Programa 6: “Una espiritualidad de unidad, en armonía con el cuerpo y con el alma”

miércoles, 2 de mayo de 2007
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Bloque 1:
 
Hay muchos que al hablar de espiritualidad lo hacen como si fuéramos sólo espíritus o ángeles o si el cuerpo -y toda la gama de sensibilidad que él conlleva- fuera malo o pecaminoso. Para algunos, en la relación con lo trascendente y divino, el cuerpo -con su universo de sensaciones, emociones, estímulos y reacciones- no cuenta, lo consideran indigno de entrar en contacto con Dios.

Desde la fe en un Dios hecho carne, la corporeidad, la afectividad y la sexualidad constituyen dimensiones de la trascendencia propia de la persona la cual inicia la apertura de su espíritu, empezando desde lo corpóreo. Lo físico –a su vez- es siempre expresión del alma que se expande buscando otras formas de expresión a través del mundo de los sentidos.

            “Corporeizar” la relación con Dios es darle una nueva dimensión de profundidad a su contenido espiritual y, simultáneamente, “espiritualizar” todas nuestras dimensiones afectivas es permitirles vibrar con sus fibras más hondas.

En la Biblia, las separaciones inconciliables entre “alma” y “cuerpo” no existen. Esas divisiones es algo propio de nuestra cultura occidental. En la Palabra de Dios, todo cuerpo verdaderamente humano es un alma vital y, por lo mismo, es igualmente espíritu. De igual manera, todo espíritu humano se abre paso a través de la carne, dilatándose en todos los sentidos físicos, por los cuales entra en contacto con el mundo.

No hay cuerpo que no esté unido al espíritu y -si es humano- todo espíritu se trasluce en la expresividad física de lo corpóreo. Tocar el alma es acariciar el cuerpo y abrazar el cuerpo es comulgar en el espíritu. No existen dualidades. Todo es uno.

No es que el cuerpo sea más “exterior” y superficial que el espíritu. El cuerpo tiene una profunda resonancia de interioridad a través de sus emociones, pasiones y sensaciones. El alma tiene también sentidos internos que se dilatan en profundas sensibilidades en las cuales el alma vibra, se agita, tiembla y se estremece, flamea…

 

Bloque 2:
 
El libro más polémico y controvertido de la Biblia a lo largo de toda la historia, incluso prohibido en algunas épocas –El Cantar de los Cantares- es uno de los más cautivadores y comentados de todos los tiempos. Este libro del Antiguo Testamento nos da algunas pistas para el tema de hoy.

La fascinación de este breve libro hipnotiza a los que acceden a él tanto mediante una lectura literal como a los que fomentan una lectura más espiritual. Todos quedan cautivos de su cierto “erotismo espiritual”, por un lado o de su “mística sensual”, por otro.

            Resulta un libro demasiado sensual -para pretender ser espiritual- si se lo aborda al pie de la letra y, si se lo estudia metafóricamente, parece demasiado espiritual como para ser erótico. Lo cierto es que pensando al hombre en su unidad y al amor integralmente no se puede pasar por alto este sugestivo Libro de la Biblia.

El Cantar de los Cantares dice: “…El amor es fuerte como la muerte, la pasión es implacable como el abismo…” (8,6) Las dos fuerzas más poderosas que se experimentan en la existencia -la pasión del amor y la implacabilidad de la muerte que siempre llega inexorablemente- se encuentran como en un duelo tanto la energía del amor que unifica como el poder oscuro de la muerte que disgrega. Las dos fuerzas se citan en el combate del corazón humano. El corazón queda rasgado entre la necesidad del amor y la expectativa de la muerte. Nunca sabemos ciertamente cuál de los dos llegará primero a nuestra vida.

 

Hay una sola mención en todo el “Cantar de los Cantares” donde al amor como pasión se le atribuye un cierto carácter divino. Cuando afirma que el amor tiene sus propias armas letales, las cuales son “flechas divinas, un fuego de Dios” (8,6). El amor que consume tiene sus agudos dardos. Son saetas encendidas en fuego; hieren y queman, lastiman y cauterizan simultáneamente. El amor es como “una llamarada divina”; un fuego sagrado que se atreve a enfrentar a la muerte, mirándola a sus ojos vacíos. El amor no teme al abismo. El amor es un abismo que contiene todos los abismos, también el abismo del dolor y el de la muerte: “… Un abismo grita a otro abismo con voz de cascadas. Tus torrentes me han arrastrado…” canta el Salmo (Sal 41,8). En el “abismo” del amor gritan al unísono el “abismo” propio y el abismo de Dios. El amor es el “abismo” más abismal. El amor -con su fuego encendido que lanza en flechas- cierra las heridas que deja el lastre de la muerte.

El “Cantar de los Cantares” en la Biblia es una cumbre sublime difícil de superar en altura y profundidad. Basta recordar que todo el Libro se abre con la atrevida imagen del pedido de un beso: “… ¡Que me bese con los besos de su boca!..” (1,1). Todo el “Cantar” se abre con la solicitud de un beso.

Ojalá que sus palabras nos toquen en el alma con su suavidad para que el beso de Dios y el beso de aquellos que nos aman siempre nos acompañen invisibles como sellos que se imprimen en el corazón. Sentir con el alma y con el cuerpo la añoranza del beso de Dios para que unidos a Él percibvcamos la fuerza incontenible de esa “llamarada divina” que se enciende en el amor.

