El deseo de Dios inscrito en el corazón de todo hombre

miércoles, 1 de febrero de 2017
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01/02/2017 –  En esta serie de catequesis nos centraremos en la pedagogía de la oración, particularmente lo que hace a la enseñanza de Jesús. Hoy nos interesa hacer un recorrido por ese deseo oculto que hay dentro de cada uno y que podemos ver en la expresión de los discípulos “enséñanos a orar”. En todas las culturas de todos los tiempos iremos descubriendo cómo se ha manifestado el corazón humano en clave orante. 

Un día, Jesús estaba orando en cierto lugar, y cuando terminó, uno de sus discípulos le dijo: «Señor, enséñanos a orar, así como Juan enseñó a sus discípulos»
Lc 11,1

En esta catequesis, como introducción, queremos proponer algunos ejemplos de oración presentes en las antiguas culturas, para poner de relieve cómo, prácticamente siempre y por doquier, se han dirigido a Dios.  El objetivo es mostrar el deseo profundo que hay en el corazón de la humanidad independientemente de quién sea el intérprete o maestro.

Comienzo por el antiguo Egipto, como ejemplo. Allí un hombre ciego, pidiendo a la divinidad que le restituyera la vista, atestigua algo universalmente humano, como es la pura y sencilla oración de petición hecha por quien se encuentra en medio del sufrimiento. Así reza este hombre ciego que también podríamos ser cada uno de nosotros en nuestra ceguera: «Mi corazón desea verte… Tú que me has hecho ver las tinieblas, crea la luz para mí. Que yo te vea. Inclina hacia mí tu rostro amado» (A. Barucq – F. Daumas, Hymnes et prières de l’Egypte ancienne, París 1980, trad. it. en Preghiere dell’umanità, Brescia 1993, p. 30). «Que yo te vea»: aquí está el núcleo de la oración. Es expresión de la necesidad que hay en todo hombre y mujer de cualquier tiempo y cultura de ver. Sólo el que ve, desde el corazón, puede ver por dónde caminar y conducir sus pasos. La voluntad sólo se mueve cuando la inteligencia se hace timón y tracciona.

Orar no es sólo poner palabras al vacío, sino que viene de lo hondo del alma. Así como este hombre dice “que vea”, cuál es la expresión de tu corazón: “que me reconcilie”, “que pueda”. Lo dirá San Ignacio, no está en el mucho hablar sino en el gustar interiormente.

Oraciones desde todos los tiempos

En las religiones de Mesopotamia dominaba un sentido de culpa arcano y paralizador, pero no carecía de esperanza de rescate y liberación por parte de Dios. Así podemos apreciar esta súplica de un creyente de aquellos antiguos cultos, que dice así: «Oh Dios, que eres indulgente incluso en la culpa más grave, absuelve mi pecado… Mira, Señor, a tu siervo agotado, y sopla tu aliento sobre él: perdónalo sin dilación. Aligera tu castigo severo. Haz que yo, liberado de los lazos, vuelva a respirar; rompe mi cadena, líbrame de las ataduras» (M.-J. Seux, Hymnes et prières aux Dieux de Babylone et d’Assyrie, París 1976, trad. it. en Preghiere dell’umanità, op. cit., p. 37). Estas expresiones demuestran que el hombre, en su búsqueda de Dios, ha intuido, aunque sea confusamente, por una parte su culpa y, por otra, aspectos de misericordia y de bondad divina. Habiendo roto el vínculo de amistad con Dios, nos damos cuenta que es como si serrucháramos la rama en la que estamos parados. Necesitamos sustento a la vida, y entonces la vida se hace un clamor existencial de perdón y de reconciliación que es encuentro con Dios y con nuestra más profunda mismidad. Estas expresiones demuestran que el hombre en su búsqueda de Dios ha intuido, aunque sea de manera confusa, que la culpa y la misericordia de Dios se pueden entrelazar y el hombre puede descubrir que su vida en manos de quien todo lo puede adquiere sentido.

En el seno de la religión pagana de la antigua Grecia se produce una evolución muy significativa: las oraciones, aunque siguen invocando la ayuda divina para obtener el favor celestial en todas las circunstancias de la vida diaria y para conseguir beneficios materiales, se orientan progresivamente hacia peticiones más desinteresadas, que permiten al hombre creyente profundizar su relación con Dios y ser mejor.

