Por Padre Javier Soteras | Para LA NACION
Antes de partir hacia Roma, el padre Alejandro Puiggari nos recibió en su hospitalaria parroquia de Palermo. Durante el café, después de la siesta, la conversación giró en torno a la sorpresiva renuncia del papa Benedicto XVI. Nuestra agenda de diálogo incluyó el “Vatileaks”, la homilía del miércoles de ceniza del ahora emérito pontífice y su exhortación a volver a Dios, dejando de lado las estériles luchas por el poder -en un claro mensaje a algunos sectores de la curia romana- los desafíos para la Iglesia de cara a la Nueva Evangelización, el lugar de la mujer en la estructura de gobierno del Pueblo de Dios y las dificultades internas que debía asumir el nuevo Obispo de Roma, todo lo cual nos puso de cara a qué “perfil” debería tener el electo por los 115 cardenales en cónclave.
Aquí algunos rasgos, a nuestro entender: sabiduría y jovialidad, capacidad para ubicarse en cambiantes escenarios del mundo, lenguaje sencillo, capacidad de gobierno desde un claro perfil pastoral cercano al pueblo, discernimiento para no dejarse embrollar por las dificultades eclesiásticas y llevar a la barca de Pedro “mar adentro” y aptitud para conducir una Iglesia que se deje cuestionar y dialogue con el mundo desde una clara identidad católica,
Comenzaron así a aparecer nombres de los que, a nuestro humilde parecer, se podían acercar al “perfil” para un nuevo pontificado. En ese momento del diálogo, Alejandro nombró, entre otros, a un cardenal de Francia,
Recién llegados, no hicimos tiempo de googlear, ni de preguntar. No hizo falta: en medio de una infernal Roma, con su siempre caótico tráfico plagado de ruido de sirenas, apareció, al ingreso del aula Pablo VI, en bicleta y con su vestimenta cardenalicia en la mochila, el cardenal Arzobispo de Lyon, Philippe Barbarin. Para la mayoría de los periodistas acreditados, esta fue la nota de color que pintó el día martes; mientras que, para los que esperamos que el cónclave sea una visita del Espíritu que nos regale la primavera de la Iglesia en el año jubilar del Concilio Vaticano II, fue una primicia destinada a derribar los muros de silencio para comunicar el tesoro más precioso que tenemos para dar al mundo: la vida del Evangelio montada ya no sobre un burro, sino sobre una bicicleta, aunque no fuera el cardenal de Lyon quien la guíe.
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