La crisis del discípulo: Jesús se muestra como crucificado

viernes, 6 de abril de 2007
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Este es el anuncio de Adriana Gile del Viernes Santo, durante el Retiro de Pascua de Radio María:

Primera Parte: Jesús se muestra como crucificado. La crisis del discípulo

 

 

Introducción

 

Hemos compartido ayer una hermosa jornada donde el Señor se nos ha revelado como alguien que sale a nuestro encuentro y nos anima a seguirlo.

Y hemos visto cómo esta situación se da en muchos pasajes del Evangelio, donde el Señor va al encuentro de las personas, se les revela y produce en ellos tal fascinación, que ellas lo siguen sin dudar (los apóstoles, zaqueo, la samaritana, etc) en ocasiones dejandolo todo.

 

Nosotros también hemos vivido en algun momento de nuestra vida esta experiencia (o la estamos viviendo), por eso estamos aquí.

 

Incluso ayer hemos expresado al Señor (en la oración y con un gesto) nuestro deseo de seguirlo en el camino, es decir, responder “sí” al llamado que nos hizo cuando nos salió a nuestro encuentro.

 

En esta mañana vamos a avanzar un poco más en este camino que Jesús le propuso a sus discípulos, y por ende, nos lo propone a nosotros que también lo somos, y nos vamos a encontrar con que tal fascinación se acaba a medida que se avanza en el conocimiento de Jesús.

 

Porque el Señor nos va revelando que el camino del seguimiento “es angosto y estrecha la puerta” y no logramos comprender, como les sucedió a los discípulos, la realidad de que el seguimiento, también pasa por la cruz.

 

 

LA CRISIS

 

Ante la posibilidad de la cruz, los discípulos ( y nosotros con ellos) lo primero que hacemos es negar y rechazar esa posibilidad.

No deseamos sufrir y queremos que nuestro camino con Jesús se desarrolle sin contrariedades, ni problemas, ni persecuciones, en fin, sin sufrimientos.

 

Sin embargo, Jesús, lejos de tener una actitud demagógica (de ocultar o disfrazar la realidad para ganar más adeptos) enseguida se muestra con la verdad, y allí viene la negación o el rechazo.

Le sucedió a Pedro, cabeza del Cuerpo Discipular, lo vemos en Mc. 8, 31-35:

 

“Luego comenzó a enseñarles que el Hijo del Hombre debía sufrir mucho y ser rechazado por los notables, los jefes de los sacerdotes y los maestros de la Ley, que sería condenado a muerte y resucitaría a los tres días. Jesús hablaba de esto con mucha seguridad.

Pedro, pues, lo llevó aparte y comenzó a reprenderlo. Pero Jesús, dándose la vuelta, vio muy cerca a sus discípulos. Entonces reprendió a Pedro y le dijo: "¡Pasa detrás de mí, Satanás! Tus ambiciones no son las de Dios, sino de los hombres."

 

Hay muchos otros pasajes donde, Jesús manifiesta con mucha claridad y seguridad las caracteristicas de su seguimiento: seguimos leyendo Mc 8:

 

“Luego Jesús llamó a sus discípulos y a toda la gente y les dijo: "El que quiera seguirme, que renuncie a sí mismo, tome su cruz y me siga. Pues el que quiera asegurar su vida la perderá, y el que sacrifique su vida (por mí y) por el Evangelio, la salvará” (vs 34-35).

    

Ante la revelacion de Jesús, se produce entonces el rechazo e incluso el alejamiento de muchos de sus seguidores. Nos dice la palabra, por ejemplo, cuando el Señor se revela como Pan de Vida, se produce el desconcierto de muchos:

 

Al escucharlo, cierto número de discípulos de Jesús dijeron: "¡Este lenguaje es muy duro! ¿Quién querrá escucharlo?" (Jn 6, 60)

 

“a partir de entonces muchos de sus discípulos volvieron atrás y ya no andaban con él» (Jn. 6, 66).

 

Y volviendo a la revelacion de su muerte en la cruz la Palabra nos dice:

 

“Jesús tomó aparte a los Doce y les dijo: "Estamos subiendo a Jerusalén y allí se va a cumplir todo lo que escribieron los profetas sobre el Hijo del Hombre: será entregado al poder extranjero; será burlado, maltratado y escupido; y después de azotarlo, lo matarán. Pero al tercer día resucitará." Los Doce no entendieron nada de aquello. Este era un lenguaje misterioso para ellos y no comprendían lo que decía.” (Lc. 18, 31)

 

Jesús revela una imagen no querida ni buscada. Que será mucho más manifiesta cuando se cumpla todo lo que anunciaba, es el momento de su crucifixión.

Una imagen que pone en crisis las expectativas de su mesianismo y la fe del discípulo es puesta a prueba.

