Por Padre Javier Soteras | Para LaVoz.com.ar
13/03/2013 00:01
Hijo de un mercader, Francisco de Asís nació en 1182. En su tiempo, la Iglesia se encontraba en una profunda crisis. Pero Francisco recibió de la cruz de San Damián, en su pueblo, un mensaje de Cristo que le habla y le dice: “Reconstruye mi Iglesia”.
La cruz estaba tirada en medio de un templo en ruinas.
Francisco, primero pensó que era aquella edificación ruinosa la que debía reconstruir y, de hecho, comenzó a poner piedra sobre piedra hasta lograr cumplir con lo que su Señor le pedía.
Primero trabajó solo. Luego fueron sumándose otras personas atraídas por la extraña misión. Con el tiempo fueron más y más los frailes que carismáticamente comenzaron a seguir su camino de imitación de Cristo, y muy rápido se multiplicaron por miles a lo largo y ancho de toda Europa.
Esto llevó a Francisco a peregrinar a Roma para pedir una audiencia con el Papa y obtener su permiso para poder vivir según la pobreza evangélica en comunión con el sucesor de Pedro.
Pero Francisco no fue recibido de inmediato y debió permanecer a la puerta de la residencia del sumo pontífice esperando que lo atienda.
En una de esas noches de vigilia, el Papa relató a su sobrino –y este, a su vez, se lo comunicó luego a San Buenaventura– que había visto, en sueños, una palmera que crecía rápidamente. Y también había soñado a Francisco sosteniendo con su cuerpo la Basílica de Letrán, que estaba a punto de derrumbarse. Entonces, el papa Inocencio III mandó llamar a Francisco y aprobó su tarea evangelizadora.
En los próximos días, siglos después de aquel acontecimiento, cuando el cardenal que resulte electo en este cónclave que empezó ayer elija un nombre como Papa, ese nombre esconderá una misión. Es como si, consigo, llevara grabado el ADN del nuevo pontificado. Si –como dice “la foto que habla”– su nombre es Francisco I, estará indicando el camino para volver al Evangelio, llamando al desprendimiento y el amor comprometido con los pobres, ubicándolos en el centro de su gestión pastoral y poniendo la estructura de la Iglesia en la periferia de la atención, para que su organicidad esté evangélica y ordenadamente orientada al anuncio profético.
Un profeta es quien visiona y orienta, en nombre de Dios, sobre los tiempos que vendrán, sepultando con sus palabras el tiempo que fue y no volverá, para el cual no hay lugar a la nostalgia. En medio de tanto desconcierto, en una época de profundos cambios, la Iglesia necesita liberar su acción profética en la voz de quien la guíe.
Entre lo que se cae estará, como dicen nuestros pastores en Aparecida, las estructuras eclesiales obsoletas que sirvieron para un tiempo, pero que ya no son acordes a los tiempos que corren.
Ojalá el nuevo papa se llame “Francisco I”, como reza el cartel del profeta callejero de Roma.
Juan, el más usado
Hasta el primer milenio, los papas eran llamados por su nombre original.
El primero en cambiárselo fue el romano Mercurio, del siglo VI, quien asumió como Juan II. El nombre Juan es el más usado en la historia.
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