Ejercicios ignacianos desde San Rafael: el hijo pródigo

miércoles, 18 de septiembre de 2019
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En la 2º jornada de Ejercicios Ignacianos para la vida cotidiana, transmitidos por el Padre Javier Soteras desde San Rafael (Mendoza), nos adentramos en la parábola del hijo pródigo, la experiencia de pecado y de la misericordia de Dios.

El Hijo Pródigo

“Jesús dijo también: «Un hombre tenía dos hijos. El menor de ellos dijo a su padre: “Padre, dame la parte de herencia que me corresponde”. Y el padre les repartió sus bienes. Pocos días después, el hijo menor recogió todo lo que tenía y se fue a un país lejano, donde malgastó sus bienes en una vida licenciosa. Ya había gastado todo, cuando sobrevino mucha miseria en aquel país, y comenzó a sufrir privaciones.

15 Entonces se puso al servicio de uno de los habitantes de esa región, que lo envió a su campo para cuidar cerdos. El hubiera deseado calmar su hambre con las bellotas que comían los cerdos, pero nadie se las daba. Entrando en sí mismo recapacitó y se dijo: “¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia, y yo estoy aquí muriéndome de hambre!”. Ahora mismo iré a la casa de mi padre y le diré: “Padre, pequé contra el Cielo y contra ti; ya no merezco ser llamado hijo tuyo, trátame como a uno de tus jornaleros”. Entonces partió y volvió a la casa de su padre. Cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió profundamente, corrió a su encuentro, lo abrazó y lo besó. El joven le dijo: “Padre, pequé contra el Cielo y contra ti; no merezco ser llamado hijo tuyo”.

Pero el padre dijo a sus servidores: “Traigan enseguida la mejor ropa y vístanlo, pónganle un anillo en el dedo y sandalias en los pies. Traigan el ternero engordado y mátenlo. Comamos y festejemos, porque mi hijo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y fue encontrado”. Y comenzó la fiesta. El hijo mayor estaba en el campo. Al volver, ya cerca de la casa, oyó la música y los coros que acompañaban la danza. Y llamando a uno de los sirvientes, le preguntó que significaba eso. El le respondió: “Tu hermano ha regresado, y tu padre hizo matar el ternero y engordado, porque lo ha recobrado sano y salvo”. El se enojó y no quiso entrar. Su padre salió para rogarle que entrara, pero él le respondió: “Hace tantos años que te sirvo sin haber desobedecido jamás ni una sola de tus órdenes, y nunca me diste un cabrito para hacer una fiesta con mis amigos. ¡Y ahora que ese hijo tuyo ha vuelto, después de haber gastado tus bienes con mujeres, haces matar para él el ternero engordado!”. Pero el padre le dijo: “Hijo mío, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo. Es justo que haya fiesta y alegría, porque tu hermano estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado”».

Lc 15,11-32

 

El capítulo 15 de Lucas es el que mejor declara la noción de pecado como aparece relatado en los Evangelios sinópticos. No es casual que sea el pasaje que más ternura nos regala del amor de Dios. La enseñanza principal de las tres parábolas (de la oveja perdida, de la dracma perdida y de la vuelta a la casa del padre del hijo que había malgastado sus bienes) recae sobre un lugar común; éste en el que nos abrimos en la primera semana, con vergüenza y confusión de nosotros mismos, como dice la invitación a la gracia que hay que pedir en la primer semana de ejercicios.

La misericordia de Dios es grande. El mensajero y el instrumento es Cristo nuestro Señor.

Su amor de padre sigue siendo incomprensible, no sólo para los servidores, sino para el mismo hijo mayor. Nadie entiende, en realidad, como es que se arma la fiesta. La de la misericordia divina es una lógica distinta y, para comprenderla, de algún modo, hay que ponerse en los zapatos del padre. Por eso se ha dicho que, en lugar de llamarse del hijo pródigo, debería llamarse la parábola del padre de la misericordia, porque en el centro de la escena está el padre de la misericordia.

El pecado

De esta parábola se puede deducir una doctrina muy precisa sobre el pecado y su naturaleza. La parábola opone dos nociones de pecado y dos nociones de justicia. El hijo mayor, aunque no representa propiamente a los fariseos, tiene una idea de la justicia muy semejante a la de ellos: se funda en la noción de la retribución por el mérito. Esta justicia consiste esencialmente en salvaguardar el orden por fuera, mucho más que las relaciones personales entre el hombre y Dios, desde el lugar donde el hombre es llamado a vincularse con Dios, desde las entrañas de su ser, lo que las Sagradas Escrituras definen como “corazón”.