A veces nos ocurre que el cristianismo se hace ateo en la práctica. Nos decimos cristianos por ir el domingo a misa, pero lo de todos los días no está atravesado por la experiencia de Dios que deja su huella en todo. Y así, como decía Pablo VI, el cristianismo se vuelve como un barniz que no termina por entrar al corazón. 

La trascendencia es una dimensión que atraviesa la existencia en su conjunto. Por ejemplo, el gran filósofo Platón refiere una oración de su maestro, Sócrates, considerado con razón uno de los fundadores del pensamiento occidental. Sócrates rezaba así: «Haz que yo sea bello por dentro; que yo considere rico a quien es sabio y que sólo posea el dinero que puede tomar y llevar el sabio. No pido más» (Opere I. Fedro 279c, trad. it. P. Pucci, Bari 1966). Quisiera ser sobre todo bello por dentro y sabio, y no rico de dinero. Así, el sentido de la materialidad está asentado sobre el sentido de sabiduría y ella esta atravesada por la divinidad y por eso se hace oración.

Necesitamos recuperar la interioridad para darle lugar al clamor de los deseos más profundos del corazón que solo pueden encontrar su cause en el encuentro con Dios a través de la oración.

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El corazón humano tiene necesidad de la oración

En esas excelsas obras maestras de la literatura de todos los tiempos todavía hoy, después de veinticinco siglos, leídas, meditadas y representadas, se encuentran oraciones que expresan el deseo de conocer a Dios y de adorar su majestad. Una obra de la cultura griega, por ejemplo, reza así: «Oh Zeus, soporte de la tierra y que sobre la tierra tienes tu asiento, ser inescrutable, quienquiera que tú seas —ya necesidad de la naturaleza o mente de los hombres—, a ti dirijo mis súplicas. Pues conduces todo lo mortal conforme a la justicia por caminos silenciosos» (Eurípides, Las Troyanas, 884-886, trad. it. G. Mancini, en Preghiere dell’umanità, op. cit., p. 54). Dios permanece un poco oculto, y aún así el hombre conoce a este Dios desconocido y reza a aquel que guía los caminos de la tierra.

También entre los romanos, que constituyeron el gran imperio en el que nació y se difundió en gran parte el cristianismo de los orígenes, la oración, aun asociada a una concepción utilitarista y fundamentalmente vinculada a la petición de protección divina sobre la vida de la comunidad civil, se abre a veces a invocaciones admirables por el fervor de la piedad personal, que se transforma en alabanza y acción de gracias. Lo atestigua un autor del África romana del siglo II después de Cristo, Apuleyo. En sus escritos manifiesta la insatisfacción de los contemporáneos respecto a la religión tradicional y el deseo de una relación más auténtica con Dios. En su obra maestra, titulada Las metamorfosis, un creyente se dirige a una divinidad femenina con estas palabras: «Tú sí eres santa; tú eres en todo tiempo salvadora de la especie humana; tú, en tu generosidad, prestas siempre ayuda a los mortales; tú ofreces a los miserables en dificultades el dulce afecto que puede tener una madre. Ni día ni noche ni instante alguno, por breve que sea, pasa sin que tú lo colmes de tus beneficios» (Apuleyo de Madaura, Metamorfosis IX, 25, trad. it. C. Annaratone, en Preghiere dell’umanità, op. cit., p. 79). Aquí se lee un sentido de la trascendencia en lo cotidiano.

En ese mismo tiempo, el emperador Marco Aurelio —que también era filósofo pensador de la condición humana— afirma la necesidad de rezar para entablar una cooperación provechosa entre acción divina y acción humana. En su obra Recuerdos escribe: «¿Quién te ha dicho que los dioses no nos ayudan incluso en lo que depende de nosotros? Comienza, por tanto, a rezarles y verás» (Dictionnaire de spiritualitè XII/2, col. 2213). Que bueno poder leer en todas las culturas de todos los tiempos cómo se ha manifestado el corazón humano en clave orante. 