            La provocación del “Cantar de los Cantares” no puede producirnos escándalo. El Nuevo Testamento afirma: “… Para los puros, todo es puro…” (Tit 1,15). El problema no está en el “Cantar de los Cantares”. En definitiva es tan Palabra de Dios como el mismo Evangelio o cualquier otro Libro Sagrado. El obstáculo se encuentra en nuestros corazones porque “es de dentro del corazón de los hombres que salen las malas intenciones y las impurezas” (Mc 7,21). El que sea capaz de contemplar al amor no se escandalizará de que la Palabra de Dios sea tan extremadamente humana, encarnada y sensible. Quien se escandaliza de la Palabra de Dios tiene que pedirle a Dios que lo convierta. Sólo así podrá recibir el fuego de su Palabra con el mismo ardor con que Dios la plasmó.

Bloque 3: Recordar el tema que se está tratando.
 
Aquellas posturas espiritualistas que reniegan y denigran al cuerpo no sólo atentan contra el hombre sino también contra Dios. La fe cristiana en varios de sus principales misterios tiene al cuerpo humano como punto central de su verdad: La Creación; la Encarnación –el eje fundamental de nuestra fe: El Dios hecho carne que asume la condición corporal del hombre- ; la virginidad perpetua de María; la Iglesia como Cuerpo místico de Cristo; la Eucaristía como Cuerpo sacramental; la resurrección de la carne; la virginidad consagrada y el celibato sacerdotal… Son sólo algunos de los misterios que el cristianismo ha centrado en el “cuerpo” como manifestación de lo sagrado.

Para nosotros, todo el cuerpo con su sensibilidad y toda el alma con su afectividad expresan en cada gesto la unidad que cada uno es, con toda su riqueza. El espíritu y el cuerpo, en la compenetra­ción de su íntima unidad, se expanden en cada manifestación afectiva. El espíritu se corporaliza y el cuerpo se espiritualiza. El ser humano aprende así otro lenguaje, no sólo el de las palabras. El gesto es la condensación de un profundo silencio humano que se hace lenguaje sin palabras. La delicadeza del corazón que busca plasmarse por los sentidos. Es el alma la que se escapa toda en cada gesto.

 

Bloque 4:
 
Cada gesto humano -la mirada, la caricia, el abrazo y el beso- podemos interpretarlos desde esta unidad que somos de cuerpo y alma. También éste ha sido el lenguaje que Dios quiso asumir al hacerse uno de nosotros. Estos gestos humanos también pueden ser regalos de la gracia.

Por ejemplo, podemos contemplar cómo la mirada se vuelve caricia de los ojos que tocan sin posarse. Es palpar con el fondo del alma lo que sólo el alma puede ver. Es dejar transparentar lo que, por pudor, a veces ocultamos. A menudo bajamos los ojos porque no queremos que nos vean por dentro en esa luminosidad interior que se refleja en toda mirada.

En la caricia viajamos por la geografía visible para tocar lo intangible, dándole manos al alma, sintiendo en los sentidos del cuerpo, otros sentidos más interiores. Recorriendo un paisaje exterior en busca del interior. Toda caricia es primero como un aleteo del alma. Nadie acaricia a un extraño. Sólo se acaricia cuando alguien es íntimo y cercano. Primero nos acariciamos por dentro y, sólo si se ha dado aquél tacto más hondo, surge el que se prolonga en las manos. Las manos en la caricia no reflejan la posesión y la conquista, sino que manifiestan la apertura a dar y recibir. Una caricia nunca nos encierra ahogándonos. Al contrario, crea un ámbito de espontánea libertad que desata el interior.

En el abrazo tenemos la apertura a la reciprocidad. Sólo cuando salgo de mí, el otro tiene lugar, recibe su propio espacio. Mi salida es su bienvenida. En el mismo acto de darme, él me recibe. Los brazos no apresan, ni asfixian, ni sofocan, sino que contienen. El abrazo tiene la calidad de la hospita­li­dad del corazón, el ámbito donde siempre soy recibido en el «espacio» interior del otro. De allí que en el abrazo aproximo al otro a los latidos de mi corazón, a la vertiente donde puede escuchar la irrupción de la vida y el surgir del manantial. Hay abrazos de presencia y abrazos de ausencia; abrazos en la cercanía y abrazos en la distancia…. Abrazar es crear un puente con los brazos para contener adentro nuestro al otro. Cuando lo abrazo me vuelvo su refugio.
En el beso hay como un juramento sellado con los labios, una confesión que se confirma con el secreto del silencio. Es permitirle al corazón saborear el alma con los labios. Traer el alma a los labios con la dulce suavidad del fuego. El beso por sí mismo habla, aunque selle los labios. Permite que respiremos cerca de la otra persona en el signo sutil de los espíritus que se intercam­bian, de las profundidades que se comunican, de los abismos que encuentran eco. Es como inspirar y aspirar el alma del otro. Acercarnos a la fuente para beber. Decirle que tenemos sed de su corazón.

En todos estos gestos, el amor nos enseña la integridad del corazón unificado. En esa unidad corpóreo-espiritual de los gestos se manifiesta que está intensivamente toda el alma en la expresividad de todo el cuerpo. Por los gestos, los mismos sentidos quedan espiri­tualizados más allá de sus funciones. No sólo los ojos ven, también besan y acarician. Las manos no simplemente tocan, igualmente se besan cuando se entrelazan con otras manos. El tacto descifra como leyendo y mirando los dibujos y contornos que recorre en el paisaje del cuerpo. El alma también tiene su delicado tacto. Toda el alma y todo el cuerpo en un mismo gesto. Cuando el gesto es auténtico pone al descubierto toda la persona y toda la relación.

Los gestos humanos también tienen que ser gestos del Espíritu, expresión de los gestos de Dios para conmigo, manifesta­ciones de su amor encarnado. La «sensibilidad» profunda del amor es un don del Espíritu. En Dios y en su amor hay lugar para todo lo humano. En el amor se encuentra la resplandecencia de lo todo humano. En el amor –como en la fe- mientras más divino se es, más humano nos vuelve.