancianidad, a pesar de todas las cenizas de la vida, puede ser también un renovado y calmo amanecer espiritual. Las cenizas también pueden –aunque sea débilmente- comenzar a arder de nuevo…

 

Texto 2:

En la Biblia los sabios son los ancianos. El Libro del Profeta Baruc expresa: …«Aprende dónde está la prudencia, dónde la fuerza y la inteligencia, para saber al mismo tiempo dónde se encuentran los muchos años y la vida, la luz de los ojos y la paz»… (3,14).

En los Salmos -desde la perspectiva del Dios que no pasa- se contemplan los años del hombre: …«Mis días son una sombra que se alarga, me voy secando como la hierba. Tú, en cambio, Señor permaneces para, tus años no se acabarán»… (Sal 101,12-13.24-28). El salmista habla de la permanencia de Dios comparán­dolo con las cosas que se usan y se gastan. En otro Salmo se afirma: …« Mil años en tu presencia son un ayer que se fue, una vigilia en la noche. Siembras un año tras año como una hierba que se renueva, que florece por la mañana y por la tarde la siegan y se seca… Nuestros años se acaban como un suspiro, aunque se viva setenta años y el más robusto hasta ochenta, la mayor parte son trabajo y vanidad porque pasan aprisa y vuelan… Enséñanos a vivir nuestros años para que consigamos un corazón sabio… Que baje a nosotros la misericordia de Dios y haga fecunda las obras de nuestras manos»… (Sal 89,2-6.9-10.12.17). Aquí están esparcidos muy rápidamente una rica variedad de temas: La fugacidad del tiempo, la brevedad de la vida, la búsqueda de la sabiduría por la experiencia de lo vivido y la misericordia de Dios bendiciendo el trabajo del hombre. Estos son algunos de los muchos Salmos que tratan el tema. En todos existe una constante: Es Dios el que permanece; el mundo, las cosas y el hombre, pasan. Se tiene que aprender una de las lecciones más difíciles de la existencia: Comenzar a dejarlo todo libre, a veces hasta con la sensación de dejarlo perder todo. Esta sabiduría se pone más de relieve en la etapa final.

Desde este lento desprendimiento se pueden leer todas las pérdidas, incluso las derrotas y las frustraciones. Estos duros aprendizajes son más valiosos que todo el brillo de los triunfos. Nos alcanzan más profundamente el conocimiento de nosotros mismos y nos vuelven más comprensivos, gustamos la íntima dulzura que sentimos cuando uno vive lejos de su ego, nos regala la fortaleza y el bálsamo del silencio que se convierten en nuestro escudo y espada; en nuestra invencible soledad y en nuestra desconocida fecundidad…

La ancianidad nos lleva, suavemente, a la devolución de todo sin resistencias; a la entrega realizada y al abandono consumado. Es el tiempo de relativizar todas las cosas porque se ha aprendido a discernir lo esencial, como nos enseña el Apóstol Pablo: …«El tiempo es corto. Por tanto, los que lloran vivan como si no lloraran. Los que están alegres, como si no lo estuviesen. Los que compran, como si no ad­quirieran. Los que gozan de la vida como si no lo hicieran. Porque todo pasa y se desvanece la figura de este mundo» (1 Co 7,29-31). Lo que la Palabra de Dios nos exhorta no es a una indiferencia inhumana y distante incapaz de sentir, sino a una libertad interior donde sea posible siempre el desprendimiento. En esta etapa final se pone de relieve que sólo por el desprendimiento y el vaciamiento se llega a la plenitud.

 

Texto 3:

La ancianidad se nos muestra como la sencillez de la armonía en lo esencial. En esta etapa se conocen, desde dentro, las diez «leyes» más sabias que rigen la madurez en lo humano; el «Decálogo» de la sabiduría:

 

1.      La «ley de la armonía» por la cual todo se vuelve unidad en la reconciliación con toda la vida.

2.      La «ley del discernimiento» por la cual se conocen los verdaderos valores.

3.      La «ley de la esen­cialidad» por la cual se puede distinguir lo fundamen­tal y lo relativo.

4.      La «ley de la aceptación» por la cual se asume serenamente la realidad sin forcejeos, ni violencias.

5.      La «ley de la purificación» por la cual se van convirtiendo y entregando todas las cosas.

6.      La «ley de la insignificancia humana» por la cual sabemos que después de nuestra muerte todo seguirá igual como si nada hubiera ocurrido.

