Un alma que canta

miércoles, 22 de diciembre de 2021
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22/12/2021 – En Lucas 1, 46-55 María aparece en la casa de Isabel y parece cantando y bailando. Danza y celebra la grandeza del Señor que ha tenido la delicadeza de mirarla y contemplarla en su pequeñez despertando así, en el corazón de todos los pequeños, está esperanza de un Dios que vela por los más frágiles para confiarse en Él y encontrar, en los hombros del gigante, Dios, la posibilidad de de salir de aquellos lugares donde sentimos que no tenemos salida.

 

“María dijo entonces: «Mi alma canta la grandeza del Señor, y mi espíritu se estremece de gozo en Dios, mi salvador, porque el miró con bondad la pequeñez de tu servidora. En adelante todas las generaciones me llamarán feliz, porque el Todopoderoso he hecho en mí grandes cosas: ¡su Nombre es santo! Su misericordia se extiende de generación en generación sobre aquellos que lo temen. Desplegó la fuerza de su brazo, dispersó a los soberbios de corazón. Derribó a los poderosos de su trono y elevó a los humildes. Colmó de bienes a los hambrientos y despidió a los ricos con las manos vacías. Socorrió a Israel, su servidor, acordándose de su misericordia, como lo había prometido a nuestros padres, en favor de Abraham y de su descendencia para siempre».

Lc 1,46-55

 

 

 

Toda la oración de aquellos cinco días de viaje «estalló» en un canto. Ricciotti recuerda que en Oriente la alegría conduce fácilmente al canto y la improvisación poética. Así cantó María, la hermana de Moisés; así Débora, la profetisa; así Ana, la madre de Samuel. Así estallan en cantos y oraciones aún hoy las mujeres semitas en las horas de gozo. En el canto de María se encuentran todas las características de la poesía hebrea: el ritmo, el estilo, la construcción, las numerosas citas. En rigor, María dice pocas cosas nuevas. Casi todas sus frases encuentran numerosos paralelos en los salmos (31,8; 34,4; 59,17; 70, 19; 89, 11; 95, 1; 103, 17; 111,9; 147, 6), en los libros de Habacuc (3, 18) y en los Proverbios (11 y 12). Y sobre todo en el cántico de Ana, la madre de Samuel (1 Sam 2, 1-11) que será casi un ensayo general de cuanto, siglos más tarde, dirá María en Ain Karim. Pero —como escribe Fillion— si las palabras provienen en gran parte del antiguo testamento, la música pertenece ya a la nueva alianza. En las palabras de María estamos leyendo ya un anticipo de las bienaventuranzas y una visión de la salvación que rompe todos los moldes establecidos. Al comenzar su canto, María se olvida de la primavera, de la dulzura y de los campos florecidos que acaba de cruzar y dice cosas que deberían hacernos temblar.

Mi alma engrandece al Señor y mi espíritu se alegra en Dios, mi Salvador. Porque ha mirado la humildad de su esclava. Por eso desde ahora me llamarán bienaventurada todas las generaciones. Porque el Poderoso ha hecho en mí maravillas, santo es su nombre.

Y su misericordia alcanza de generación en generación a los que le temen. Desplegó la fuerza de su brazo, dispersó a los soberbios de corazón, derribó a los potentados de sus tronos y exaltó a los humildes. A los hambrientos les colmó de bienes y a los ricos les despidió vacíos. Acogió a Israel, su siervo, acordándose de su misericordia —como había anunciado a nuestros padres— en favor de Abraham y su linaje por los siglos (Lc 1, 47-56).

