Confortándonos unos a otros en el duelo

viernes, 7 de julio de 2006
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Nosotros, los vivos, los que todavía estamos, nos reuniremos con ellos que ya partieron llevados en las nubes al encuentro del Señor, allí arriba y para siempre, estaremos con El Señor. Guarden pues éstas palabras y confórtense unos a otros.
1  Tesalonicenses 4, 15 – 18.

Es lo que estamos intentando hacer en éstos tres días que venimos transcurriendo detrás de una catequesis en torno al duelo a partir de la experiencia del encuentro con Jesús resucitado. – “ El ha muerto y ha resucitado para darnos vida nueva ” dice Pablo y nos invita a poner nuestra esperanza en que quienes mueren con El, los que ya partieron y los que moriremos en El, los que partiremos alguna vez al encuentro de los que ya se fueron, “ resucitaremos y viviremos juntos para siempre ” dice el apóstol.

¿Por quién sanar y para quién sanarnos? Esta tarea nuestra de todos los días de buscar interiormente la mejor manera de estar delante de Dios y de los hermanos con la carta y el peso de la herida de la partida de nuestros seres queridos supone una mirada más amplia que incluya también a los que comparten la vida con nosotros. Puede ser una buena motivación mirar a quienes comparten la vida con nosotros, y a partir de ellos, porque tienen derecho a vernos bien y a que estemos bien, buscar justamente desde ese vínculo con los demás estar lo mejor posible, curados, sanados interiormente para que reciban de nosotros lo mejor que tenemos para ofrecer. Pero ésta motivación en “los otros” no es suficiente si no hay una nueva valorización de nosotros mismos. En realidad, por más que haya otros que estén reclamando un mejor estar nuestro frente a ellos ante el dolor y la ausencia de los que partieron, amigos, vecinos, compañeros, familiares, en realidad, por quien tenemos que ponernos bien es por nosotros mismos y en ese sentido la autoestima, bastante desvalorizada en el momento de la partida de quienes nos dejaron, porque algo nuestro muere con ellos, supone en nosotros una mirada de compasión por nosotros mismos. Una mirada de compasión y un deseo de encontrarle un nuevo sentido a la vida. Una compasión que no sea una lástima por nosotros mismos sino un compadecerse con uno mismo que es padecer con los propios sentimientos con el deseo de encontrar camino a un nuevo sentido, el que se nos puede haber perdido o se nos puede haber ido junto con quien se fue. Es un proceso que lleva un tiempo. Hay que recrear los propios proyectos, resignificarlos. Hay que ponerle límite también al dolor, no límite en cuanto que no le demos espacio para el sufrimiento sino límite en cuanto que hay que orientarlo sobre el proyecto de la propia vida y la resignificación a partir de la experiencia de la ausencia de quién ya no está. Es un proceso de elaboración que tiene como punto de partida la propia aceptación. Aceptar la realidad en nuestro mundo exterior , convulsionado, no es fácil, mucho menos es fácil aceptar la realidad de nuestro mundo interior dispersado, desconcentrado, herido. Parece esto aún más difícil. Nos cuesta mirarnos a los ojos y bucear en lo íntimo de nuestra intimidad y reconocer la existencia de los abismos interiores que nos dejan las partidas de los que amamos. Preferimos derivar la fuente de nuestros sufrimientos en los demás, en las circunstancias del pasado, echarle la culpa a Dios. Somos propensos a aliviarnos pero no siempre a curarnos en la raíz. No es lo mismo aliviar un dolor que curar una herida. Preferimos nosotros enfrentarnos a nuestras crisis pero no confrontamos con ellas tan fácilmente. Vemos siempre lo que perdemos pero casi nunca lo que se puede ganar, lo que se puede crecer, lo que se puede madurar. El dolor siempre madura si es aceptado y bien llevado. Cuando Jesús invita al camino discipular lo primero que pide al discípulo que va a ir detrás de El es que cargue con su cruz y lo siga, porque sabe Jesús que el proceso de madurez y de crecimiento de las personas, a dónde conduce el camino discipular supone la cruz. Si nosotros de verdad, o por la gracia de Dios, sabemos aceptar el dolor de la partida de los que se fueron, nosotros allí, además de hacer un proceso de sanidad que va mucho más allá de la cura que supone la herida que dejó la ausencia, estamos dando pasos de madurez y de crecimiento desde un dolor muy grande. A esto le llamamos “aceptación”. Es una gracia que tenemos que pedir. No podemos aceptar por nosotros mismos y por nuestras propias fuerzas porque hay algo que se fue con quien murió. Hay algo del dolor interior que nos dice que hay algo que murió en nosotros. Sólo cuando aceptamos esto podemos resucitar con quienes murieron y esto es una gracia del Espíritu Santo que quiere obrar en nuestro corazón. Aceptar la realidad implica que somos vulnerables, que somos impotentes, que somos limitados, que hemos dependido de la persona a la que amamos y se fue. Aceptar es hacerse cargo de uno mismo y de su propia vida y aceptar lo que ocurrió “en Dios” para que “en Dios” también resucite lo que murió. Un camino de aceptación no es sencillo, supone la gracia de Dios, supone la experiencia de ser asumidos en la muerte del ser querido y en la propia muerte con la muerte de él por la gracia de la Resurrección de Jesús que venció la muerte. No como una expresión teórica o como quien afirma un postulado de Fe sino como quién hace experiencia existencial, quien descubre que es verdad que Jesús ha resucitado y que nosotros podemos resucitar con los que murieron si en Dios nos entregamos.