 

Los discípulos tienen una imagen de Dios, que no coincide con el rostro que Jesús revela de su Padre y de sí mismo (porque dijo Jesús: “quien me ve a mí, ve al Padre”).

 

Nos cuesta aceptar la imagen de un Padre que permite el sufrimiento, o que abandona a sus hijos. Los discípulos vieron y escucharon a Jesús decir en la cruz. “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”. Sin embargo la Palabra nos dice que Dios es amor…y como les sucede a los discípulos no comprendemos nada.

 

Y aquí podemos recordar esos dos momentos cumbres que señalan el inicio del camino hacia su pasión y el culmen de la misma (y que están frescos en nuestra memoria). El domingo de Ramos y este Viernes santo de la Pasión del señor.

 

El mismo pueblo que vitoreaba al Señor con ramos y palmas en su ingreso a Jerusalén, hoy pide su muerte.

 

A veces nos extraña este pasaje del evangelio, sin embargo, ¡¿Cuántas veces pasamos nosotros por las dos situaciones?!

 

Cuando está todo bien (trabajo, familia, salud) alabamos y bendecimos al Señor…cuando llega la hora de la Cruz…nos rebelamos…

¿no estamos actuando de la misma manera?

 

Dice René Trossero en uno de sus libros: “Dios no es menos Dios, más justo o más injusto, más bueno o más malo, cuando naces que cuando mueres.

O crees en Él siempre, o no crees nunca…” 

 

– ¿Cual es el rostro de Dios en el que creo? ¿se borra este rostro a la hora de la cruz en mi vida? ¿Cuál aparece?

 

 

 

Segunda Parte: El rostro de Dios

 

Todos ansiamos conocer el rostro verdadero de Dios.

 

Queremos verlo.

 

Ya lo reza el salmo 41: “Como busca el ciervo corrientes de agua, así mi alma te busca a ti, Dios mío; tiene sed de Dios, del Dios vivo: ¿cuándo entraré a ver el rostro de Dios?".

 

Se dice, no sin cierta razón, que la cara es el espejo del alma. Los diferentes aspectos de nuestro rostro manifiestan por lo general nuestro estado de ánimo: alegría, tristeza, sorpresa, ansiedad, ira, apacibilidad, compasión, amor… Y es innegable que la expresión de nuestra cara, a menos que finjamos, influye poderosamente en nuestra relación con otros. En el éxito de la comunicación pocas cosas influyen más que la expresión del rostro. ¿Puede aplicarse esa observación a nuestra relación con Dios? Dicho de otro modo: ¿Podemos hablar del rostro de Dios?

 

Nosotros sabemos que «Dios es Espíritu» (Jn. 4:24). Pero aun si la faz de Dios tuviese una expresión física, al hombre le estaría vedado contemplar su gloria. Recordemos  a Moisés, su siervo escogido, Dios le dijo: «No podrás ver mi rostro, porque ningún hombre podrá verme y seguir viviendo» (Ex. 33:20).

 

 A lo sumo el hombre ha visto las maravillosas obras de Dios, sus milagros, su acción redentora en favor de su pueblo, sus intervenciones en el control de la historia del mundo, etc. Pero el rostro de Dios nadie lo ha visto.

 

Con todo, muchos -creyentes incluidos- se imaginan a Dios como un anciano de largas barbas que cabalga majestuoso sobre nubes.

Su rostro, más que confianza, inspira temor al juicio venidero. Pero no es esta imagen la que corresponde al concepto bíblico de Dios.

 

Esencialmente, y en la mayoría de los casos, el semblante de Dios no refleja cólera, sino amor. No tiene por finalidad asustar, sino alentar; no turbar, sino infundir paz. A Moisés le dijo Dios: «Mi rostro irá contigo y te haré descansar» (Ex. 33:13-14).

 

 

EL ROSTRO DIVINO Y CRISTO

 

La auténtica faz de Dios sólo podemos verla en la persona de su Hijo unigénito, el Verbo divino, aquel que dijo: «El que me ha visto a mí, ha visto al Padre» (Jn. 14:9).

 

«Dios resplandeció para iluminación del conocimiento de la gloria de Dios en la faz de Jesucristo», dice San Pablo (2 Co. 4:6).

 

Por supuesto, tampoco podemos hacernos una idea cabal de la cara física de Jesús, pese a los esfuerzos de eminentes artistas que lo han pintado con respetuosa imaginación.

 

A Cristo sólo podemos conocerle a la luz del Evangelio, «por fe, no por vista» (2 Co. 5:7). Sólo así llegamos a contemplar la belleza de su carácter, la generosidad de su amor, la fidelidad de sus promesas, lo impresionante de su obra, todo ello reflejo de las características de Dios.

