Vamos al pesebre, no como lugar físico, sino teológico, lugar a donde deberíamos volver siempre los cristianos como si volviéramos a la casa materna a la que uno va a reponerse y a convalecer, donde uno va a despojarse de los disfraces de poder, de riqueza y de suficiencia, donde uno va a recobrar el gusto por lo sencillo, recobrar la interioridad y a recobrar los valores del evangelio.
Hay que rescatar al niño que llevamos en el corazón y que nuestra adultez tiene arrinconado y amordazado sin permitirle jugar ni cantar para que así desempolvemos nuestra capacidad de asombro.
Hay que volver al pesebre para dejarnos prometer por Dios cosas lindas y así romper nuestros escepticismos muchas veces ya encallecidos.
Hay que volver al pesebre para soñar de nuevos cosas grandes que dilaten nuestros horizontes rastreros y mezquinos.
Hay que volver al pesebre para descansar los agobios que pesan sobre los hombros del corazón.
Hay que volver al pesebre a limpiar nuestra mirada enturbiada por nuestra falta de inocencia.
Hay que volver al pesebre a abrir de nuevo las manos cerradas y tensas de tanto defendernos o de tanto juntar bronca.
Hay que volver al pesebre a tocar la debilidad de Dios y a comprometerse seriamente a cuidar a sus hijos más frágiles y por tanto los más parecidos a Él: los heridos de nuestra familia, los enfermos, los solos, los presos, los más pobres.
P. Ángel Rossi sj
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