Una “nube de testigos” nos acompañan en el camino de la fe

jueves, 17 de agosto de 2017
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Santa Teresita

17/08/2017 – El acto creyente es personal pero siempre implica a otros. En el camino de la fe aparece esta “nube de testigos” de la que habla San Pablo. Son los santos amigos y aquellos familiares y conocidos testigos del evangelio, que se nos anticiparon en el camino pero que nos dejaron una huella.

 

 

 

“Ahora bien, la fe es la garantía de los bienes que se esperan, la plena certeza de las realidades que no se ven. Por ella nuestros antepasados fueron considerados dignos de aprobación. Por la fe, comprendemos que la Palabra de Dios formó el mundo, de manera que lo visible proviene de lo invisible. Por la fe, Abel ofreció a Dios un sacrificio superior al de Caín, y por eso fue reconocido como justo, como lo atestiguó el mismo Dios al aceptar sus dones. Y por esa misma fe, él continúa hablando, aún después de su muerte. Por la fe, Henoc fue llevado al cielo sin pasar por la muerte. Nadie pudo encontrarlo porque Dios se lo llevó, y de él atestigua la Escritura que antes de ser llevado fue agradable a Dios. Ahora bien, sin la fe es imposible agradar a Dios, porque aquel que se acerca a Dios de creer que él existe y es el justo remunerador de los que lo buscan. Por la fe, Noé, al ser advertido por Dios acerca de lo que aún no se veía, animado de santo temor, construyó un arca para salvar a su familia. Así, por esa misma fe, condenó al mundo y heredó la justicia que viene de la fe. Por la fe, Abraham, obedeciendo al llamado de Dios, partió hacia el lugar que iba a recibir en herencia, sin saber a dónde iba. Por la fe, vivió como extranjero en la Tierra prometida, habitando en carpas, lo mismo que Isaac y Jacob, herederos con él de la misma promesa. Porque Abraham esperaba aquella ciudad de sólidos cimientos, cuyo arquitecto y constructor es Dios. También por la fe, Sara recibió el poder de concebir, a pesar de su edad avanzada, porque juzgó digno de fe al que se lo prometía. Y por eso, de un solo hombre, y de un hombre ya cercano a la muerte, nació una descendencia numerosa como las estrellas del cielo e incontable como la arena que está a la orilla del mar. Todos ellos murieron en la fe, sin alcanzar el cumplimiento de las promesas: las vieron y las saludaron de lejos, reconociendo que eran extranjeros y peregrinos en la tierra. Los que hablan así demuestran claramente que buscan una patria; y si hubieran pensado en aquella de la que habían salido, habrían tenido oportunidad de regresar. Pero aspiraban a una patria mejor, nada menos que la celestial. Por eso, Dios no se avergüenza de llamarse «su Dios» y, de hecho, les ha preparado una Ciudad.

Hebreos 11,1-16

 

«Creo en Dios». Es una afirmación fundamental, aparentemente sencilla en su esencialidad, pero que abre al mundo infinito de la relación con el Señor y con su misterio. Creer en Dios implica adhesión a Él, acogida de su Palabra y obediencia gozosa a su revelación. Como enseña el Catecismo de la Iglesia católica, «la fe es un acto personal: la respuesta libre del hombre a la iniciativa de Dios que se revela» (n. 166). Poder decir que creo en Dios es, por lo tanto, a la vez un don —Dios se revela, viene a nuestro encuentro— y un compromiso, es gracia divina y responsabilidad humana, en una experiencia de diálogo con Dios que, por amor, «habla a los hombres como amigos» (Dei Verbum, 2), nos habla a fin de que, en la fe y con la fe, podamos entrar en comunión con Él. Dios al invitarnos nos devuelve lo mejor de nosotros mismos al irnos pareciendo en familiaridad cada vez más a Él.