7.      La «ley de los alcances reales» por la cual vemos que queremos mucho y podemos poco, sólo consiguiendo con grandes esfuerzos pequeños resul­tados.

8.      La «ley del pecado» por la cual hacemos lo no queremos y dejamos de hacer lo que de bueno nos gustaría realizar (cfr. Rm 7,14-25).

9.      La «ley de la gratuidad» por la cual se descubre que todo es un don bendito, una gracia inmerecida de Dios.

10. La «la ley del amor verdadero» por la cual el corazón se expande, en la plenitud, abarcando a Dios y todos los demás.

 

Estas son las diez leyes espirituales que rigen la ancianidad. En este «saber perder» se encuentra la relatividad de todas las cosas ante lo único Absoluto. El Apóstol Pablo confiesa: …«Lo que era para mí una ganancia, lo juzgo una pérdida a causa de Cristo. Más aún, juzgo que todo es pérdida ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por quien perdí todas las cosas y las tengo por basura para ganarlo a él»… (Flp 3,7-8). Lo que significó cierta ganancia en algún momento se transforma ahora en pérdida. Se cambiaron las escalas de valores, «¿de qué le sirve al hombre ganar el mundo entero, si pierde su vida?; ¿Qué puede dar el hombre a cambio de su vida?» (Mt 16,26) nos dice el Evangelio. Hay que buscar el valor del verdadero tesoro de la vida, el cual una vez encontrado, nos hace perder todo lo demás. Hay una sabiduría que consiste en «saber perder». Hay  «pérdidas» que son «ganancias» a los ojos de Dios. Antes de que todo sea inevitablemente arrebatado, todo tiene que ser libremente entregado. Jesús dice: …«Allí donde esté tu tesoro, estará también tu corazón»… (Mt 6,21). Cada vida tiene su propio tesoro. Detrás de cada historia se encuentra siempre el palpitar humano de un corazón.

 

Texto 4:

En la vejez se llega a la pobreza existencial más grande, la más humilde, la más liberadora y la más gozosa, acompañada con el frescura de un sentido del humor que brota de haberlo «probado todo y quedarse con lo bueno» (1 Ts 5,21). Se acepta sin reticencias los desconcertantes caminos que, hasta el último día, tendrán sus sorpresas. Se aprende también a conocer los asaltos imprevisibles de nuestra naturaleza que, hasta el último día, tendremos que dominar. Se busca la oración como sabiduría de crecimiento y aprendizaje en el Espíritu con una marcha lenta y tranquila. Se toman las contrarie­da­des e impotencias como limitaciones que nos vuelven a llevar al lugar de nuestra precariedad, al corazón de la serenidad. Se nutre el corazón del fundamental entretejido de afectos que se han ido hilvanando durante la vida. Se confía además más en la misericordia porque se la ha experimentado por más tiempo. Se abandonan en las manos de Dios lo que se ha hecho y lo que no se ha hecho… 

Hacia el final se perfila la conciencia de la «devolución» y la mirada se extiende sobre la «cosecha». Es el tiempo para que se cumpla el Salmo: …«Los que siembran entre lágrimas, cantando cosecharán»… (Sal 125,5-6). Es el tiempo de alentar la confianza: …«Lo que uno ha sembrado, eso cosechará…»… (Gál 6,7). En definitiva, lentamente se va cumpliendo en la vida lo que nos enseña el Apóstol Pablo: …«El que siembra con mezquindad, cosechará también con mezquindad. El que siembra con abundancia, cosechará también en abundancia»… (2 Co 9,6). Con la vejez ya no queda tiempo para ser mezquino. No vale la pena. La vejez es generosidad porque todo es devolución a Dios y a los demás. Nada es definitivamente nuestro. Ni siquiera lo que creíamos más propio. Ni siquiera la vida o los afectos. Todo será devuelto. Hasta nosotros mismos en el ser, en el tiempo y en la vida. La existencia no es sólo un paisaje de ida. Tal vez ese último fragmento de la vida humana, siempre breve al fin, se nos concede para podamos seguir soñando. Ya no –quizás- con el futuro rebosante de promesas por realizar sino soñar, no menos intensamente, con todo lo que fue y todo lo que se nos concedió hacer. Soñar de esa manera también ayuda -en el viaje final- a descubrir la belleza del paisaje que se nos brindó. Hay tantas formas de ser joven aún con las espaldas y las manos cargadas de años. Las arrugas son también los surcos de los sueños realizados.