Lo que piensa el hijo mayor (“ha despilfarrado tu herencia” cfr Lc. 15,30). De acuerdo con la idea que se había formado de la justicia y del pecado, así presenta él esta transgresión del hijo menor. Pero ésta no es la enseñanza de la parábola. La enseñanza es que el hijo pródigo ha ofendido a su Padre rehusando a ser su Hijo (“Padre, dame la parte de herencia que me corresponde”). Está parado en un lugar de querer anticipadamente lo que no le pertenece. Y este lugar es de profunda ofensa al sentimiento del padre. Sin

embargo, con todo la libertad paterna, y sabiendo que es desde ese lugar donde él, todavía, puede ejercer paternidad sobre su hijo, sigue la corriente del deseo de su hijo y le da lo que le pide. Desde ahí comienza una nueva historia, porque el hijo se pierde, aunque después la historia dice que todo termina bien, gracias al amor materno del padre.

El regreso al Padre

¿Cómo se tradujeron estas sensaciones de autosuficiencia y de divinidad en el corazón del hijo que partió de la casa del padre? Alejamiento de la familia, y alejamiento de Dios; mal uso de todos y cada uno de los bienes que había recibido, malgastó sus bienes; pérdida de la conciencia moral, se enredó en historias que le hicieron mucho daño.

Desde este lugar, él toma una decisión, se determina a hacer algo distinto. Quiere salir de la muerte que le genera el pecado y se dice “ahora mismo iré a la casa de mi padre y le diré: “Padre, pequé contra el Cielo y contra ti”. Por eso nosotros, a la luz de su bello testimonio, queremos que el Padre nos muestre lo que en nosotros no va más para dar un paso más y volver a su encuentro.

Para la vuelta, hay una conciencia que se despierta. En el verso 17 aparece esta conciencia nueva que emerge en el hijo que se apartó: “Entrando en sí mismo recapacitó y se dijo: “¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia, y yo estoy aquí muriéndome de hambre!”. Y a partir de allí, decidió volver a la casa de su padre.

Es imposible comenzar este camino de retorno a lo que hemos perdido, dejando entre jirones las partes más bellas de la vida, habiéndonos llenado de barro, de tierra, habiendo perdido dignidades, alegrías y gozos, esto que la vida nos hace cuando nos pega algunas cachetadas y nos hiere desde este lugar de pérdida de la conciencia de Dios; es importante para recuperar esa conciencia del rostro de Dios en nosotros y decir volveré a aquél lugar de vida que es la presencia de Dios, mi Padre, entrar en sí mismo.

Y es bueno preguntarse ¿qué me ayuda a entrar en mí mismo? ¿Qué ayuda a entrar en uno mismo? un momento de oración, el encuentro con la Palabra, el rezo del Rosario, la contemplación de un paisaje, el recordar cosas bellas, el tener fresco en tu corazón lo mejor de la infancia, son lugares donde la vida está latiendo con toda su frescura. Es desde allí donde se puede hacer pie en medio del barro. Si pudiéramos representar el pecado como el barro, el punto de apoyo es el volver sobre sí mismo, y las cosas que te permiten encontrarte con lo más genuino tuyo. Desde allí sí se puede decir “volveré a la casa de mi Padre

y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. No merezco ser llamado hijo tuyo. Por lo menos, trátame como a tu jornalero”, No hay lugar para el discurso del hijo. Ahora el discurso es del padre. El hijo tuvo su discurso, pero queda como nada al decir del padre. El decir del padre arranca con un gesto que habla más que mil palabras: salió corriendo, lo abrazó, lo besó. En el beso y el abrazo lo envolvió con su paternidad y le devolvió la dignidad que había perdido, habiendo quedado desnudo frente a todo mal uso de su libertad. Y comienza a poner las cosas en su lugar, hagamos una fiesta.  Lo viste, le pone un anillo, calzado, ropa nueva, le devuelve su lugar. El protagonismo del padre es ése, ponernos en nuestro lugar, devolvernos a ese lugar. Y nos decidimos como el hijo: “volveré a la casa de mi Padre”. En esa decisión de vuelta el padre, que nos atrae con su mirada y su presencia, nos regala la posibilidad de ubicarnos, devolviéndonos la dignidad, la vida.

El gozo del Padre

¡Cuánta alegría hay en el corazón del Padre! Toda la alegría. Él expresa: “Comamos y festejemos, porque mi hijo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y fue encontrado”. la alegría del Padre no está en las razones que él tenía, de haberle dicho no te vayas, te va a ir mal, esperá un poco, no te apures; no está en tenía razón. Sino en qué bueno volverlo a ver.  ¡Qué bien es a los ojos del padre lo mal que está el hijo, ¿qué increíble esto, no? El padre podría haber dicho ¡qué desastre, qué le pasó?! Pero no le interesa qué perdió, ni dónde anduvo enredado; no le pregunta nada. Lo abraza, lo besa y lo reviste.

Así es el Padre Dios. No te va a preguntar nada. El te abraza, déjate abrazar por su amor.