 

Jesús nos revela el rostro de un Dios que es Padre.

 

Y el sentido de la vida cristiana consiste en aprender a vivir en comunión de hijos con el Padre Dios, como Jesucristo, quien para ello nos regala la fuerza de amor del Espíritu Santo.

Pero el Padre ha querido tener muchos otros hijos en Cristo, y nos pide a cada uno aprender también a vivir en comunión de hermanos con ellos.

 

Modelo perfecto de nuestra vocación es Jesucristo.

 

Jesús—ante nada— es el Hijo del Padre. Toda su vida gira en torno a El: "Salí del Padre y he venido al mundo; ahora dejo otra vez el mundo y voy al Padre" (Juan 16, 28).

 

 Su venida al mundo ha sido únicamente para revelarnos el rostro del Padre, con sus palabras, pero también con todo su ser.

 

Porque El, su Hijo Unigénito, es la "imagen" visible del Padre invisible (Colosenses 1,15),

quien no posee más rostro que el del Amor que lo constituye (1 Juan 4,8) y del cual Cristo —a través de su   rostro y   amor humanos— representa el más puro espejo.

 

 El "Evangelio" de Jesús, es decir, la "Buena Nueva" que El viene a anunciarnos, es ésa: Que Dios es Padre, que nos ama infinitamente, y que, mediante El, nos invita a gozar de la incomparable  alegría de ser sus hijos.

Esta alegría y ternura filial, de la que desborda su corazón, la expresa Jesús a través del apelativo sorprendente que usa para dirigirse a Dios: "Abbá"= "Papá" Esta era su palabra típica y querida: "Papá" y no "Padre". Fue lo que escandalizó a los judíos. Llamar a Dios "Padre", en un sentido simbólico (en cuanto autor de la vida), era uso corriente en el Antiguo Testamento.

Sin embargo, Jesús emplea en su trato con el Todopoderoso, con el "Innombrable", la palabra propia de los hijos verdaderos: la del niño pequeño que recién comienza a balbucear y pronuncia aquellas dos indefinidas sílabas con la vocal "a", que nosotros entendemos como "pa-pá" y que los judíos escuchaban como "ab-bá".

 

Jesús hace esto con pleno derecho: porque verdaderamente es Hijo de Dios.

Un derecho que El viene a participamos.  

Pues su misión es volver con nosotros al Padre.

 

Mientras hacemos un canto podríamos preguntarnos: ¿Que experiencias de mi vida me han facilitado o me han dificultado el poder decirle a Dios “Abba” “Papá” “Papi”?

 

 

 

Tercera Parte: El rostro crucificado

 

EL MISTERIO DE LA CRUZ Y LA PRUEBA DE LA FE

 

Juan Pablo II, en Tercio Milenio Adveniente, en el apartado dedicado al rostro Doliente de Cristo (punto 25) nos dice:

 

“La contemplación del rostro de Cristo nos lleva a acercarnos al aspecto más paradójico de su misterio, como se ve en la hora extrema, la hora de la cruz”

 

Contemplar a Cristo crucificado hace tambalear (como les sucedió a los discípulos) la Fe que en el comienzo parecía tan fuerte…

 

La experiencia ha mostrado que una de las virtudes más difíciles de mantener es la perseverancia, especialmente en el discipulado cristiano. Muchos creyentes son capaces de auténticas proezas en un momento dado; pero carecen de la energía suficiente para perseverar en el camino, sobre todo a la hora de la cruz.

 

Las dudas surgen, aun en el más creyente. Y si no pensemos en Juan El Bautista, por la pregunta que hace, nos parece que no podía entender que, si Jesús era el Mesías prometido, instaurador del reino de Dios, permitiera injusticias como la de su encarcelamiento

 

Y hasta tal punto la oscuridad en esto turbaba su fe que envió a dos de sus discípulos con un mensaje angustioso, una pregunta que le corroía el alma: «¿Eres tú el que había de venir o esperaremos a otro?» (Mt. 11:3).

La respuesta del Señor fue una referencia a las maravillas de su obra, que nadie podía negar. La grandeza del Cristo de los evangelios es tal que las dudas quedan acalladas.

 Y lo sublime de sus enseñanzas robustece la fe.

 

Nosotros también tenemos como Juan nuestros momentos de oscuridad en la fe.

 

Oscuridad que se pone de manifiesto en los momentos de cruz, donde, como Jesús, pedimos al Padre que “aleje de nosotros el cáliz del sufrimiento”.

 

Es sumamente difícil imaginarse a Dios contemplando impasible a su Hijo en la cruz.

 

Richard Bauckham decía: «Solamente si podemos decir que Dios mismo estaba implicado en el sufrimiento de Cristo en la cruz podemos hacer justicia al lugar de la cruz en la fe cristiana».

