Mensaje para los catequistas desde la Santa Sede

sábado, 26 de mayo de 2012
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PRIMERA CONFERENCIA
Sumario: 1. Introducción; 2. La perenne tarea de evangelizar; 3. Importancia fundamental del Misterio Pascual, creído, celebrado y vivido, para la Catequesis

Queridos Hermanos en el Episcopado,
Queridos hermanos en el sacerdocio, religiosos, religiosas, catequistas,
1. Introducción
Después de algunos años de mi estancia en la Arquidiócesis de Córdoba, de la que conservo un gratísimo recuerdo, el Señor me ha concedido la gracia de volver a Argentina, invitado por la Comisión Episcopal de Catechesis, con motivo de una circunstancia tan importante y entrañable como es la celebración des IIIº Congreso Nacional de Catequesis.
Este Congreso es la continuación de una larga e inestancable tarea, que se protrae desde el primer Congreso celebrado en Buenos Aires, del 15 al 18 de agosto del año 1962, con el lema “Conocer para amar”, pasando por el segundo Congreso, que tuvo lugar en Rosario del 10 al 12 de octubre de 1987, con ocasión de la conmemoración de los 25 años del primer Congreso y dentro del “Año Catequístico Nacional”, declarado por el Episcopado Argentino, hasta ahora.
Quiera el Señor bendecir y hacer fecunda esta labor de ustedes tan generosa y prolongada en favor de la catequesis en Argentina.
2. La perenne tarea de evangelizar
Estamos en un año muy especial para el empeño que nos convoca, en vísperas del comienza del Año de la Fe proclamado por el Santo Padre Benedicto XVI, mediante la Carta Apostólica, en forma motu Proprio, “Port Fidei”, promulgado en Roma el 6 de enero de 2012, Solemnidad de la Epifanía del Señor.
El Año de la Fe comenzará el 11 de octubre de este año, en el quincuagésimo aniversario de la apertura del Concilio Vaticano II, y concluirá el 24 de noviembre de 2013, Solemnidad de Nuestro Señor Jesucristo, Rey del Universo. En la intención del Santo Padre este Año será una ocasión propicia para que todos los fieles comprendan con mayor profundidad que el fundamento de la fe cristiana es “el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva” (Benedicto XVI, Carta Enc. Deus caritas est, 25 noviembre de 2005, n. 1).

Todos hemos de sentirnos convocados e invitados a poner nuestro granito de arena en esta gran tarea de una nueva evangelización de la sociedad en la que, por gracia de Dios, nos ha tocado vivir. Hemos de sentir la responsabilidad de vivir en primera persona esta gran oportunidad que el Espíritu Santo suscita hoy en la Iglesia. Es el Espíritu de Jesús quien nos hace sentir esta necesitad y esta urgencia de evangelizar, como si fuera la primera vez, sin olvidar los más de veinte siglos que nos preceden y donde tanto y, muchas veces, tan bien se ha realizado por la causa del Evangelio.

Pero la evangelización es siempre nueva y los medios no son nunca ni suficientes ni adecuados a la magnitud de la misión. “Nuestro Señor no vaciló en confiar a un puñado de hombres, que cualquiera hubiera juzgado insuficientes por numero y calidad, la misión formidable de la evangelización del mundo entonces conocido; y a este pequeño rebaño le advirtió que no se desalentase (Lc 12,23), porque con Él y por Él, gracias a su constante asistencia (Mt 28, 20), conseguirían la victoria sobre el mundo (Jn 16,33)” (SC, 47)
El Evangelio es y será siempre actual. Siempre será así. No seremos nunca “suficientes” según el juicio humano, mi los más preparados humanamente, ni disponiendo de los medios adecuados, ayer como hoy. La mies del Reino siempre será mucha y los trabajadores, hoy lo mismo que al principio, son pocos; ni han llegado jamás a un numero tal que el juicio humano lo haya podido considerar suficiente.