Este consejo del emperador filósofo fue puesto en práctica efectivamente por innumerables generaciones de hombres antes de Cristo, demostrando así que la vida humana sin la oración, que abre nuestra existencia al misterio de Dios, queda privada de sentido y de referencia. De hecho, en toda oración se expresa siempre la verdad de la criatura humana, que por una parte experimenta debilidad e indigencia, y por eso pide ayuda al cielo, y por otra está dotada de una dignidad extraordinaria, porque, preparándose a acoger la Revelación divina, se descubre capaz de entrar en comunión con Dios.

Dios nos busca desde dentro

Diversas épocas y civilizaciones distintas muestran este clamor que brota desde lo más profundo de lo humano por el sentido de la trascendencia y se hacen oración. No es un invento de alguien el hecho de orar, sino una necesidad existencial. El hombre de todos los tiempos reza porque no puede menos de preguntarse cuál es el sentido de su existencia, que resulta oscuro y desalentador frente el encuentro con su propia limitación y con el dolor, el sufrimiento y la muerte en particular. Si la vida no tiene un sentido de trascendencia la existencia es una angustia insoportable. Lo entendieron así los paganos que hicieron oración.

También la sociedad cristiana paganizada necesita recuperar el sentido más genuino y reencuentro por el encuentro personal con Jesús el valor de la oración que está en la base de la existencia y se expresa particularmente en un deseo de encuentro. Que nosotros podamos colaborar para que ese deseo emerja. A veces la sociedad de consumo lo que ha tenido como nefasto en su exagerada manera de plantear necesidades y de cubrir esas necesidades, a sido vaciar el sentido de la trascendencia e hizo del shopping el nuevo templo donde vamos a rendir culto y saciamos una necesidad creada por la misma estructura del consumo. 

Purificado nuestro corazón de todo materialismo le demos lugar a la interioridad y descubramos espacios donde se pueda respirar profundo, hondo y con sentido. Nosotros proponemos ese encuentro no con una idea, sino con una persona, Jesús de Nazareth, el Hijo de Dios hecho hombre que murió y resucitó para darnos vida y vida en abundancia y que está en lo hondo de tu existencia clamando para que te encuentres con Él. No lejos, sino por dentro, tal como rezaba San Agustín: “Yo te buscaba por fuera y tú estabas dentro”. Dentro tuyo está el Dios viviente en la persona de Jesús y te invita a encontrarte con Él. 

 La vida humana es un entrelazamiento de bien y mal, de sufrimiento inmerecido y de alegría y belleza, que de modo espontáneo e irresistible nos impulsa a pedir a Dios aquella luz y aquella fuerza interiores que nos socorran en la tierra y abran una esperanza que vaya más allá de los confines de la muerte. Las religiones paganas son una invocación que desde la tierra espera una palabra del cielo. Uno de los últimos grandes filósofos paganos, que vivió ya en plena época cristiana, Proclo de Constantinopla, da voz a esta espera, diciendo: «Inconoscible, nadie te contiene. Todo lo que pensamos te pertenece. De ti vienen nuestros males y nuestros bienes. De ti dependen todos nuestros anhelos, oh Inefable, a quien nuestras almas sienten presente, elevando a ti un himno de silencio» (Hymni, ed. E. Vogt, Wiesbaden 1957, en Preghiere dell’umanità, op. cit., p. 61).

En los ejemplos de oración de las diversas culturas, que hemos considerado, podemos ver un testimonio de la dimensión religiosa y del deseo de Dios inscrito en el corazón de todo hombre, que tienen su cumplimiento y expresión plena en el Antiguo y en el Nuevo Testamento. La Revelación, en efecto, purifica y lleva a su plenitud el originario anhelo del hombre a Dios, ofreciéndole, en la oración, la posibilidad de una relación más profunda con el Padre celestial.

Al inicio de nuestro camino «en la escuela de la oración», pidamos pues al Señor que ilumine nuestra mente y nuestro corazón para que la relación con él en la oración sea cada vez más intensa, afectuosa y constante. Digámosle una vez más: «Señor, enséñanos a orar» (Lc 11, 1).

Padre Javier Soteras

Material elaborado en base a Catequesis del Papa Benedicto XVI en la Audiencia general del 4 de mayo del 2011