Ser uno en Dios

martes, 26 de mayo de 2020
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26/05/2020 – En el evangelio de San Juan 17, 1-11 Jesús dice que la vida es conocerte a Ti, Dios verdadero. Conocer tiene que ver con amar, es entrar en contacto con la realidad más profunda en el vínculo con los hermanos y con Dios, ahí se juega la vida, en el hecho de amar.

Que sea el amor el que atraviese nuestro corazón y se encuentre manifestado en gestos solidarios concretos, en los que aprendemos a darnos y recibir.

 

“Después de hablar así, Jesús levantó los ojos al cielo, diciendo: «Padre, ha llegado la hora: glorifica a tu Hijo para que el Hijo te glorifique a ti, ya que le diste autoridad sobre todos los hombres, para que él diera Vida eterna a todos los que tú les has dado. Esta es la Vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a tu Enviado, Jesucristo. Yo te he glorificado en la tierra, llevando a cabo la obra que me encomendaste. Ahora, Padre, glorifícame junto a ti, con la gloria que yo tenía contigo antes que el mundo existiera. Manifesté tu Nombre a los que separaste del mundo para confiármelos. Eran tuyos y me los diste, y ellos fueron fieles a tu palabra. Ahora saben que todo lo que me has dado viene de ti, porque les comuniqué las palabras que tú me diste: ellos han reconocido verdaderamente que yo salí de ti, y han creído que tú me enviaste. Yo ruego por ellos: no ruego por el mundo, sino por los que me diste, porque son tuyos. Todo lo mío es tuyo y todo lo tuyo es mío, y en ellos he sido glorificado. Ya no estoy más en el mundo, pero ellos están en él; y yo vuelvo a ti. Padre santo, cuida en tu Nombre a aquellos que me diste, para que sean uno, como nosotros”.

Juan 17,1-11

 

 

 

 

 

 

Amor de Dios, eso es vida. “La vida es conocerte a ti, Dios verdadero”, esta es la vida eterna.

 

La palabra conocer tiene un significado débil en nuestro léxico, solo indica una parte de la actividad interior profunda del alma, la capacidad de abstracción con la que nosotros nos vinculamos a la realidad, y en todo caso también puede significar algún tipo de experiencia. En hebreo la palabra “conocer” tiene un sentido más profundo, más amplio, comprende no solo el saber sino también el hacer y brota del amor. Conocer supone una experiencia existencial vinculante, no abstracta. Conocer bíblicamente nos compromete y nos involucra. “La vida está en conocerte a ti”, no es un conocer doctrinal sino un encuentro. La vida es encontrarte y habiéndonos encontrado involucrarnos y asemejarnos a vos.

Cuando nos encontramos nos asemejamos, nos acercamos y nos parecemos por el vínculo que se va estableciendo y así se va configurando nuestra vida. Conocer a Dios es ir siendo con Él.  En el conocimiento de Dios, Él se nos acerca para que nos parezcamos, para asemejarnos con Él y así devolvernos lo que la herida del pecado borró y afeó en nosotros: el parecido a Dios. El amor que Dios nos tiene nos asemeja y nos devuelve la identidad. Vivir es parecernos a lo que perdimos, parecernos a Dios.

Conocerte a ti es la vida dice Jesús en la palabra. En estos espacios donde en nombre de Dios somos congregados con la conciencia de que el tejido de los vínculos humanos siempre supone una presencia misteriosa suya, en más de una oportunidad podemos decir: “esto sí que es vida”. Dice el libro de los Hechos de los apóstoles que la primera comunidad de discípulos, tras la resurrección de Jesús, “todo ponían en común”. A partir de ver cómo se amaban, se sumaban más hermanos al camino. Nosotros también encontramos en los vínculos fraternos, regalados por Dios y trabajados por nosotros, la fuerza de amor que nos hace ir más allá.

“Que sean uno Padre para que el mundo crea” reza Jesús. El proyecto de Dios implica la unidad. La fuerza del mal nos dispersa y nos aísla atentando contra la unidad. Liberarnos con las sutiles fuerza del mal que nos desvinculan, y en la tristeza nos ahogan en el sinsentido. Son presencias de oscuridad sutiles que entran en el escenario de nuestra fragilidad encerrándonos por temor, por indecisión, y nos quedamos guardados en el “ya veremos cuándo”.

