Resucitar en familia desde la Palabra y la Eucaristía

sábado, 11 de abril de 2020
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10/04/2020 – Llegamos al  anuncio final de nuestro retiro de Pascua radial:

 

Ese mismo día, dos de los discípulos iban a un pequeño pueblo llamado Emaús, situado a unos diez kilómetros de Jerusalén. En el camino hablaban sobre lo que había ocurrido. Mientras conversaban y discutían, el mismo Jesús se acercó y siguió caminando con ellos. Pero algo impedía que sus ojo lo reconocieran. El les dijo: «¿Qué comentaban por el camino?». Ellos se detuvieron, con el semblante triste, y uno de ellos, llamado Cleofás, le respondió: «¡Tú eres el único forastero en Jerusalén que ignora lo que pasó en estos días!». «¿Qué cosa?», les preguntó. Ellos respondieron: «Lo referente a Jesús, el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y en palabras delante de Dios y de todo el pueblo, y cómo nuestros sumos sacerdotes y nuestros jefes lo entregaron para ser condenado a muerte y lo crucificaron. Nosotros esperábamos que fuera él quien librara a Israel. Pero a todo esto ya van tres días que sucedieron estas cosas. Es verdad que algunas mujeres que están con nosotros nos han desconcertado: ellas fueron de madrugada al sepulcro y al no hallar el cuerpo de Jesús, volvieron diciendo que se les había aparecido unos ángeles, asegurándoles que él está vivo. Algunos de los nuestros fueron al sepulcro y encontraron todo como las mujeres habían dicho. Pero a él no lo vieron». Jesús les dijo: «¡Hombres duros de entendimiento, cómo les cuesta creer todo lo que anunciaron los profetas! ¿No será necesario que el Mesías soportara esos sufrimientos para entrar en su gloria?» Y comenzando por Moisés y continuando en todas las Escrituras lo que se refería a él. Cuando llegaron cerca del pueblo adonde iban, Jesús hizo ademán de seguir adelante. Pero ellos le insistieron: «Quédate con nosotros, porque ya es tarde y el día se acaba». El entró y se quedó con ellos. Y estando a la mesa, tomó el pan y pronunció la bendición; luego lo partió y se lo dio. Entonces los ojos de los discípulos se abrieron y lo reconocieron, pero él había desaparecido de su vista. Y se decían: «¿No ardía acaso nuestro corazón, mientras nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?». En ese mismo momento, se pusieron en camino y regresaron a Jerusalén. Allí encontraron reunidos a los Once y a los demás que estaban con ellos, y estos les dijeron: «Es verdad, ¡el Señor ha resucitado y se apareció a Simón!». Ellos, por su parte, contaron lo que les había pasado en el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan.

Lc 24,13-35


 

 

¿De qué discutimos por el camino?

 

¿De qué discutían por el camino?, les pregunta el peregrino. La discusión nos relaciona desde el mundo de las ideas, nos posiciona en la autoafirmación de nosotros haciéndonos defensivos en nuestras razones, las que nos justifican.
El diálogo que propone Jesús desde su actitud de escucha abre un vínculo que no es del mundo ideal sino del mundo real, afectivo, desde la cordialidad con lo vincular poniendo a las personas en clave de comunión. En el camino de Emaús Jesús prepara desde el diálogo el peregrinar que conduce a los discípulos al encuentro definitivo con el misterio escondido para ellos por su tristeza, con la gracia de la comunión. Jesús, desde su pedagogía, los hace peregrinar desde el mundo de las ideas al mundo de lo que podríamos llamar del sentido interior. ¿Acaso no ardía nuestro corazón cuando él nos hablaba en el camino?

Esta expresión testifica ese cambio de la discusión desde el mundo ideal al vínculo en cordialidad por el mundo real desde el sentir interior donde a la luz de la presencia de la Palabra arde el corazón. Podemos peregrinar nosotros buscando crecer en cordialidad al modo de la primera comunidad, siguiendo el testimonio de Jesús en este evangelio cordial. Dice el libro de los Hechos: Todos los creyentes vivían unidos y tenían todo en común. Otra traducción dice vivían unidos y tenían un mismo corazón. Hay que pasar de la discusión al diálogo cordial en nuestro peregrinar pascual que nos abre a una mejor escucha desde un oído creyente y maduro.

El camino de la escucha con un oído creyente se recorre desde la obediencia en la fe de la cual María es modelo y pedagoga. Obedecer viene de ob-audire. Obedecer en la fe es someterse libremente a la Palabra escuchada porque su verdad está garantizada por Dios, la Verdad misma. En la familia esa escucha se da por el camino de la oración. Bendecir la mesa con la Palabra de Dios es un sencillo ejercicio cotidiano para habituar el oído familiar en Dios.

