Almas necesitadas

martes, 30 de agosto de 2016
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30/08/2016 – “De todas las maneras posibles, les he mostrado que así, trabajando duramente, se debe ayudar a los débiles, y que es preciso recordar las palabras del Señor Jesús: «La felicidad está más en dar que en recibir”.

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La congregación que la Madre Teresa había fundado había crecido muchísimo desde sus comienzos. Los primeros años, los más pobres de entre los pobres –objeto de los cuidados de las Misioneras de la Caridad- eran, sobre todo, personas pobres desde el punto de vista material. Después de la independencia y posterior división de la India en 1947, millones de refugiados habían convertido Calcuta en una ciudad de miseria humana.

Aquel año, unos diez millones de hindúes y sijs fueron expulsados de la recién constituida República Islámica del Pakistán, y unos siete millones de musulmanes expulsados de India. Casi un millón de personas perdieron la vida durante esas trágicas expulsiones. Ese mismo año, estalló la primera Guerra Indo-pakistaní. India no acababa de salir de una hambruna para caer en otra, y el drama humano alcanzó unas proporciones terribles.

A pesar de todo, la Madre Teresa vio muy pronto que también en los países ricos se daba carencia material y, además, una carencia mucho menos visible: una pobreza que no podía aliviarse con un cuenco de arroz. Cuando se encuentra sólo o ha sido abandonado, cuando no tiene trabajo y nadie le quiere, cuando es rechazado o excluido de la sociedad, explicaba con frecuencia, estamos frente a una forma de pobreza que es mucho más difícil de eliminar que el hambre. Esta pobreza se encuentra incluso en los países más ricos del mundo.

Esta es la razón por la que la Madre Teresa llevó a sus hermanas a muchas de las principales ciudades de Occidente; por ejemplo, Roma, Londres, Nueva York y Viena. Y tampoco se le escapaba que, aparte de esas dos formas de pobreza, había una tercera, a saber: la pobreza espiritual, mucho más profunda que el hambre o la soledad. Esta pobreza espiritual se da en los que viven sin Dios, en los que no tienen fe y, a menudo, no tienen la posibilidad de oír hablar de la fe o no pueden practicarla libremente.

En Nirmal Hriday, la casa de los moribundos de Calcuta, la pobreza material era enorme y trabajar allí no era fácil para los voluntarios. Al principio de su estancia como voluntarios, a muchos se les hacía duro atender a los moribundos, pero tampoco les resultaba particularmente agradable fregar suelos o limpiar baños. ¡No había mucha competencia para encargarse de aquellas tareas!. La repugnancia que mostraban los voluntarios llevaba a que fueran las hermanas o la propia Madre Teresa quienes, a menudo, limpiaran los baños.

Quizá por motivos pedagógicos, circulaba allí una historia sobre algo que había sucedido años antes, que arrojara luz –desde una perspectiva poco habitual- sobre la cuestión de la conexión entre la pobreza espiritual y material. Un señor elegantemente vestido llegó a la casa de los moribundos y pidió hablar con la Madre Teresa. Las Hermanas le dijeron que la Madre Teresa estaba en la parte de atrás de la casa limpiando los baños. Él se dirigió a donde le habían indicado y se encontró a la Madre Teresa literalmente fregando las tazas de los retretes. Ella lo vio entrar, lo tomó evidentemente por un voluntario y le explicó sobre la marcha cómo tenía que agarrar la escobilla y cómo había que limpiar la taza para no malgastar agua. Dicho lo cual, le entregó la escobilla, y lo dejó allí solo.

A los quince minutos, el señor volvió de los baños, se dirigió a la Madre Teresa y le dijo:
-Ya he acabado. ¿Puedo hablar ahora con usted?
-Sí, por supuesto –contestó la Madre Teresa.
El sacó un sobre del bolsillo y dijo:
-Madre Teresa, soy el director de la compañía área, le traigo sus billetes. Quería entregárselos personalmente.

Aquel director contó después aquella historia una y otra vez: “Aquellos fueron los veinte minutos más importantes de mi vida: los que me pasé limpiando retretes”. Decía que nunca había sentido la alegría que sintió ese día.

Cuatro trabajadores a los que la Madre Teresa había reclutado de manera espontánea experimentaron también la alegría de poder ayudar. La Madre Teresa estaba organizando la comida de un comedor de beneficencia en el que siempre se ofrecía como voluntaria y necesitaba brazos fuertes para mover una pesada caja. Abrió la puerta, salió a la calle, echó un vistazo y pidió a cuatro hombres que entraran y le ayudaran. Cuando concluyeron, resultó que dos eran trabajadores de una funeraria y los otros dos trabajaban construyendo carreteras. Los cuatro se fueron radiantes y provistos de Medallas Milagrosas.