Otra vez debemos detenernos para preguntarnos si este canto es realmente obra de María personalmente o si es un canto que Lucas inventa y pone en su boca para expresar sus sentimientos en esa hora. Y una vez más encontramos divididos a los exegetas. Para algunos sería un texto que Lucas habría reconstruido sobre los recuerdos de María. Para otros un poema formado por Lucas con un atadijo de textos del antiguo testamento. Para un tercer grupo, se trataría de un canto habitual en la primera comunidad cristiana que Lucas aplicaría a María como resumen y símbolo de todo el pueblo creyente. A favor de la primera de las opiniones milita el hecho del profundo sabor judío del Magníficat; el hecho de que no aparezcan en él alusiones a la obra de Cristo que cualquier obra posterior hubiera estado tentada de añadir; y el perfecto reflejo del pensamiento de María que encierran sus líneas. Por otro lado nada tiene de extraño que ella improvisara este canto si se tiene en cuenta la facilidad improvisadora propia de las mujeres orientales, sobre todo tratándose de un cañamazo de textos del antiguo testamento, muy próximo al canto de Ana, la madre de Samuel (1 Sam 2, 1-10) que María habría rezado tantas veces. Pero un canto que es, al mismo tiempo, un espejo del alma de María, como escribe Bernard. Es, sin duda, el mejor retrato de María que tenemos. Un retrato, me parece, un tanto diferente del que imagina la piedad popular. Porque es cierto, como ha escrito Boff, que la espiritualización del Magníficat que se llevó a cabo dentro de una espiritualidad privatizante e intimista, acabó eliminando todo su contenido liberador y subversivo contra el orden de este mundo decadente, en contra de lo que afirma de manera inequívoca el himno de la Virgen. Su canto es, a la vez, bello y sencillo. Sin alardes literarios, sin grandes imágenes poéticas, sin que en él se diga nada extraordinario ¡qué impresionantes resultan sus palabras!

Es como un poema con cinco estrofas: la primera manifiesta la alegría de su corazón y la causa de ese gozo; la segunda señala, con tono profético, que ella será llamada bienaventurada por las generaciones; la tercera —que es el centro del himno— santifica el nombre del Dios que la ha llenado; la cuarta parte es mesiánica y señala las diferencias entre el reino de Dios y el de los hombres: en la quinta María se presenta como la hija de Sión, como la representante de todo su pueblo, pues en ella se han cumplido las lejanas promesas que Dios hiciera a Abrahán. Es, ante todo, un estallido de alegría. Las cosas de Dios parten del gozo y terminan en el entusiasmo. Dios es un multiplicador de almas, viene a llenar, no a vaciar. Pero ese gozo no es humano. Viene de Dios y en Dios termina. Y hay que subrayarlo, porque las versiones de hoy —por esa ley de la balanza que quiere contrapesar ciertos silencios del pasado— vuelven este canto un himno puramente arisco y casi político. Cuando el mensaje revolucionario de Dios —que canta María— parte siempre de la alegría y termina no en los problemas del mundo sino en la gloria de Dios. La alegría de María no es de este mundo. No se alegra —escribe Max Thurian— de su maternidad humana, sino de ser la madre del Mesías, su Salvador. No de tener un hijo, sino de que ese hijo sea Dios. Por eso se sabe llena María, por eso se atreve a profetizar que todos los siglos la llamarán bienaventurada, porque ha sido mirada por Dios. Nunca entenderemos los occidentales lo que es para un oriental ser mirado por Dios. Para éste —aún hoy— la santidad la transmiten los santos a través de su mirada. La mirada de un hombre de Dios es una bendición. ¡Cuánto más si el que mira es Dios! Karl Barth ha comentado esa «mirada» con un texto emocionante: ¡Qué indecible unión de conceptos en estas palabras de María: el simple hecho, aparentemente sin importancia, de ser mirada por Dios y la enorme importancia que María da a este acontecimiento: «Todas las generaciones me llamarán bienaventurada». Todos los ángeles del cielo no tienen ojos en este momento más que para este lugar donde María, una muchacha, ha recibido simplemente una mirada de Dios, lanzada sobre su pequeñez. Este corto instante está lleno de eternidad, de una eternidad siempre nueva. No hay nada más grande ni en el cielo, ni en la tierra. Porque si en la tierra ha ocurrido, en toda la historia universal, algo realmente capital, es esa «mirada». Porque toda la historia universal, su origen, su centro y su fin, miran hacia este punto único que es Cristo y que está ya en el seno de María. La cuarta estrofa del himno de María resume —como dice Jean Guitton— su filosofía de la historia. Y se reduce a una sola idea: el reino de Dios, que su hijo trae, no tiene nada que ver con el reino de este mundo. Y ésta es la zona revolucionaria del himno de María que no podemos disimular: para María el signo visible de la venida de ese reino, que Jesús trae, es la humillación de los soberbios, la derrota de los potentados, la exaltación de los humildes y los pobres, el vaciamiento de los ricos. Estas palabras no deben ser atenuadas: María anuncia lo que su Hijo predicará en las bienaventuranzas: que él viene a traer un plan de Dios que deberá modificar las estructuras de este mundo de privilegio de los más fuertes y poderosos. Pero seríamos también falsificadores si —como hoy está de moda en ciertos predicadores-demagogos— identificamos pobres con faltos de dinero y creemos que María denuncia «sólo» a los detentadores de la propiedad. Los pobres y humildes de los que habla María son los que sólo cuentan con Dios en su corazón, todos aquellos a los que el salmo 34 cita como los pobres de Yahvé: los humildes, los que temen a Dios, los que se refugian en él, los que le buscan, los corazones quebrantados y las almas oprimidas. María no habla tanto de clases sociales, cuanto de clases de almas. ¿Y quién podrá decir de sí mismo que es uno de esos pobres de Dios? María no habla sólo de una pobreza material. Tampoco de una lírica y falsa supuesta pobreza espiritual. Habla de la suma de las dos y ofrece al mismo tiempo un programa de reforma de las injusticias de este mundo y de elevación de los ojos al cielo, dos partes esenciales de su Magníficat y del evangelio, dos partes inseparables. Pablo VI lo explicó a la perfección en su encíclica Marialis cultus cuando presenta la imagen de María que ofrecen los evangelios:

