Discípulos del amor

martes, 3 de mayo de 2016
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03/05/2016 – Se celebraba por entonces en Jerusalén la fiesta de la Dedicación, era invierno.  Y Jesús se paseaba por el Templo, en el pórtico de Salomón.  Le rodearon los judíos, y le preguntaron:  “¿Hasta cuándo nos tendrás en suspenso?.  Si eres el Mesías, dilo abiertamente”. Jesús les respondió:  “Ya se los dije, pero Uds. no me creen  Las obras que hago en nombre de mi Padre dan testimonio de mí; pero Uds. no creen porque no son de mis ovejas.  Mis ovejas escuchan mi voz; yo las conozco y ellas me siguen.  Yo les doy la vida eterna, ellas no perecerán jamás, y nadie las arrebatará de mi mano. El Padre, que me las ha dado, es superior a todos, y nadie puede arrebatar nada de la mano de mi Padre.  El Padre y Yo somos una sola cosa”.

Juan 10; 22-30

Discípulos del amor que da vida

En el Evangelio la revelación del misterio de Jesús llega a su mayor profundidad en la fiesta de la Dedicación del Templo; no solo Jesús es la puerta y el pastor, no solo está mostrando ser el enviado de Dios por las obras que hace. Su relación con el padre Dios es de una misteriosa identificación para quien lo escucha: “El Padre y Yo somos uno”. Esta es la blasfemia según la mirada de los contemporáneos de Jesús que lo llevará a la cruz.

Jesús va manifestando progresivamente el misterio de su propia identidad de su persona, ahora lo dice abiertamente, aunque ellos no lo puedan recibir con tanta apertura y sigan cerrados en su incredulidad. “El y Yo somos uno”.

Al pedido de los que rodean a Jesús en el pórtico de Salomón en el tiempo de la Fiesta de las luces, aparece la luz de Jesús con toda su claridad, con toda su diáfana presencia, manifestando la transparencia de su identidad más profunda. Él y el Padre constituyen una única realidad.

Alguno de sus oyentes no querían creer en esto que él decía y justamente es la fe en Jesús lo que define si la persona tiene o no vida para siempre. El que no cree – claramente lo dice la palabra – se pierde, se pierde la posibilidad de salir de las tinieblas a la luz, la fe es en la persona de Jesús, la fe es en la propuesta de amor que se expresa en los signos donde se ve la obra de Dios, el Padre, en la persona del Hijo.

El pasaje del Evangelio nos invita también a nosotros a renovar nuestra fe y nuestro seguimiento en la obra de amor de Jesús en la propia vida. Suele ser el amor familiar, de los hijos, del esposo, de la esposa, de los padres, de los hermanos, el amor de la vida vincular de la familia con otras familias, el entretejido social que se va tejiendo de una manera misteriosa con lazos invisibles con parientes y con no parientes mas fuertemente todavía, por la gracia del espíritu en la comunidad parroquial, presencia del amor en la vida fraterna, en la intimidad del corazón, en el secreto donde Dios escondido hace presente su gracia de amor que nos deja sedientos de ese mismo amor con el que se nos comunica.

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Cerca tuyo, no lejos de tu propia historia, Jesús sigue manifestándose, ponéle nombre a ese modo suyo de manifestarse y abrite desde ese lugar a lo que está escondido detrás de cosas tan simples como los vínculos, como la propia intimidad, como lo cotidiano en lo que te trae gozo y felicidad. Significativas presencias del amor de Dios que nos abren al misterio de Jesús.
Discípulos del amor que une

El discipulado es un proceso de amor que nos hace uno en Jesús y con nosotros. Este es el misterio grande de amor que reconcilia y transforma de Jesús que se ha venido a instalar en el corazón mismo de la comunidad humana. El evangelio hace presente este rasgo de la presencia de Jesús que atraviesa toda su doctrina, la unidad, la más fuerte afirmación en este sentido se expresa en el último versículo del Evangelio: “El Padre y yo somos una sola cosa” . Y Jesús también dirá que estamos llamados a ser uno en Él para dar mucho fruto, como los sarmientos a la vid.

Esta unidad es consecuencia del amor del padre y del hijo, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, las tres personas divinas se definen desde la única lógica que da razón al ser divino, el amor.  Estar con Jesús y permanecer en su familia en los vínculos de amor, donde el Padre y el Hijo son uno, y nosotros en Él… desde ese lugar somos lanzados a contagiar qué bueno es el Señor. Las tres personas divinas se definen como la única cosa que les da sentido que es el amor.

El encuentro de amor con el Señor y la vida del Espíritu que nos convoca a participar de esa corriente de savia que es la vida en comunión de amor con la Trinidad es difusiva. El misterio de comunión, amor y entrega es el lugar común. “Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos” dice Jesús. El Padre nos entrega al Hijo, y el Hijo, que ha entrado en profunda comunión con cada uno de nosotros y se ha entremezclado en nuestro barro exhala el Espíritu. Y el Padre nos lo devuelve resucitado.

Se corre al encuentro de quienes necesitan de su presencia desde la oración, desde el vínculo de amor con Dios. “Ustedes son la luz del mundo” dice Jesús. Para serlo es necesario tener contacto con la luz que es Jesús. El Señor nos lleva a Él y luego nos envía para irradiar vida, como hace la sangre con el corazón: se replega para luego salir lanzada.