La prudencia y el juicio de los hombres no pueden estar por encima de la misteriosa sabiduría de Aquel que, en la historia de la salvación, ha desafiado la sabiduría y el poder de los hombres con su locura y su debilidad (1Cor 1,20-31).
Además, Jesús nos ha enseñado también que el Reino de Dios tiene una fuerza íntima y secreta que le permite crecer y llegar a madurar sin que el hombre sepa cómo (Mc 4,26-29). ¡Cuantas veces hombres que pasaban por muy sabios o muy poderosos, entre sus contemporáneos, han dado por muerta la Iglesia o ha dado por acabado el cristianismo!

Así pues, nada hay más contrario a la fe que el pesimismo o la resignación delante de un mundo secularizado que parece que todo lo arrastra detrás de si, borrando de raíz la fe cristiana de nuestras gentes. El capitulo 1 “Contemplar” del aporte del ISCA para este IIIº Congreso se abre con esta cita estupendo del documento “Juntos para evangelizar”:
“Creemos que la Palabra de Dio es eficaz por sí misma. Por eso la anunciamos con optimismo y alegría. Es una Palabra de comprensión, de esperanza y de misericordia. Cuanto más manifestamos la alegría de la fe, más dispuestos están los hombres a creer en el gran amor que Dios les tiene… Desde el amor misericordioso de Dios Padre queremos asumir la cultura propia de nuestro Pueblo Argentino”.
No nos puede paralizar “el temor”, “el miedo” a evangelizar que nos lleve a “cerrar las puertas” (Jn 20,19), como los discípulos en el Cenáculo, cuando Jesús ya había resucitado, pero aún no se había manifestado a ellos.
¡Qué diferencia entre ese “miedo” y la “fortaleza”, la “valentía” (“parresía”) con que poco después Pedro y los demás apóstoles anunciarán “en la persona de Jesús la resurrección de los muertos” (Hch 4,2).

Efectivamente, entre el miedo y la tristeza anteriores, que los paralizaba, y la fortaleza y alegría posteriores que ningún poder humano o circunstancia fue capaz de detener (cf. Hch 5,34ss), los discípulos han visto a Jesús resucitado y ahora son testigos de que Jesús vive para siempre.

3. Importancia fundamental para la catequesis del Misterio Pascual, creído, celebrado y vivido
Sólo un acontecimiento que se graba en las almas con une fuerza inusitada, extraordinaria, única, es capaz de suscitar un cambio tan radical en la conducta de los discípulos. Para esto no bastan las meras especulaciones teológicas:
“Si Cristo no ha resucitado, nuestra predicación carece de sentido y vuestra fe lo mismo. Además, como testigos de Dios, resultamos unos embusteros, porque en nuestro testimonio le atribuimos falsamente haber resucitado a Cristo (1Co 15,14ss).
“San Pablo – comenta Benedicto XVI – resalta con estas palabras de manera tajante la importancia que tiene la fe en la resurrección de Jesucristo para el mensaje cristiano en su conjunto: es su fundamento. La fe cristiana se mantiene o cae con la verdad del testimonio de que Cristo ha resucitado de entre los muertos. Si se prescinde de esto, aún se pueden toman sin duda de la tradición cristiana ciertas ideas interesantes sobre Dios y el hombre, sobre su ser hombre y su deber ser – una especie de concepción religiosa del mundo -, pero la fe cristiana queda muerta. (…).
Sólo si Jesús ha resucitado ha sucedido algo verdaderamente nuevo que cambia el mundo y la situación del hombre. Entonces Él, Jesús, se convierte en el criterio del que podemos fiarnos. Pues, ahora, Dios se ha manifestado verdaderamente” (J. Ratzinger – Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, II tomo, 281-282).
En la homilía tercera sobre los Actos de los Apóstoles de San Juan Crisóstomo, comentando el paso de la elección de San Matías al Colegio apostólico, il Crisóstomo hace notar como san Pedro exige del candidato que sea uno que los ha acompañado “durante todo el tiempo que el Señor Jesús ha vivido con ellos, comenzando desde el bautismo de Juan hasta el día en que nos fue llevado para que sea constituido testigo con nosotros de su resurrección” (Hch 1,21). Y comenta san Juan Crisóstomo: “no testigo de todo, sino testigo de su resurrección, simplemente (Hom. 3; PG 60, 33-36,38).