La cordialidad vincular, este trato de comunión con el que termina al final el recorrido de Emaús viene de la mano de un oído nuevo en la escucha de la Palabra. Podríamos decir es necesario convertir el oído personal y familiar para hacernos a la experiencia pascual de cordialidad. A la experiencia de vivir en comunión. Un mismo espíritu pone en comunión a los discípulos después de la dispersión que se ha generado porque el Pastor ha sido herido.

 

Por eso la pregunta brota del texto que estamos compartiendo y nos abre un horizonte de reflexión: ¿Cómo es nuestro peregrinar?, ¿cuando discutimos desde el mundo de las ideas? ¿de que discutimos? ¿cómo estamos autoafirmándonos desde nuestras razones y qué de estas razones de autoafirmación impiden la llegada de Cristo que viene a dar no razones de la razón sino del corazón?.

John Nash cuando recibe el premio Nóbel de Economía le dice a su mujer en el momento de recibir el premio: las mejores ecuaciones que he realizado a lo largo de mi vida las aprendí junto a ti. Él es un enfermo de esquizofrenia y a partir del amor de su mujer logra resolver las ecuaciones no desde el mundo de la lógica y de la matemática sino desde el mundo de los afectos. Cuando vamos por el camino de las ecuaciones del corazón todo tormento y toda sombra, toda tiniebla y toda oscuridad, toda discusión y racionalidad queda en un segundo plano.
¿En qué mundo de discusión, de ideas, nos estamos moviendo y de qué nos estamos defendiendo? ¿Qué nos está impidiendo encontrarnos con el mundo del corazón por la escucha atenta, y desde un oído convertido a la Palabra de Dios?

 

Es el oído interior el que nos permite contemplar el semblante de Dios

 

Es la ausencia de silencio interior lo que impide que podamos descubrir nuestra propia identidad. Es por el camino del oído interior en donde vamos haciéndonos obedientes al querer de Dios y a partir de allí sintonizar con el corazón cordialmente con los hermanos. Dice la Palabra: “Algo impedía que ellos pudieran descubrir que era el Señor el que peregrinaba con ellos”. En esa imposibilidad de escuchar dentro de su corazón la Palabra que caminaba y que en el andar con ellos se iba revelando; de a poco se fue pronunciando y ellos fueron despertando su oído a la escucha: “¿Acaso no ardía nuestro corazón cuando nos explicaba las escrituras?

De esa luminosidad que trae el fuego de la Palabra puesto en el corazón es lo que permite contemplar el rostro de Dios vivo y termina por verse concretado al final del andar cuando en la vida fraterna se parte el pan, se comparte, después de haber caminado y después de haber buscado. En el compartir la mesa, en el partir el pan termina por develarse aquel misterio que como fuego ha ido calentando el corazón y ha ido como poniendo en sintonía el alma, haciendo a las personas en el andar uno en el peregrinar. Este andar y éste peregrinar fraterno de Jesús escondido bajo el rostro peregrino de Emaús se devela en dos momentos: en el compartir la Palabra “El les explicó las Escrituras y todo lo que se refería a El en el Antiguo Testamento comenzando por Moisés y los Profetas y en el partir el pan”

Cuando partieron el pan descubrieron que era El. La Palabra la escuchamos de diversas maneras. Es viva y eficaz, corre veloz por todas partes, nos vincula desde lugares distintos a abrirnos a toda la experiencia posible que se esconde en su revelación. Nos viene por el camino de la escritura pero también está puesto su sello en la naturaleza, llena de la Palabra, en lo bello que Dios ha creado.

Los acontecimientos de la historia revelan, significan, manifiestan, en signos temporales lo que Dios va queriendo dejar como sello suyo en el peregrinar con nosotros. La historia se traduce en presencia escondida de Dios que habla a través de signos temporales. En los hermanos, donde Dios nos habla también se muestra, la Palabra y es elocuente en el rostro de ellos. Estos lugares los elige Dios para expresarse y en nuestro andar cotidiano somos llamados a abrir nuestro corazón y nuestro sentir a la escucha interior de ésta Palabra que hace madurar nuestra contemplación creyente del misterio escondido de Dios que camina junto a nosotros. Salimos del mundo de las ideas para entrar en el mundo de la cordialidad de vínculo en el Espíritu con un oído que se convierte a la escucha atenta de la Palabra que de tantas maneras se manifiesta en medio nuestro.

Es por el camino del oído interior el que vamos despertando en el gesto fraterno del compartir como podemos aprender a contemplar y visionar la Palabra de Dios que es viva y es eficaz.

