Ves la Trinidad si ves el amor

viernes, 20 de mayo de 2022
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20/05/2022 – El Señor nos invita a vivir el mandamiento del amor como el gran legado que Él nos deja:

 

 

Jesús dijo a sus discípulos: «Este es mi mandamiento: Amense los unos a los otros, como yo los he amado. No hay amor más grande que dar la vida por los amigos. Ustedes son mis amigos si hacen lo que yo les mando. Ya no los llamo servidores, porque el servidor ignora lo que hace su señor; yo los llamo amigos, porque les he dado a conocer todo lo que oí de mi Padre. No son ustedes los que me eligieron a mí, sino yo el que los elegí a ustedes, y los destiné para que vayan y den fruto, y ese fruto sea duradero. Así todo lo que pidan al Padre en mi Nombre, él se lo concederá. Lo que yo les mando es que se amen los unos a los otros.»

San Juan 15, 12-17.

 

Dice San Agustín: ves la Trinidad si ves el amor. Agustín ha descripto como nadie en la historia, los procesos humanos y la intra historia que se mueve en el corazón humano.

Contemplamos el rostro de Dios si dejamos que el amor gane nuestro corazón. Es lo que hizo Jesús, dice Benedicto XVI, al morir en la cruz. Jesús entregó el Espíritu, preludio del don del bautismo en el Espíritu que otorgaría después de su resurrección. Así se cumple la promesa de torrentes de agua viva, que por la efusión del Espíritu manarían de las entrañas de los creyentes. Así mana el amor desde nuestros corazones cuando estamos unidos a Dios y hermanados en un mismo espíritu de amor, que armoniza el corazón con el corazón de Cristo y nos mueve a amar a los hermanos como Él nos ha amado. Cuando se ha puesto a lavar los pies, Jesús lo hizo, al igual que cuando ha entregado su vida por todos. No hay amor más grande que dar la vida por los amigos.

El espíritu es la fuerza que transforma a la comunidad, para que sea en el mundo testigo del amor del Padre, que quiere hacer de la humanidad, en su Hijo, una sola familia. Esta presencia de Jesús que nos hermana a partir del gesto concreto que abraza a los hermanos en el amor. Allí, muy cerca de ti, en tu casa, primera escuela de caridad; en tu servicio de trabajo, en tu profesión, se expande como un torrente de agua que llega tan lejos como se necesita esta presencia de amor que transforma.

Un texto bellísimo Ezequiel, cap. 47 : que hay torrente de agua que fluye y todo el territorio que sea tocado por esta agua será reverdecido y transformado. Eso es lo que pasa con esta presencia de amor de Jesús que nos habita por dentro y que nos hace comprometernos en un gesto concreto de abrazar a los que más sufren, a los pobres entre los pobres. Toda la actividad de la Iglesia es una expresión del amor que busca el bien de la persona en su integridad. No hay algo que sea genuinamente eclesial que no lleve este contenido fundamental de la fe que es la caridad, como dice Santo Tomás. Ése es el gran mensaje de Jesús.

Lo peor que nos puede pasar en estos tiempos es caer en aquella herejía que tan claramente describía Karl Runner cuando hablaba del corazón que habitaba en el peregrinar de los discípulos de Emaús. Es la herejía afectiva, es decir, la negación de Dios por la ausencia de la caridad y del amor. El amor muestra a la Trinidad.

¿Querés ver a Dios? Lo ves si amás, dice San Agustín. Anhelamos encontrarnos con Dios. Nuestra alma, nuestro corazón, nuestra vida tiene sed de Dios, tiene hambre de Dios. Ese hambre se sacia cuando dividimos, entonces multiplicamos; cuando restamos, entonces sumamos. Así es la lógica evangélica: cuando das de lo tuyo, recibís más de lo que ofrecés. El amor trae una nueva lógica que viene a poner al mundo bajo su verdadero sentido. Es el de la ofrenda de la vida, como Dios lo hace dentro de su propio misterio y como nos invita a hacerlo también a nosotros para entrar dentro de esa corriente de vida que es el amor.

