La ciudad de los Buenos Días

miércoles, 27 de agosto de 2014
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sonrisa mano

27/08/2014 – En la mañana de hoy queremos fundar la Ciudad de los “Buenos días”, ya que la alegría es el remedio contra toda desidia y desesperanza. Queremos desplegar las alas y volar, construír un mundo nuevo, y con un saludo fresco renovar a nuestros hermanos que más lo necesitan. ¿Habrá sido así el saludo de María a Isabel que le causó tanta alegría?

“Bienaventurados” dice Jesús. Estamos invitados a hacer un culto a la alegría desde el evangelio más que a la sonrisa cosmética. No tenerle miedo a lo que nos pasa es lo mejor que podeos hacer sabiendo que quien abraza la cruz no encuentra otra salida que la resurrección que es la plenitud de la alegría y del gozo. A partir del encuentro de nosotros con nuestra propia realidad, aún en medio de la fragilidad, aparece la belleza.

Pareciera que en éstos tiempos complejos de nuestra sociedad, no hablamos de otra cosa más que nuestras crisis: la inflación, la reseción, la inseguridad, los desalojos… La realidad pega un grito en su clamor y meternos en medio de ella no es para embadurnarnos en la oscuridad del sinsentido sino abrazándola cargarla de sentido y de esperanza. Queremos instalar el “Buen día” como una forma de ponerle buena cara al tiempo que viene, y en términos Ignacianos sería un desnudar la fuerza del mal que insidiosamente quiere destruirlo todo y enfrentarlo a la alería. Es desde la alegría, desde nuestros lugares de dolor, desde donde podemos vivir con esperanza.

Vamos a ir recreando la sonrisa, no como quien la pone cosméticamente, sino la auténtica, la que brota del corazón y no necesariamente porque las cosas vayan bien.

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El reino de los «buenos días»*

¿Recuerdan ustedes el final de aquel prodigio cinematográfico que se titulaba Milagro en Milán?. Los pobres de la -ciudad, cansados de ser expulsados de todas partes por los ricos, arrebataban sus escobas a los barrenderos y, montados en ellas, levantaban el vuelo «hacia un reino en el que decir ‘buenos días’ quiera decir de verdad ‘buenos días’». La frase enlazaba con una de las escenas iniciales de la película, cuando el protagonista, el joven e ingenuo Totó, al salir del hospicio, donde pasó sus primeros años, saludaba alegre y espontáneamente a todo el mundo y comprobaba, con sorpresa, que los saludados le miraban agresivamente, como si su saludo fuera más bien un insulto.

Yo repetí hace años y varias veces la experiencia y comprobé que la observación de Cesare Zavattíni era rigurosamente exacta: tú veías venir por el fondo de la calle a un desconocido y, al acercarte a él, te volvías y, muy amable, le sonreías con un «buenos días» o un «¿cómo está usted?» en los labios y comprobabas que, infallablemente, el saludado, en lugar de con sonrisa, te miraba con desconcierto, casi con temor, como pensando: «¿pero por qué me saluda a mí este desconocido?», o como temiendo que, si te respondía amablemente, luego te dirigirías a él para pedirle un préstamo o la cartera. Muchos huían casi ante la presencia de aquel «espontáneo del saludo» en que yo me había convertido. O, cuando más, te respondían con otro «buenos días» que no sabías nunca si era una respuesta o un bufido.

Es curioso: la cortesía ha establecido que sólo se debe saludar a los conocidos. Y la costumbre ha señalado que cuando un desconocido nos dice «buenos días» no puede ser simplemente porque nos desea un buen día, sino como prólogo para pedirnos o preguntarnos algo, aunque sólo sea la hora. Desearse felicidad gratuitamente es algo que no se lleva y que incluso entre los amigos sólo funciona por Navidad y sus alrededores.

Si un compañero nos llama por teléfono y cuando ha terminado cuelgas y compruebas que no te ha pedido nada, te preguntas sorprendido a ti mismo: «¿Y para qué me ha llamado éste?» Se entiende que nadie llama a un amigo por el placer de conversar con él, sino «para» algo, lo mismo que nos preguntamos llenos de sospechas por qué, en un encuentro o una fiesta, Fulano o Zutano habrán estado tan simpáticos con nosotros, por qué nos habrán sonreído, y hasta empezamos a prepararnos para el favor que, sin duda alguna, nos van a pedir en el próximo encuentro. ¿O acaso alguien sonríe hoy sin segundas intenciones?