En efecto, era necesario, para suscitar la fe, uno que fuese creíble sobre este punto: aquel que comía y bebía con nosotros, aquel que fue crucificado es el mismo que ha resucitado. Este es el punto. No era necesario que fuera testigo de todo el pasado de Jesús (vida pública), ni siquiera de los milagros, sino sólo de la resurrección porque los otros acontecimientos eran conocidos de todos. La resurrección, sin embargo, era conocida a aquellos pocos.
El testimonio de la resurrección contiene en sí todo el Misterio Pascual; “Aquel que murió crucificado es el mismo que resucitó”.

Cuando, en el capitulo 15 de la Primera Carta a los Corintios, San Pablo testimonia la resurrección subraya con gran vigor – como lo hace, por lo demás, en el relato de la Última Cena (1 Co 11,23-26) – que no propone palabras suyas: “Porque lo primero que yo os trasmití, tal como lo había recibido, fue esto” (15,3).
Con ello, Pablo se engrana, conscientemente, en la cadena del “recibir y trasmitir”. En esto, tratándose de algo esencial, de lo que todo lo demás depende, se requiere sobre todo fidelidad.
Pablo que, en muchas ocasiones, ha recalcado con vigor su testimonio personal del Resucitado y su apostolado recibido directamente del Señor, mostrando una gran libertad de espíritu, aquí, sin embargo, insiste – y estamos en la confesión más importante en absoluto de los testimonios sobre la resurrección – en la fidelidad literal de la transmisión de lo que ha recibido, en que se trata de la Tradición común de la Iglesia, ya desde los comienzos.
Hay en ello – me parece – una pauta muy importante para la catequesis: una cosa es transmisión de experiencias personales o comunitarias de la fe, que deben estar presentes en la catequesis, y otra es la transmisión fiel de “lo que se ha recibido”, que no depende de estados de ánimo, de cultura diversa, de preparación intelectual, de experiencias personales etc. Sino de algo objetivo, fijado, que esta ahí, independiente de mi persona, podríamos decir.

De este “Evangelio”, del que habla San Pablo, “en el que estáis fundados y por el cual os salvaréis, si es que lo conserváis tal como os lo he trasmitido” (15, 1s), de este mensaje central no solo interesa el contenido, sino también la formulación literal, a la que no se puede añadir ninguna modificación.
De esta vinculación con la tradición, que proviene de los comienzos, se derivan tanto su obligatoriedad universal como la uniformidad de la fe: “Tanto ellos como yo, esto es lo que predicamos; esto es lo que habéis creído” (15,11). En su núcleo, la fe es una sola incluso en su misma formulación literal: ella une a todos los cristianos.
He aquí el texto en su conjunto tal como lo trasmite San Pablo:
“Que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras / que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras / que se apareció a Cefas y más tarde a los Doce / después se apareció a más de quinientos hermanos juntos, la mayoría de los cuales viven todavía… / después se le apareció a Santiago, después a todos los apóstoles / por último, como a un aborto, se apareció también a mi” (1 Co 15, 3-8).
Según la opinión de la mayor parte de los exegetas, la verdadera confesión original acaba con la aparición a Cefas y a los Doce (v. 5).

En todo caso, destaquemos, ya desde ahora – aunque lo retomaremos mas tarde -, la importancia fundamental de las dos frases que entran en la confesión de fe, es decir – “por nuestros pecados” y “según las Escrituras” – para entender como se comportaba la Iglesia naciente respecto a los hechos de la vida de Jesús. Dejemos “por nuestros pecados” y fijémonos en la segunda afirmación: “según las Escrituras”.
Lo que el resucitado había enseñado a los discípulos de Emaús se convierte ahora en la prueba fundamental y paradigma para entender a Jesús mismo, su vida, su horrible pasión, su muerte, su resurrección y para su transmisión a todas las gentes: todo lo sucedido a Él es cumplimiento de la “Escritura”. Así debe ser creído.
Pero el Misterio Pascual no es un acontecimiento del pasado sino que es vivo y actual, es celebrado, actualizándolo, en la sagrada Eucaristía. Justamente, la constatación experimental que son muchos los bautizados que no participan de la Eucaristía, pudiendo hacerlo, nos interpela profundamente a una catequesis seria de Iniciación Cristiana y de Catequesis Permanente.

