Vida humilde y orante

jueves, 29 de agosto de 2019
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Catequesis en un minuto

29/08/2019 – Memoria Martirio de San Juan Bautista

“Herodes, en efecto, había hecho arrestar y encarcelar a Juan a causa de Herodías, la mujer de su hermano Felipe, con la que se había casado. Porque Juan decía a Herodes: «No te es lícito tener a la mujer de tu hermano». Herodías odiaba a Juan e intentaba matarlo, pero no podía, porque Herodes lo respetaba, sabiendo que era un hombre justo y santo, y lo protegía. Un día se presentó la ocasión favorable. Herodes festejaba su cumpleaños, ofreciendo un banquete a sus dignatarios, a sus oficiales y a los notables de Galilea. La hija de Herodías salió a bailar, y agradó tanto a Herodes y a sus convidados, que el rey dijo a la joven: «Pídeme lo que quieras y te lo daré». Y le aseguró bajo juramento: «Te daré cualquier cosa que me pidas, aunque sea la mitad de mi reino». Ella fue a preguntar a su madre: «¿Qué debo pedirle?». «La cabeza de Juan el Bautista», respondió esta. La joven volvió rápidamente adonde estaba el rey y le hizo este pedido: «Quiero que me traigas ahora mismo, sobre una bandeja, la cabeza de Juan el Bautista». El rey se entristeció mucho, pero a causa de su juramento, y por los convidados, no quiso contrariarla. En seguida mandó a un guardia que trajera la cabeza de Juan. El guardia fue a la cárcel y le cortó la cabeza. Después la trajo sobre una bandeja, la entregó a la joven y esta se la dio a su madre. Cuando los discípulos de Juan lo supieron, fueron a recoger el cadáver y lo sepultaron”.

Mc 6,17-29

 

En los Evangelios se pone muy bien de relieve su papel respecto a Jesús. En particular, san Lucas relata su nacimiento, su vida en el desierto, su predicación; y san Marcos nos habla de su dramática muerte en el Evangelio de hoy. Juan Bautista comienza su predicación bajo el emperador Tiberio, en los años 27-28 d.C., y a la gente que se reúne para escucharlo la invita abiertamente a preparar el camino para acoger al Señor, a enderezar los caminos desviados de la propia vida a través de una conversión radical del corazón (cf. Lc 3, 4). Pero el Bautista no se limita a predicar la penitencia, la conversión, sino que, reconociendo a Jesús como «el Cordero de Dios» que vino a quitar el pecado del mundo (Jn 1, 29), tiene la profunda humildad de mostrar en Jesús al verdadero Enviado de Dios, poniéndose a un lado para que Cristo pueda crecer, ser escuchado y seguido. Como último acto, el Bautista testimonia con la sangre su fidelidad a los mandamientos de Dios, sin ceder o retroceder, cumpliendo su misión hasta las últimas consecuencias. San Beda, monje del siglo IX, en sus Homilías dice así: «San Juan dio su vida por Cristo, aunque no se le ordenó negar a Jesucristo; sólo se le ordenó callar la verdad» (cf. Hom. 23: CCL122, 354). Así, al no callar la verdad, murió por Cristo, que es la Verdad. Precisamente por el amor a la verdad no admitió componendas y no tuvo miedo de dirigir palabras fuertes a quien había perdido el camino de Dios.

Vemos esta gran figura, esta fuerza en la pasión, en la resistencia contra los poderosos. Preguntamos: ¿de dónde nace esta vida, esta interioridad tan fuerte, tan recta, tan coherente, entregada de modo tan total por Dios y para preparar el camino a Jesús? La respuesta es sencilla: de la relación con Dios, de la oración, que es el hilo conductor de toda su existencia. Juan es el don divino durante largo tiempo invocado por sus padres, Zacarías e Isabel (cf. Lc 1, 13); un don grande, humanamente inesperado, porque ambos eran de edad avanzada e Isabel era estéril (cf. Lc 1, 7); pero nada es imposible para Dios (cf. Lc 1, 36). El anuncio de este nacimiento se produce precisamente en el lugar de la oración, en el templo de Jerusalén; más aún, se produce cuando a Zacarías le toca el gran privilegio de entrar en el lugar más sagrado del templo para hacer la ofrenda del incienso al Señor (cf. Lc 1, 8-20). También el nacimiento del Bautista está marcado por la oración: el canto de alegría, de alabanza y de acción de gracias que Zacarías eleva al Señor, el «Benedictus», exalta la acción de Dios en la historia e indica proféticamente la misión de su hijo Juan: preceder al Hijo de Dios hecho carne para prepararle los caminos (cf. Lc 1, 67-79). Toda la vida del Precursor de Jesús está alimentada por la relación con Dios, en especial el período transcurrido en regiones desiertas (cf. Lc 1, 80); las regiones desiertas que son lugar de tentación, pero también lugar donde el hombre siente su propia pobreza porque se ve privado de apoyos y seguridades materiales, y comprende que el único punto de referencia firme es Dios mismo. Pero Juan Bautista no es sólo hombre de oración, de contacto permanente con Dios, sino también una guía en esta relación. El evangelista san Lucas, al referir la oración que Jesús enseña a los discípulos, el «Padrenuestro», señala que los discípulos formulan la petición con estas palabras: «Señor enséñanos a orar, como Juan enseñó a sus discípulos» (cf. Lc 11, 1).

Celebrar el martirio de san Juan Bautista nos recuerda también a nosotros, cristianos de nuestro tiempo, que el amor a Cristo, a su Palabra, a la Verdad, no admite componendas. La Verdad es Verdad, no hay componendas. La vida cristiana exige, por decirlo así, el «martirio» de la fidelidad cotidiana al Evangelio, es decir, la valentía de dejar que Cristo crezca en nosotros, que sea Cristo quien oriente nuestro pensamiento y nuestras acciones. Pero esto sólo puede tener lugar en nuestra vida si es sólida la relación con Dios. La oración no es tiempo perdido, no es robar espacio a las actividades, incluso a las actividades apostólicas, sino que es exactamente lo contrario: sólo si somos capaces de tener una vida de oración fiel, constante, confiada, será Dios mismo quien nos dará la capacidad y la fuerza para vivir de un modo feliz y sereno, para superar las dificultades y dar testimonio de él con valentía.

 

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