Esta comercialización de la sonrisa y esta tendencia a introducir el «baremo utilidad» hasta en el terreno de la amistad me parecen dos de las más graves pestes de este siglo. Lo grave es que hasta a veces nos educan para ello: montones de mamaítas predican a sus hijos aquello del «quien a buen árbol se arrima, buena sombra le cobija» y les empujan a elegir sus amistades en proporción directa al fruto que de los amigos puedan obtener. Les dicen qué compañías «conviene frecuentar y cuáles, en cambio, nunca resultarán «rentables». Les educan en el arte de «sacarle jugo» a la sonrisa, como si se tratara de un «bien escaso» y conviniera reservarla únicamente para aquellas ocasiones en que va a conseguirse algo a cambio. Una vez, en este cuadernillo de apuntes, conté yo la historia de cierto monseñor que, durante el Concilio, no malgastaba su sonrisa en saludar a los obispos y se iba directamente a invertirla en la tribuna de cardenales; y poco después recibí una carta de cierto amigo del tal monseñor que, muy orgulloso, me explicaba que gracias a esa sonrisa bien «distribuida» había conseguido el prelado lo que deseaba. Una respuesta que no me descubrió nada, porque yo ya sabía que una sonrisa bien empleada termina siendo rentable, y lo que más bien discutía es ese tipo de degradación de las sonrisas. La «eficacia» -incluso si es la santa eficacia- nunca me ha parecido una regla de vida.

Por eso me entusiasmaba que en las clases de teología me explicaran que Dios era «gratuito», que la gracia era «gratuita», que todo lo importante de este mundo se hace sin un «para qué» distinto del simple amor. Apañados estábamos si Dios sólo nos amase en la medida en que pudiéramos serle útil! Nunca he entendido por qué la gente suele presentar como la cima de la santidad -y que a mí me parece simple sensatez- aquel precioso soneto-oración que dice que «aunque no hubiera cielo yo te amara». Porque si sólo amásemos a Dios por lo del cielo, y lo de ser creyentes fuera un negocio como tantos, ¿en qué se diferenciaría el ciclo de un infierno con azúcar?

En un infierno con azúcar iremos convirtiendo el mundo en la medida que vayamos canjeando amistad por utilidad y sonrisas gratuitas por sonrisas rentables. El diccionario define la palabra «amistad» como «afecto puro y desinteresado», y me pregunto por qué entonces en tantos idiomas hay refranes que invitan a desconfiar de la amistad. «Cuando la desgracia se asoma a la ventana, los amigos no se asoman a mirar», dicen los alemanes. «Viviendo juntos, los animales aprenden a amarse y los hombres a odiarse», dicen los chinos. «Quien cae, no tiene amigos», dicen los turcos. «Con mi duro cuento yo, que con mis amigos no», decimos los españoles.

Leo todas esas frases y me resisto a creerlas. Si fuesen Verdaderas tendríamos que empezar ya a apoderarnos de las escobas de los barrenderos para ir hacia otro reino en el que decir «buenos días» significase solamente que estamos deseando que todo el mundo tenga felicidad. Propongo que fundemos la sociedad de la «Sonrisa gratuita», que tendría por reglamento una sola obligación: la de sonreír a todo el que se cruce con nosotros en calles y autobuses, Metros y pasillos de oficina, ascensores y bares. ¡Algo estallaría! Al principio los miembros de «Sonrisa gratuita» seríamos mirados con sospechas, quizá, llevados a la cárcel como subversivos. Pero ¿y si luego, cuando vieran que éramos inocentes, empezaban todos a sonreír y cambiaban las calles del mundo al verse pobladas por otro tipo de humanos, por gentes que se querrían las unas a las otras sin pedirse nada a cambio?

Abro los ojos y me pregunto si sueño. Y parece que hubiera más sol.

Lo que vale es lo de dentro *1

Cuanto más avanzo por la vida más me convenzo de que todo lo sustancial de nuestra vida estaba «ya» en la infancia. Pero nada realmente nuevo se ha añadido a la médula de nuestra existencia.

Lo compruebo cada día más en mí (y pido perdón por hablar, una vez más, de la única existencia que conozco). Incluso el paso de los años me va descubriendo que muchas cosas que viví de niño sin entenderlas se han ido aclarando, convirtiéndose en símbolos de lo que mi vida sería, de modo que ciertas «anécdotas», que no pasaron entonces de simplemente curiosas, se han ido transmutando en los quicios sobre los que hoy mi alma se sostiene.