¿Dónde podemos escuchar a Dios y su Palabra? Es fundamental la Sagrada Escritura, donde la Palabra de Dios se hace audible para nosotros y alimenta nuestra vida de «amigos» de Dios.El escenario más habitual donde Dios habla de sí mismo es la Palabra de Dios. Toda la Biblia es un relato de Dios dándose a conocer a la humanidad; toda la Biblia habla de fe y nos enseña la fe narrando una historia en la que Dios conduce su proyecto de redención y se hace cercano a nosotros, los hombres, a través de numerosas figuras luminosas de personas que creen en Él y a Él se confían, hasta la plenitud de la revelación en el Señor Jesús. Son “una nube de testigos”, una multitud de santos y santas, algunos de nuestros vecinos y conocidos, otros canonizados por la Iglesia. Ellos como testigos van abriendo caminos para quienes venimos detrás.

 

Ver más allá de lo superficial

Es muy bello, al respecto, el capítulo 11 de la Carta a los Hebreos en el primer versículo, dice el texto: «La fe es fundamento de lo que se espera y garantía de lo que no se ve» (11, 1). Los ojos de la fe son, por lo tanto, capaces de ver lo invisible y el corazón del creyente puede esperar más allá de toda esperanza, precisamente como Abrahán, de quien Pablo dice en la Carta a los Romanos que «creyó contra toda esperanza» (4, 18).

Abrahán es la primera gran figura de referencia para hablar de fe en Dios: Abrahán el gran patriarca, modelo ejemplar, padre de todos los creyentes (cf. Rm 4, 11-12). La Carta a los Hebreos lo presenta así: «Por la fe obedeció Abrahán a la llamada y salió hacia la tierra que iba a recibir en heredad. Salió sin saber adónde iba. Por fe vivió como extranjero en la tierra prometida, habitando en tiendas, y lo mismo Isaac y Jacob, herederos de la misma promesa, mientras esperaba la ciudad de sólidos cimientos cuyo arquitecto y constructor iba a ser Dios» (11, 8-10).

En la escucha interior de Dios se despierta el acto creyente. Entra la fe por el oído, y el oído se agudiza al estar más tiempo en esa escucha interior de Dios. Mirar el mundo con ojos de fe como aquellos grandes que fueron capaces de extraer de la realidad lo que no se veía a simple vista y estaba escondido. De esos misterios Dios es el gran revelador. Tenemos cientos de hombres y mujeres que se animaron a caminar en la fe, más allá de los malos augurios de los tiempos, descubriendo la luz en medio de las sombras. Que el Señor nos regale la posiblidad de descubrir en fe, guiados por los testigos, lo que mañana nos espera como promesa suya. 

Aprender a discernir

Para caminar en fe e ir hacia donde Dios nos guía, necesitamos la gracia de discernimiento. Es decir, poder ver los caminos de Dios en medio tantos otros caminos.

Discernir sobre el acontecer de cada día y preguntarle a Dios, por dónde ir. Eso supone diálogo, oración, escucha y discernimiento. ¿Cómo discernir? Con el sentir profundo del corazón. Allí donde en medio de tantas cosas, aparece paz, alegría y entusiasmo, es lo que Dios va mostrando. Aunque te parezca loco eso que se te pide. Los caminos de Dios son siempre más grandes. Dejate guiar por Dios, pedile que te muestre sus caminos y confiá. Nosotros nos confiamos no en la razón para con Dios sino en su autoridad. El primer movimiento del corazón hacia lo que Dios nos muestra por dónde ir es un acto de confianza en la autoridad de quien nos dice “por acá”. Animate a caminar en fe, habiendo orado y discernido, caminos que nunca hubieras imaginado.

Los caminos de Dios no van contra la razón sino mucho más allá de lo convencional, e incluso más allá de lo soñado. Siempre los caminos de Dios son más grandes, por eso la llamada a tener el corazón de niños, que se dejan sorprender. El más allá de Dios, por un lado nos inquieta, y por otro lado nos impulsa a más. ¿Y por dónde más? ¿y cómo? ¿y de qué manera?.

El discernimiento no es en un sólo momento, no es que una vez fijado el gps va sólo. Hay que una y otra vez ir revisando. No sabemos sus caminos, y en ese no saber se esconde un gran secreto. En el saber preguntar está la gran capacidad de encontrarlos. Preguntar creyendo y creer que Dios responde en el discernimiento.

Padre Javier Soteras