Sí, hay una sed de sentido de las cosas de arriba, de Dios. Y en Occidente, más que en India, está claro que nuestra sociedad de consumo no es capaz de saciarla.

El primer alojamiento de las hermanas en Viena se encontraba en un barrio en el que viven muchos pobres. En poco tiempo estaba a rebosar de gente sin techo e indigentes, y las hermanas tuvieron que buscar otra casa más grande. En cuanto llegó a Viena, la Madre Teresa pidió una lista de personas que pudieran ayudarle a buscar una.

Cuando la tuvo se sentó al teléfono y empezó a llamarlos uno a uno. Al cabo de un rato encontró dos directivos del mundo empresarial que dijeron que comprarían una casa para la Madre Teresa y se la cederían por un dólar al año.

La casa estaba en el barrio chino y se habían utilizado como burdel hasta poco antes de su venta. La Madre Teresa quería verla inmediatamente para decidir si podría ser útil para las hermanas. Yo me preguntaba: “¿Se negará a entrar la Madre Teresa? ¿Y qué hará una vez dentro de la casa?”.

Me quedé sorprendido cuando vi que entraba en la casa como en cualquier otro edificio y se ponía a mirarlo todo. La situación me resultó un tanto embarazosa por las imágenes que había en las paredes y por el olor; estaba avergonzado porque en cierto modo yo era el responsable de que la Madre Teresa tuviera que ver todo aquello. Sin embargo, ella parecía no darse cuenta de la decoración ni de las imágenes; iba de habitación en habitación diciendo: “Pues esto será la capilla, el sagrario lo pondremos allí y aquí el crucifijo; el refectorio irá en esta habitación y la cocina allí”. Al cabo de unos minutos había decidido qué iría en cada sitio. Cuando estábamos saliendo se volvió hacia mí y dijo:
-Y ahora, padre, ¡déle a todo una buena bendición!

En la actualidad, esa casa es una auténtica bendición que proporciona un techo a madres necesitadas y a muchos pobres. Todos los días acuden, además, cientos de indigentes que reciben sopa caliente y comida. Uno de los principios básicos que la Madre Teresa siempre nos inculcaba era: “Tenemos que ser como tubos”. No importa nada que los tubos sean de oro, plata o plástico; lo importante es que dejen pasar todo. Una vez dijo a sus hermanas: “Ustedes y yo no somos nada, y en esto vemos la tremenda humildad de Dios. Él es tan grande, tan maravilloso, que utiliza nuestra nada para mostrar su grandeza. Y por eso se sirve de nosotras. Como tubos, simplemente tenemos que dejar que la gracia de Dios pase”.

Esta voluntad de ser nada era esencial para ella. No quería ser más que “un lápiz en las manos de Dios”, un dedo que señalara a Jesús. Para la Madre Teresa, la insignificancia propia era el primer paso hacia la santidad.

La influencia que la Madre Teresa ejercía –y todavía ejerce- sobre muchas personas queda bellamente ilustrada en una anécdota que me contó uno de los sacerdotes de su congregación. Poco tiempo después que le concedieran el Premio Nobel, recibieron a la Madre Teresa en San Francisco y la distinguieron con la llave de la ciudad. El acto fue retransmitido por la casi totalidad de las radios locales. Un joven que estaba muy metido en asuntos de tráfico de drogas y armas iba escuchado música en la radio de su coche. Cuando el programa en que se retransmitía la ceremonia comenzó, buscó otra emisora, pero todas estaban retransmitiendo el discurso de la Madre Teresa. El joven estaba contrariado por tener que escuchar un discurso en vez de música, pero decidió esperar a que concluyera. Después de escuchar con desgana a la Madre Teresa durante unos minutos, empezó a llorar. El llanto adquirió tales proporciones que tuvo que parar el coche en el arcén.

No pudo seguir conduciendo hasta que terminó la retransmisión. Se paró en la primer cabina que encontró y llamó a una de las emisoras de radio para preguntar quién era aquella. Le dijeron: “Era la Madre Teresa”. Buscó y encontró la dirección de la nueva casa de las hermanas en San Francisco y se enteró por las hermanas de que había una comunidad de hombres pertenecientes a la misma congregación en Nueva York e hizo un retiro allí. Se confesó después de muchos años y empezó una nueva vida.