La caridad nos integra

El amor al prójimo, enraizado en el amor a Dios, es ante todo una gracia del bautizado. En el Bautismo está este torrente de agua viva que es la caridad con la que Dios nos quiere, comprometiéndonos en la extensión del reino, abrazándonos a todos bajo este mismo signo: el del amor que viene a hacer nuevas todas las cosas, con una lógica nueva, la del corazón (la lógica de la razón no encuentra lógica en el corazón).

Hay que hacer ese doble proceso de transformación, de un corazón inteligente a una inteligencia capaz de amar. En este transformar, en este unir, en este integrar, está la posibilidad de dignificar. Quien sirve en la caridad se hace de una inteligencia amante. Quien piensa en términos de caridad, hace de su corazón un corazón inteligente. Así, estamos llamados a transformar nuestra persona en una única realidad, capaces de superar las distancias que separan (y que según dicen algunos, es el trecho más largo de recorrer por el hombre) lo que va de la razón al corazón.

Cualquier otro recorrido se hace simple, máxime con los medios de comunicación con que contamos ahora. Sin embargo, este recorrido de la razón al corazón y viceversa lleva un largo camino y un tiempo importante, la vida toda te lleva…

La vida encuentra sentido cuando se funda y se centra en este mandato de Jesús: amen. ¿Por qué será que Jesús manda a amar, cuando uno cree que amar es algo espontáneo? Será que no siempre es tan espontáneo amar, y que en algún punto la naturaleza humana resiste al amor, por esa fuerza que el egoísmo tiene de hacernos hacia adentro y de enclaustrarnos en nosotros mismos por la necesidad de buscar razones que le den motivo al vivir. Jesús dice que están dentro tuyo pero se encuentra cuando salís de vos.

¿Cómo será esto de que yo encuentro lo que está dentro mío cuando salgo de mí? Es que con el otro, en el encuentro con el otro, es donde mejor se refleja quien soy. Ésta es la gracia de la convivencia en la sociedad humana, y esto es el gran daño que hemos recibido en la sociedad neoliberal.

La exclusión no es solamente la exclusión de los que van quedando como deshechos -dice Aparecida- sino que la exclusión es para todos, vamos quedando marginados. Todos, en algún punto, si nos dejamos llevar por los discursos hegemónicos del individualismo (donde reina el “sálvese quien pueda”), todos terminamos por ser excluidos. Y lo que tiene de grave la exclusión es que no puedo ser yo mismo.

Y soy más yo mismo cuando soy con otro. Éste es el gran secreto que tiene el mandato de Jesús: cuando yo salgo de mí mismo y me encuentro en caridad, me encuentro con lo más genuino que hay dentro de mí. Así ocurre en el misterio trinitario: en la Trinidad, las Personas se vinculan entre sí dándose eternamente Una a Otra y constituyen una única realidad, un solo Dios en tres Personas.

Y como la gran vocación humana es el llamado a recuperar la semejanza que hemos perdido con Dios, eso ocurre cuando salimos de nosotros mismos para darnos, allí nos encontramos. Uno diría: pero si estoy saliendo, me estoy perdiendo… Eso no es verdad, hacé la prueba: salí de tus esquemas de cerrazón, de estar ocupado y preocupado de vos mismo, encerrado en tu propio mundillo, abrite y tené un gesto de solidaridad y de caridad para con alguien, y vas a encontrar lo que estabas buscando.

Lo que buscamos en el fondo, diría San Agustín, es el rostro que se nos ha perdido del Dios como Padre, entonces vivimos como huérfanos en la sociedad. Si querés encontrarte con el rostro de Dios, amá, dice San Agustín. Quéres ver la Trinidad, entonces ejercé la caridad.

Jesús manda a amar, y Él mismo dice mi mandato es un yugo suave, no es un mandato desde el deber ser, del cumplimiento de la tarea que se hace infructuoso. Es un mandato del corazón que te hace recuperar el amor. Amar es vocación de eclesialidad y la eclesialidad no es un gueto cerrado, exclusivo para algunos privilegiados con cara de santos o con vocación a la mirada transparente. La eclesialidad es universal, se abre a toda la humanidad, es semilla del Reino de Dios.

Por eso, en la medida en que la Iglesia vive la caridad, reconstruye la humanidad, en su más genuina razón de ser. La razón de ser de la humanidad es ser unos para otros y otros para uno, es este modo de ser de Dios en el misterio Trinitario. A esto nos invita hoy la Palabra.