La fiesta de todos los Santos celebra lo que San Juan describe como “una gran muchedumbre que nadie podía contar, de todas las naciones, tribus y lenguas”; los que gozan de Dios, canonizados o no, desconocidos las más de las veces por nosotros, pero individualmente amados y redimidos por Dios, que conoce a cada uno de sus hijos por su nombre y su afán de perfección.
Festejamos con alegría a los Santos, pues creemos “que gozan de la gloria de la inmortalidad”, en donde interceden por nosotros. Cada santo vive intensamente la visión de Dios y su amor, mas su conjunto forma una ciudad, “la Jerusalén celeste”, un Reino abierto a cuantos vivan de acuerdo con las Bienaventuranzas. Son la Iglesia del cielo.
La Gloria de los santos, nuestros hermanos, procede de Dios, cuya imagen reproduce cada uno de ellos de una manera única. Por consiguiente, al venerarlos, proclamamos a Dios “admirable y solo Santo entre todos los Santos”.
Todos fueron salvados por Cristo, todos nacieron de su costado abierto. Este es el motivo por el que el lugar por excelencia de comunión con los Santos es la Eucaristía. En ella les santificó el Señor Jesús con la plenitud de su amor”; en ella podemos también nosotros suplicarle con humildad a Dios que nos haga pasar “de esta mesa de la Iglesia peregrina al banquete del Reino de los cielos”.