Un Dios que se conmueve

miércoles, 1 de septiembre de 2021
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01/09/2021 – La Biblia está llena de expresiones que muestran a un Dios que se conmueve por nosotros. Sabemos que, por ser perfectísimo, no sufre. No puede haber en él dolor alguno que se derive de un límite suyo y ni siquiera nuestro dolor puede quitarle algo de su infinito gozo. Pero está en él la compasión que inevitablemente surge de su amor infinito cuando se encuentra con nuestro dolor y nuestro pecado. Porque él mismo se presenta como amigo, y recordemos que en el amor de amistad “el amante está en el amado en cuanto juzga como propios los bienes o males del amigo” (ST I-II, 28, 2). Dios tiene  misericordia de cada uno de nosotros “porque nos ama como algo de sí mismo” (ST II-II, 30, 2, 1m.), no como algo separado de él sino como criaturas suyas donde derrama el ser y la vida. Por eso nuestro bien le da gloria, reflejando y prolongando el bien inagotable que hay el él. Nuestro bien es suyo porque él es su fuente infinita y permanente.

Decía san Juan Pablo II que hay “un dolor inconcebible e indecible” que la Biblia deja entrever “en las profundidades de Dios y, en cierto modo, en el corazón de la inefable Trinidad”.  Porque no podemos entender la inmutabilidad de Dios sin dejarla iluminar por su compasión, propia de todo verdadero amante. La compasión existe en Dios en modo perfectísimo y supremo, sin ensombrecer su infinita alegría. Él no tiene esos límites que hacen sufrir, no tiene defecto alguno, pero es plenitud de amor que no puede desentenderse de nosotros porque él vive nuestro bien como una prolongación del suyo. Por eso mismo, nuestros sufrimientos tienen un término en él, no lo hieren, pero terminan en él, tienen un punto final en la plenitud de su amor que quiere nuestro bien.

Esto se comprende mejor si recordamos que en la Trinidad, está la humanidad del Hijo de Dios, que se ha unido a esa Persona divina de un modo único, como término suyo. Por eso, la misericordia infinita del Hijo repercute en el corazón humano que él asumió como suyo. Pero pensémoslo de otra manera y veremos otro reflejo de este misterio: si nuestro dolor se estrella en la infinita misericordia de Dios, que prolonga en nosotros su bien y su felicidad cuando nos libera, eso repercute de un modo único en el corazón humano del Hijo, no lo deja igual. Si el hijo de Dios es inmutable, su corazón humano no lo es y no deja de ser una creatura, y entonces nuestro dolor no sólo tiene un término en el infinito amor del Hijo, sino que late y vibra en el amor que penetra su corazón humano.

Por eso los místicos no dejan de sentir que su relación de amor con Jesús realmente toca y trastoca su corazón humano. Si por alguna razón él no puede terminar de mostrarnos su amor y su misericordia, y sobre todo cuando nosotros llegamos a sentirlo ausente, eso mueve su corazón humano. Por eso Cristo es como un ciervo herido de amor, y san Juan de la Cruz lo explica así: “Se compara al Esposo con un ciervo porque cuando ve a la esposa herida por su amor, escuchando el gemido de ella, él también queda herido por el amor de ella. Porque en los enamorados la herida de uno es de los dos”.

Terminemos con estas hermosas palabras del Papa Francisco que motivan nuestra alabanza: “Desde el corazón de la Trinidad, desde la intimidad más profunda del misterio de Dios, brota y corre sin parar el gran río de la misericordia. Esta fuente nunca podrá agotarse, sin importar cuántos sean los que a ella se acerquen. Cada vez que alguien tendrá necesidad podrá venir a ella, porque la misericordia de Dios no tiene fin. Es tan insondable la profundidad del misterio que encierra, tan inagotable la riqueza que de ella proviene”.