Como lo que me ocurrió aquel 19 de marzo de 1942. Tenía yo doce años y acababa de descubrir, embriagado, algo que tantos gozos me daría años después: la poesía. En las clases de preceptiva literaria nos habían enseñado a hilvanar octosilabos y endecasílabos, y me parecía que mis primeros versos eran la mayor de las riquezas imaginables. Así que, cuando llegó el santo de mi madre, no dudé un segundo en elegir mi regalo: un largo y horrendo romance (que olía por todas sus costuras a Gabriel y Galán) que copié en una larga tira de papel de barba, imitando un pergamino, até con un cordoncito rojo y coloqué en un diminuto cofrecillo de semicobre que me costó -lo recuerdo con precisión- cinco duros. (Aún conservo, todo roto, aquel cofre con su poema dentro y es hoy la mejor reliquia de mi casa.)

Poco antes de la comida llegaron las visitas a felicitar a mi madre y, ante ellas, desplegaron mis hermanas mayores las mantelerías que para la ocasión habían bordado. Y recuerdo que, entre las visitas, estaba uno de los frailes redentoristas a cuyas misas solíamos acudir los de mi casa. Viendo los regalos de mis hermanas, alzó la vista y, con un tono que a mí me pareció la mayor de las insolencias, me lanzó un- «Y tú, ¿no le regalas nada a tu madre?»

Creo que ha sido la mayor ofensa que me han hecho en mi vida. Por lo menos a mí me dolió mucho más que todo cuanto después me ha llegado. Recuerdo que apreté con cólera los puños y que, furioso, salí de la habitación sin contestar palabra. Fui a la cocina, busqué una bandejita de alpaca y, sobre ella, coloqué mi cofrecito y volví a entrar en la habitación de las visitas, sin hablar una palabra y conteniendo mis rabiosas lágrimas.

Los reunidos, y el fraile entre ellos, comenzaron a hacer aspavientos y a lanzar grititos de admiración ante mi regalo. Pero con ello aumentaron más mi cólera y, ya sin poderme contener, mordiéndome los labios, casi grité: «Lo que vale es lo de dentro.»

No recuerdo lo que ocurrió cuando leí el poemilla. Supongo que mi madre lloraría y que los reunidos me pronosticarían todas esas tonterías con las que llenamos las cabezas de los niños ante sus primeros pinitos. Pero lo que no he olvidado jamás es aquella gloriosa- grotesca frase mía, que desde entonces no ha hecho más que crecer dentro de mí, hasta convertirse en una de las claves de mi vida.

Y sólo más tarde, mucho más tarde, he logrado comprender hasta qué punto es cierto que lo único que realmente vale en nuestras vidas es lo de dentro, que no hay ninguna riqueza que venga de fuera, que la única función de nuestras vidas es llenar y estirar nuestras almas, que son vanos los triunfos, los grititos del mundo (como los de las visitas-cotorras de mi infancia), que lo único que al fin cuenta es eso que hoy tenemos tan olvidado y despreciado y que es lo que los antiguos llamaban «vida interior».

Leo en estos días uno de los libros más hermosos de mis últimos años (Testamento espiritual, de Lilí Alvarez, Editorial Biblia y Fe), y en él encuentro un párrafo que me gustaría resumiera mi vida o los mejores momentos de ella:

«En estos días he empezado a estar más sosegada, sin duda por mi recuperada soledad. He vuelto a experimentar una vieja sensación: la de volver a ‘Poseer’ mi vida. Esto es, de poseerme a mí misma. De ir poco a poco encajando mi ser ‘para Dios’, de hacerlo “para’ él, o, por lo menos, de ir enfocándolo, pieza a pieza, en ese sentido. Crear la propia existencia, perfilarla de aquí y de allá, pero ‘por dentro’, cóncavamente. Detalle a detalle, limando, raspando, entresacando en un determinado diseño -no añadiendo, no aumentando-, trabajo de escultor más que de constructor. Como mi vida es más quieta, puedo ir descendiendo a sus profundidades. Como un batiscafo que lentamente se deja posar en el fondo marino.»

Así me gustaría vivir.- bajando con frecuencia al fondo oceánico de mi alma, para encontrarme allí; para ir encajando las piezas de mi alma que me dispersa el tiempo y las actividades externas; bebiendo de mi propio pozo; asimilando la existencia, el gozo de ser; dejando de lado las alharacas y el ruido; redescubriendo hasta qué punto es verdad que lo único que vale es lo de dentro.

Padre Javier Soteras

* de “Razones para la Esperanza”, de Martín Descalzo

*1 de “Razones para la alegría”, de Martín Descalzo