Se pregunta una mamá ante la muerte de su hijo Diego, – ¿Diego me llevó a Dios o Dios me llevó a Diego? ¿Cómo es la cosa? En el fondo, dice ésta madre, yo seguía buscando a Diego, y si de alguna forma por la fe que había recibido de niña sabía que Diego estaba resucitado con Dios, entonces tenía que encontrarme con Dios, ese Dios que con tanto amor había recibido a mi hijo con quien Diego estaba ahora en paz.

Como muchas veces vivimos sin espiritualidad o con una fe no celebrada, ni cultivada, ni orada, terminamos pensando que es Dios el que se lo llevó, entonces más lo que nos resentimos que lo que aceptamos. Creemos que estamos dejados de su mano, nos alejamos de El y no nos damos la oportunidad de encontrarnos con Dios, con el Dios verdadero.

Decidí, dice ésta madre, jugármela por entero, empecé mi búsqueda porque no era el quien estaba perdido sino yo que no me encontraba a mi misma. Recién cuando logré abrir mi interior de par en par a Dios descubrí su mirada. Una mirada, dice ésta madre dolida, que se encontró con la mía, que me hizo sentir tan grande, tan querida, tan amada y a la vez tan pequeña, tan nada. En la medida que me fui dejando traspasar por su mirada todo fue cobrando sentido. Mi vida empezó a reacomodarse y a cambiar de rumbo. ¡Como me desahogaba con El! Sentía lo que dice el salmista, “recoges tus lágrimas en tus odres”

¡Como sentía su amoroso apoyo! ¿Cómo es que no me había dado cuenta antes? ¿Cómo había perdido tanto tiempo? Yo buscaba a mi hijo Diego, y Dios, al resucitar a Diego me encontró a mí.

¿No será esto lo que te está haciendo falta es reconocer que no hay que quedarse en el sepulcro? ¿No será que a vos, como a Lázaro, te invita El Señor , desde la gracia de la resurrección, a salir del sepulcro dónde vos fuiste a enterrarte con quien también partió?

Si quien ya partió junto a Dios está con El, ¿por qué no te animas vos también a dar ese paso de resucitar en tu vida así como Dios resucitó a tu ser querido que partió? ¿No será el tiempo en que vos dejes que el mismo Dios te resucite a vos y te saque de tus lugares de muerte, de angustia, de tristeza, de reclamo, de resentimiento. Que tu pregunta deje de ser un cuestionamiento de Dios y se haga una pregunta abierta que lejos de clavarse en un ¿por qué a mí?, se traduzca ahora en un ¿para que a mí Señor en éste tiempo y en ésta etapa de mi historia?. ¿No será que el cielo que se abrió para tu esposo, para tu esposa, para tu madre, para tu padre, para tu hijo, para tu hija, para tu hermano, para tu hermana, es un cielo que también se abre para vos si estás dispuesto a resucitar con quien Dios ya resucitó?. Seguro que si. ¿Y qué hay que hacer para entrar en esa dimensión? No solamente creer que Dios resucitó sino creerle a Dios. Nosotros tenemos la fe demasiado convencionalmente establecida sobre un discurso casi teórico de lo que creemos pero no terminamos de asentir con el corazón porque no le creemos a Dios aunque creemos en Dios. Hay que creerle a Dios además de creer en Dios. Creerle que al que resucitó que ya partió junto a El, con el que algo de lo tuyo murió en él, ahora algo de lo tuyo comienza a resucitar en él si dejas que Dios actúe con la fuerza de su poder que es el Espíritu, el que resucitó a Cristo Jesús, el que resucita a los que murieron en El y el que viene a resucitarte de tu propia muerte. Aquí termina el duelo, en la gracia de la resurrección. No se puede convivir todos los días con la memoria de un muerto.

No se puede cargar con un muerto todos los días. Dios no lo quiere. Dios es el Señor de la vida y los que murieron en El están con El. Cuando nosotros vivimos la pesadumbre melancólica y la queja, que es la no aceptación en Dios de la partida de nuestros seres queridos, lo único que estamos haciendo es permanecer en un montón de lugares donde pactamos con la muerte bajo todas sus formas: desde el acto de la rebeldía, de la no aceptación, de la queja hecha pregunta sin respuesta a Dios, más que la pregunta con respuesta que Dios quiere en nuestro corazón que es ¿para qué? No muramos con nuestros muertos, y en todo caso, si algo de lo nuestro murió con ellos porque viven en nosotros y nosotros en ellos, demos el paso que falta, resucitemos con ellos. No lo podemos hacer por un acto voluntarista sino por una apertura a la acción de Dios que es el Señor de la Vida.