Hay una manera de sentir honda, profunda que supera la manera superficial de sentir. Es en ese sentir hondo y profundo donde se aprende desde el oído a contemplar, desde donde se aprende desde la escucha a visionar. Ahí nos quiere conducir el Señor. A un lugar, hondo, profundo, donde la Palabra se hace cercana a nosotros y suena de una manera distinta. Por el camino surgen muchas preguntas. En el camino de la vida hay más de un acertijo, de una incógnita, hay más de una pregunta. En más de una oportunidad nos encontramos en la encrucijada del andar, del peregrinar, ¿y ahora por dónde? ¿Cómo sigue el camino? Son preguntas que surgen a los que reconocemos como que vamos de viaje, que estamos peregrinando, que la meta que nos espera supone un tránsito por caminos que nos llevan a ese lugar, en ese andar, en ese viaje, surgen preguntas, hay estaciones, hay encrucijadas. Hay caminos que nos sorprenden. Ese andar nuestro encuentra en la escucha atenta, profunda, las respuestas. Es el oído interior que se abre a contemplar la verdad que resplandece con todo su fulgor, su luz. Es la experiencia del encuentro con el Cristo que resucita y nos trae vida nueva. No se trata de buscar en otro lugar sino en el que está vivo las respuestas a nuestras preguntas. Ellos, los discípulos, mientras peregrinan, van pasando de aquél estadio de impacto emocional que se ha generado en ellos por la muerte de Jesús, aquél estadio interior de significación interior, de significación profunda desde el yo más hondo donde descubren que el que peregrina con ellos les hace arder el corazón, les hace salir de aquél ámbito de desasosiego de tristeza, sin sentido, y todo comienza en el camino a tomar un color y un calor nuevo. Son las respuestas que aparecen de cara a las preguntas que surgen cuando la existencia no tiene paz, no tiene reposo, es Jesús peregrino el que camina y viene a sacarnos de aquellos lugares de racionalidad, superficialidad, y llevarnos al sentir hondo, profundo, donde nos habla y nos permite encontrar las respuestas que nos surgen por el camino.

Cuando descubrimos que nos habla nos arde el corazón

 

No podemos hacer la experiencia honda de encuentro con el Señor cuando nos movemos solamente por el mundo de la doctrina, del culto, de las ideas, por más precisas, elucubradas y bien razonadas que estén, si no nos abrimos desde otro lugar donde la Palabra interpela y viene a nuestro encuentro haciéndonos salir desde lo más profundo de nuestro yo, difícilmente podamos encontrar respuestas a nuestras preguntas.

Los discípulos se dejaron interpelar y comenzaron a descubrir que de aquél mundo doloroso del Cristo en el que tenían puestas sus esperanzas, que había muerto, a el mundo de la Palabra y el mundo del caminar juntos, que los hizo vincularse ya no desde las ideas en discusión sino desde la interioridad en el compartir, fueron encontrando las respuestas a sus preguntas, nuestras grandes preguntas, las que existencialmente sacuden nuestra vida, las que tienen que ver con el sentido del camino, del rumbo de nuestra existencia, encuentran respuesta cuando nosotros somos capaces de descomprimirnos del mundo de las ideas para abrirnos al mundo de los afectos. Ellos, dice Karl Rhaner eran herejes afectivos porque era el corazón el que estaba apagado, el que estaba entristecido, el que no podía vincularse ni contemplar aquél Cristo que caminaba con ellos porque discutían por el camino. Nosotros también, a veces por más de permanecer fieles a la doctrina en su decir y al culto en su celebrar podemos igualmente ser herejes afectivamente, y cuando hablamos de afecto no hablamos de algo livianito, de algo superficial, hablamos del sentir hondo y profundo, donde nuestro yo más hondo permanece, el corazón. Somos herejes del corazón cuando no nos dejamos interpelar por el sentido con que la Palabra nos abre al encuentro con aquel que también peregrina junto a nosotros y nos habla en la naturaleza, en el hermano, en la Escritura, desde los acontecimientos de la historia, nos rodea con su mensaje y viene a sacarnos de aquél lugar de donde nosotros sin darnos cuenta permanecemos tantas veces en el sepulcro, sin terminar de salir hacia donde la vida nos está esperando con los brazos abiertos. Y permanecemos entre los muertos sin ir allí donde la vida nos está llamando. Buscamos entre los muertos donde en realidad estamos anhelando la vida.

Que en este tiempo podamos peregrinar con sentido de eternidad, buscando en lo concreto de cada día el rostro escondido de un Dios que cuando descubrimos que nos habla, nos hace arder el corazón.