Las fuerzas del mal encierran en el sinsentido y busca la división. Dios nos hace ser hermanos con los otros sin perder la propia identidad. Yo soy más yo mismo cuando soy con los demás, y no dejo de ser yo mismo siendo con los demás. Ser hermano con los demás es haber encontrado el gran tesoro que estaba escondido.

El Señor nos invita a retomar el camino del amor fraterno como lugar desde donde se construye el proyecto de unidad que el Padre tiene para con nosotros, el amor hermana, el amor unifica, el “conocer” del que la palabra habla como “vida”,  cuando decimos “esto es vida” siempre tiene como trasfondo esta experiencia de amor.

Este amor apunta a todos, es inclusivo, también en el proyecto de Dios solo cabe la unidad, no la uniformidad, la unidad como en el misterio trinitario se produce de la relación en lo divino.

De la diversidad de la que está compuesta la comunidad de discípulos, Jesús hizo un proyecto de unidad y los unió detrás de un ideal, de su propia persona, como anticipo del reino. No los disciplinó a través de la indicación de  alguna conducta ética minimalista de los escribas y de los fariseos, tampoco los vino a adoctrinar con un pensamiento ideológico al modo de los filósofos griegos del tiempo. Los vino a configurar en un mismo espíritu, el de la caridad en la familia, que diera testimonio del cielo que el hombre había perdido cuando  rompió con el amor, cuando rompió con Dios.

Movidos por un ideal de unidad – cuenta Chiara Lubich, nos miramos a la cara y decíamos: “estoy dispuesta a morir por ti”. Y otra decía: “y yo por ti”. Todas estábamos dispuestas a morir una por otra, todas y cada una como en  el evangelio, el amor hasta dar la vida por los amigos”.

Jesús genera la unidad

Jesús configura la vida de la comunidad con aquel mandato del amor indicando que está en la entrega de la vida la posibilidad, no solamente de superar las diferencias sino de construir un proyecto común. Es más, las diferencias no están para ser superadas, están para ser integradas detrás de un proyecto que es mayor que el que cada uno tiene en sí mismo. Solo cuando hay una fuerza que aglutina como es la fuerza del amor que nos vincula podemos superar las diferencias integrando las partes. Es la grandeza de la propuesta del Padre en Cristo. Eso sí que es vida. También haciendo creíble el mensaje de Jesús en el amor cuando este se refleja en la entrega de la vida en la cruz. De hecho, el centurión cuando Jesús entrega la vida, termina por caer de rodillas ante el crucificado y dice: éste verdaderamente era el hijo de Dios.

Decía Chiara Lubich, sostener el mandamiento nuevo con la medida pedida por Jesús y mantener su presencia entre nosotros a los comienzos, y después también, no era fácil, más bien podía ser en ciertos momentos desalentador el modo, si no se nos hubiera revelado el secreto clave para entrar en esa vía. Se nos reveló que el momento en el cual Jesús había sufrido más en su vida fue cuando en la cruz había gritado: Dios mío, Dios mío,  porque me has abandonado. Esa pasión interior cubierta por nuestros pecados había probado como hombre el abandono del Padre y con esto había anulado las divisiones que nos separaban. En aquel momento una voz interior nos llamaba a amar al crucificado, amar al abandonado, a dejarlo así o a seguirlo así. Fue y es el amor al crucificado el que siempre nos impulsó y vuelve a mantener siempre viva la unidad como sueño y como proyecto de Dios.

El amor al Cristo abandonado terminó siendo para la comunidad de las que fundaron junto a Chiara Lubich y el Movimiento de los Focolares la gran fuerza que las llevó a sentir que todos se reunían alrededor de Aquel que entregaba la vida por amor. Era la fuerza del amor de Jesús en la cruz el que atraía y el que subyugaba y sigue haciéndolo hoy, a aquellas mujeres  que sintieron el llamado a la unidad que después se hizo Movimiento y a todo el que de cualquier realidad de la vida eclesial y en el mundo siente que es verdad lo que la palabra de Dios dice cuando afirma: cuando Yo sea elevado en lo alto atraeré a todos hacia mí.