Cuando El Señor se manifiesta a Moisés en la zarza ardiendo dice –“ Yo soy un Dios de vivos, no soy un Dios de muertos. El Dios de Abraham, de Isaac, de Jacob, que ya no estaban y que está diciendo Dios “viven en mí, yo soy el Dios de ellos y el Dios tuyo que estás vivo” .

Así Dios viene también a tu encuentro, viene a decirte que sos y que estás llamado a ser a la vida. Que el Señor llene tu vida de Gracia de Resurrección allí donde hay experiencia de muerte.
Cuenta la mamá de Diego: – fui a San Nicolás, ahí en Buenos Aires, donde está la Virgen, fui con unos amigos y conocí el grupo “Resurrección” . El grupo Resurrección es un grupo de mutua ayuda para familiares en situación de duelo. – Ahí me encontré , cuenta la mamá de Diego , con un libro: “renacer en el duelo” . La primera sensación que tuve fue que éste libro había sido escrito para mi. Me impresionó mucho ésta sensación interior que tenía. Al poco tiempo tuve la oportunidad providencial de encontrarme con uno de sus autores en Montevideo, el padre Mateo Bautista, y de interiorizarme como funcionaban éstos grupos. Me alegró saber que estaban avalados por la Iglesia. Me parecía sumamente necesario que en todos los lugares existiera este tipo de ayuda, deseaba que lo que había vivido yo pudiera ser útil para otros. Quería ayudar a ayudarse a quienes vivían en situaciones similares a las mías. Luego de un tiempo de preparación y de capacitación comenzamos con los grupos Resurrección en Uruguay. Había que dar mucho de lo tanto que había recibido. Ayudar a otros en el duelo completa más y mejor la elaboración del propio duelo.

La mamá de Diego está haciendo éste relato desde esa línea de sanidad que supone el reconocimiento de la propia herida y que la fuerza de la salud interior renace en el lugar donde menos nos imaginamos que pueda salir la fuerza de sanación para nosotros, la propia vulnerabilidad, la misma fragilidad. Cuando hacemos esta experiencia se hace palpable en nosotros lo que Pablo dice que el Señor ha puesto en su corazón cuando reconoce que cuando se es débil, entonces la fuerza de Dios actúa con todo su poder en el discípulo. Ahí donde está nuestra imposibilidad, nuestra herida, nuestra realidad más palpablemente vulnerable, allí mismo radica la fuerza de Dios que actúa en el corazón de los que se ponen en sus manos entregándose desde lo que ya se experimenta como que “no damos más”. Este es el punto justo para dejarle a Dios que haga su obra. Si estás en ese lugar, en éste momento, en donde decís -“no doy más con éste dolor, con éste sufrimiento, con ésta amargura, con ésta herida, con ésta memoria de quien partió y no termino de superarla” , si estás allí, te invito a que ahora le digas a Jesús: -“actuá en mí Jesús, en éste lugar, dónde vos sabes que me siento frágil, me siento vulnerable, me siento que no puedo con éste dolor que me crucifica todos los días ”. La memoria y la ausencia que se hacen presencia. O la presencia de una ausencia. En éste lugar te invito a que te detengas para que esa ausencia sea presencia de resurrección de quien partió y de vos en comunión con él en Dios.

Un camino que nos conduce a ser realmente felices. La experiencia de la partida de los seres queridos que tiene un proceso duro de dolor y que en el duelo va sanando, tiene como término la experiencia de la felicidad, de la plenitud, de ellos en Dios y de nosotros en Dios junto a ellos. “Ser feliz” es el llamado.

Realmente cuando uno mira su vida hacia atrás le parece imposible poder decir “hoy soy feliz” , cuenta la mamá de Diego, “ y sin embargo no solamente yo sino toda mi familia vive feliz, es un tiempo de gozo y de alegría el nuestro a pesar de éste dolor grande de la pérdida de un hijo, que como dicen, no tiene nombre . Es así, cuando se te muere tu papá o tu mamá sos huérfano o huérfana, cuando se te muere ti esposo o esposa sos viuda o viudo, cuando se te muere un hijo ¿cómo se llama?, no tiene nombre, a no ser que nosotros le pongamos el nombre que Dios Padre le puso cuando murió Su Hijo en la cruz: Pascua. Pascua es paso de Dios sobre nuestra propia vida. Esto para las madres y los padres que han perdido hijos, es pascua de Dios. Y pascua de Dios es muerte y resurrección y es, definitivamente, camino de plenitud y de felicidad. A esto nos invita hoy La Palabra.

Te invito yo con La Palabra a dejar que la Pascua de Dios sea pascua en tu propia vida.