 

Texto 5:

En el último tramo de la vida, la ancianidad tiene reservado una prolífera fecundidad, que no radica tanto en el hacer sino, en lo más impor­tante, en el ser. Para Dios no existe ninguna «inutilidad», ninguna impotencia humana. En esta etapa de la esperanza pacificada y de la última confianza hay que abandonarse en el Señor más que nunca.

En este período es donde más se manifiesta que sólo Dios es el Señor de la vida, el Único, el Todo, el Absoluto, «la mejor parte que no será quitada» (Lc 10,42), la plenitud del «Solo Dios basta», «el primero en todo» (Col 11,18). Es el tiempo de la gracia más intensa y de la «última conversión», la más profunda y total. Si se ha cultivado la oración pacientemente a lo largo de la vida, de la inactividad se pasa a la interioridad. De la actividad exterior a la actividad interior. También ahora se es activo, intensamente y fecundamente activo, pero de un nuevo modo, en el final se condensa todo en un constante rumiar interior, en un apacible y sosegado encuentro con Aquél que nos ama. En la vida se trata de encontrar a «Alguien» y la ancianidad puede ser una mansa posesión del amor definitivo. Los procesos espirituales tienden cada vez más a la unificación y a la simplicidad en la medida en que se avanza. Se va creciendo siendo cada vez más «niño». El principio y el final se encuentran como en una perfecta síntesis.

Cada hombre tiene su vida. Cada uno es su propia historia. Hay que tener oídos para escuchar los relatos de los hombres y las historias del mundo. Hay que poseer ojos para leer y descifrar esos enigmas que todos tienen escritos en la visibilidad de la piel y en la invisibilidad del alma.

 

Texto 6:

Al afirmar que este tramo final de la existencia puede ser un momento pleno del desenlace de la gracia y del proceso humano, no queremos por eso idealizar la ancianidad, al igual que ninguna otra etapa del camino. Ella tiene sus propia crisis caracterizada fundamental­mente por el progresivo decaimien­to bio-psíquico y la gradual inactividad con todas sus consecuencias: soledad afectiva; desplazamiento y marginación social; sensación de inutilidad y de ser un «estorbo»; reducción de las capacidades naturales y enfermedades; experiencia de impotencia, desvalimiento e imposibilidad; pérdida de la autonomía con la necesidad de depender de otros para lo elemental y cotidiano; nostalgias por lo acontecido resucitando recuerdos; surgimiento de los cuestionamientos decisivos de la existencia con la necesidad de encontrar las respuestas últimas al misterio de la vida y de la muerte, del dolor y del amor…

Esta crisis última, llega menos violentamente pero sacude más fuertemente que todas las otras pero nos permite descubrir que el camino no se cierra sino que, insospechadamente, se abre. La eternidad es también para el hombre un proceso dinámico en donde su misma vida espiritual continuará desplegándose vaya a saber de qué formas y por qué caminos, lo cierto es que sumergidos en la infinitud del amor, naufragando permanentemente en el abismo de Dios, el misterio será para nosotros siempre más misterio, Dios será siempre más Dios, siempre lo contemplaremos y nunca nos saciaremos. En la eternidad siempre habrá más, nunca será suficiente, nunca bastante. Lo veremos tal cual es (1 Co 13,12; 1 Jn 3,2) y, por lo mismo, comprenderemos que no comprendemos. Lejos de pensar que en la eternidad el misterio quedará plenamente comprendido, hay que concebirlo como más misterio. Lo veremos tal cual es y, consiguientemente, lo veremos como misterio. Quedará plenamente revelado, pero no plenamente captado. En la eternidad nuestro amor, bebiendo de la fuente misma del Amor eterno, podrá crecer y aumentar; nuestra vida espiritual continuará su dinamismo. Lo que se inició en la tierra no se estancará en la eternidad. Mientras tanto llega ese momento, ojalá estemos preparados cuando nos toque para poder decir como el Apóstol Pablo: «El momento de mi partida es inminente. He competido en el buen combate, he llegado a la meta de la carrera, he conservado mi fe» (2 Tm 4,6-8).

En la vejez la vida se transformará sólo un canto colmado de la propia música, una bendición continua, un aleluya ininterrumpido, una alabanza por todo lo dado, una reconciliación con todo lo pasado, un amanecer sin ocaso, una fiesta gozosa a la que hemos sido invitados, una luz inextinguible. Que nuestras últimas palabras de la existencia sean: Gracias, gracias, gracias!!!….

 

Eduardo Casas