Se comprueba con grata sorpresa que María de Nazaret, a pesar de estar absolutamente entregada a la voluntad del Señor, lejos de ser una mujer pasivamente sumisa o de una religiosidad alienante, fue ciertamente una mujer que no dudó en afirmar que Dios es vengador de los humildes y los oprimidos y derriba de su trono a los poderosos de este mundo; se reconocerá en María que es «la primera entre los humildes y los pobres del Señor (como dice el texto conciliar), una mujer fuerte que conoció de cerca la pobreza y el sufrimiento, la huida y el destierro, situaciones éstas que no pueden escapar a la atención de los que quieran secundar con espíritu evangélico las energías liberadoras del hombre y de la sociedad… De este ejemplo se deduce claramente que la figura de la Virgen santísima no desilusiona ciertas aspiraciones profundas de los hombres de nuestro tiempo, sino que hasta les ofrece el modelo acabado del discípulo del Señor: obrero de la ciudad terrena y temporal y, al mismo tiempo, peregrino diligente en dirección hacia la ciudad celestial y eterna; promotor de la justicia que libera al oprimido y de la caridad que ayuda al necesitado, pero, sobre todo, testigo activo del amor que edifica a Cristo en los corazones.

María, en el Magníficat, no separa lo que Dios ha unido a través de su Hijo: los problemas temporales de los celestiales. Su canto es, verdaderamente, un himno revolucionario, pero de una revolución integral: la que defiende la justicia en este mundo, sin olvidarse de la gran justicia: la de los hombres que han privado a Dios de un centro que es suyo. Por eso María puede predicar esa revolución sin amargura y con alegría. Por eso en sus palabras no hay demagogia. Por eso tiene razón Hélder Cámara cuando, en su oración a la Virgen de la Liberación, pregunta:

¿Qué hay en ti, en tus palabras, en tu voz, cuando anuncias en el Magníficat la humillación de los poderosos y la elevación de los humildes, la saciedad de los que tienen hambre y el desmayo de los ricos, que nadie se atreve a llamarte revolucionaria ni mirarte con sospecha? ¡Préstanos tu voz y canta con nosotros!

Más bien sería, tal vez, necesario que nosotros —todos— cantásemos con ella, como ella, atreviéndonos a decir toda la verdad de esa «ancha» revolución que María anuncia. Esa revolución que hubiera hecho temblar a Herodes y Pilato, si la hubieran oído. Y que debería hacernos sangrar hoy a cuantos, de un modo o de otro, multiplicamos su mensaje. Pero los espías que Herodes tenía esparcidos por todo el país no se enteraron de la «subversión» que aquella muchacha anunciaba. Y, de haberlo sabido ¿se habrían preocupado por aquella «niña loca» que se atrevía a decir que todas las generaciones la llamarían bienaventurada? ¿No se habrían mas bien reído de que una chiquilla de catorce años, desprovista de todo tipo de bienes de fortuna, humilde de familia, vecina de la más miserable de las aldehuelas, inculta, sin el menor influjo social, anunciara que, a lo largo de los siglos, todos hablarían de ella? Está loca, pensarían, ciertamente loca. Sólo Isabel lo entiende, lo medio entiende. Sabe que estas dos mujeres y los dos bebés que crecen en sus senos van a cambiar el mundo. Por eso siente que el corazón le estalla. Y no sabe si es de entusiasmo o de miedo, de susto o de esperanza. Por eso no puede impedir que sus manos bajen hasta su vientre y que sus ojos se pongan a llorar. De alegría.