“Tenemos un alto porcentaje de católicos sin conciencia de su misión de ser sal y fermento en el mundo, con una identidad cristiana débil y vulnerable”, observa el Documento final de Aparecida (Aparecida, 286). “Es necesario que los cristianos experimenten que no siguen a un personaje de la historia pasada, sino a Cristo vivo, presente en el hoy y el ahora de sus vidas (…)

El encuentro con Cristo en la Eucaristía suscita el compromiso de la evangelización y el impulso a la solidaridad; despierta en el cristiano el fuerte deseo de anunciar el evangelio y testimoniarlo en la sociedad para que sea más justa y humana. De la Eucaristía han brotado a lo largo de los siglos un inmenso caudal de caridad, de participación en las dificultades de los demás, de amor y de justicia. Sólo de la Eucaristía brotará la civilización del amor, que trasformará Latinoamérica y el Caribe para que, además de ser el continente de la esperanza, sea también el continente del amor!” (Benedicto XVI, Discurso inaugural de Aparecida), “de modo que teniendo cada día ante nuestros ojos y en nuestras manos el memorial de la pasión de Cristo, recibiéndolo en nuestros labio y en nuestro pecho, conservemos el recuerdo indeleble de nuestra redención” (San Gaudencio de Brescia, Tratado 2: CSEL 68,30-32).
La contemporaneidad eucarística del Resucitado al cristiano de todos los tiempos, en su experiencia de vida y libertad concreta, asegurada sacramentalmente por obra de la potencia del Espíritu Santo, es expresión asimismo de la novedad de la resurrección.

La vida de Jesús resucitado no es simple sobrevivencia! En efecto, la resurrección de Cristo es una “especie de radical salto de cualidad en la que se manifiesta una nueva dimensión de la vida, del ser hombres” (J. Ratzinger – Benedicto XVI, II, p. 303).
Se comprende así bien porque la Iglesia haya hablado desde muy pronto de la Eucaristía como “pignus futurae gloriae” y como lo haya siempre considerada como “el testimonio” por excelencia de la presencia de Cristo vivo en medio de nosotros.

Se trata por tanto de destacar la novedad absoluta del Misterio Pascual no solo para ser creído y celebrado en la liturgia sino también para ser vivido: el Misterio Pascual, a través del bautismo, es nueva generación, nuevo nacimiento, al que corresponde un nuevo modo de vivir y comportarse e, incluso, una nueva creación donde el cielo y la tierra se unen (“cielos nuevos y tierra nueva” 1P) (Rm 8):
“la resurrección de Cristo abre de par en par el infierno. Los neófitos renuevan la tierra. El Espíritu Santo abre el cielo. La tierra renovada reflorece. El cielo abierto acoge a cuantos llegan… la luz de Cristo resucitado es día sin noche, día que no conoce atardecer… ese día es el mismo Hijo, en el cual el Padre que es día sin principio hace resplandecer el sol de su divinidad” (San Máximo de Turín, obispo, Disc. 53,1-2.4; CCL 23,214-216).

He querido detenerme sobre este punto de la importancia fundamental del Misterio Pascual porque es clave en la configuración de la Catequesis de acuerdo con el modelo de la Iniciación Cristiana catecumenal, la cual es “un camino progresivo de discipulado, asistido y acompañado; y todo impregnado por el misterio de la Pascua de Cristo” (SENAC, 19).
La pregunta es si estamos dispuestos a creer y testimoniar hoy este Misterio, a celebrarlo y a vivirlo, con toda la fuerza y la convicción de nuestros primeros hermanos en la fe. Si no somos también nosotros, quizás, hijos de pensamiento “ilustrado” para el que, después del cambio de la imagen científica del mundo, la fe en la resurrección de Jesús ha de considerarse “obsoleta” (cf. Ibid. P. 287). De ahí la importancia de este Año de la fe que quiere centrar nuestra atención en el Concilio Vaticano II y en el Catecismo de la Iglesia Católica y, por tanto, también de la Catequesis y el modo de hacer catequesis.

Mons. Celso Morga Iruzubieta, Arzobispo Secretario de la Congregaci