 

Si es así, no parece justificado buscar el rostro de Dios como el anciano sentado allá en la nubes. Es mucho más iluminador contemplarlo a la luz del Calvario.

 

El Papa lo dice en el documento al que hacíamos mención: es paradójico, es un misterio, que nunca acabaremos de conocer en su total profundidad.

Que para devolver al hombre el rostro del Padre (que es el rostro crucificado de Cristo "Quien me ve a mí, ve al Padre" le dice a Felipe) Jesús debió, no sólo asumir el rostro del hombre, sino cargarse incluso el rostro del pecado, como dice san Pablo: “Quien no conoció pecado, se hizo pecado por nosotros, para que viniésemos a ser justicia de dios en él” (2 Co 5, 21).

 

Si Dios es sensible ante la cruz también lo es frente al sufrimiento humano en general.

 

Recordemos Is. 63:9: «En toda angustia de ellos él fue angustiado». Incluso en los padecimientos más angustiosos. Aunque no entendamos la aparente lejanía de Dios en los grandes dramas de la humanidad (odios, guerras, campos de concentración, genocidios, etc.). ¿Dónde estaba Dios cuando en los campos de exterminio nazis morían millones de víctimas? ¿Qué hacía?

 

Estaba preparando un principio de esperanza.

 

Sí; de un modo que excede a nuestra comprensión, Dios sufre.

 

 

EL GRITO DE JESÚS

 

 

– Es una cruda paradoja la que emerge en el grito de dolor con el que el Señor entrega su espíritu (Lc. 23, 44 y 55).

 

Paradoja porque es un grito de muerte, pero a la vez de vida.

Grito de fracaso aparente, pero a la vez de Victoria.

 

Un grito que podríamos identificar como un grito de parto, el parto de un nuevo Génesis.

 

El Antiguo Génesis, de Adán y Eva, creada de su costado, da lugar, con el sacrificio de Cristo, en un Nuevo Génesis: Cristo el nuevo Adán, la Iglesia, nacida de su costado abierto, la nueva Eva.

 

Volviendo al rostro de Dios, recordemos que en el principio, el hombre fue hecho a imagen de Dios.

Y en esta segunda creación, en el nuevo Génesis, el hombre es «modelado conforme a la imagen de Cristo». Y dado que Cristo es imagen de Dios (2 Co. 4:4), se sobreentiende que el creyente ha de reflejar el rostro de Dios, con las mismas características que vemos en Cristo.

Esta idea es expresada admirablemente por la Palabra de Dios cuando en Romanos 8:29 dice: «a los que de antemano conoció, también los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo».

 

El grito de Jesús es un grito de parto pero además es un grito de triunfo, es el grito de victoria que dan los héroes en las batallas, será por eso que el capitán (que conoce de batallas, de gritos de victoria) se conmueve (Lc. 23, 43-47).

 

          Hoy recordamos tambien el grito conmovedor que da Jesús en la Cruz (Mateo 27, 46):  “Elí, Elí, lamá sabactaní”  y que significa “Dios mío, Dios mio, por qué me has abandonado?”

          Creo que Jesús nunca fue más “hombre” como cuando lanzó este grito.

Porque, ¿Cuántas veces, ante el dolor, ante la cruz, ante el sufrimiento propio o de un ser querido, ante la muerte, gritamos a Dios: “¡¿Por qué?!!” ¿Por qué?”

 

A veces, con buena intención, queremos suavizarlo y le decimos al que grita: “No preguntes ‘por qué’, sino ‘para qué’”

 

Jesús no gritó. “Para qué me has abandonado?”

 

En realidad, el Señor sabía el “para qué”, sino, no hubiese aceptado la cruz.

Como Mesías conocía el “para qué”, como hombre gritó “por qué?”

 

Es nuestro grito.

El “para qué” en la mayoría de los casos (sino en todos) no lo sabemos, no lo conocemos, y caminamos en la confianza de que hay un “para qué” pero no lo vemos.

 

Nuestro grito, generalmente, es el “Por qué?” y Jesús tambien lo gritó.

Y como nosotros en muchos casos, Él tampoco tuvo respuesta.

Hasta eso quiso asumir de nosotros Jesús. ). En Cristo, Dios no fue ajeno a ninguna de nuestras necesidades; compartió nuestros padecimientos.

 

Así que, hermano-a, no está mal que preguntes, una y otra vez ante el dolor, “¿por qué?” ¿por qué??! Un grito que más que esperar una respuesta busca expresar la oscuridad del corazón…y Dios lo recibe así.

 

Los “para qués” vendran después…en los momentos de cruz no se puede preguntar “para que”…solo “por qués” sin respuestas…

 

El misterio de Dios es que Él no entró al mundo para establecer un orden social justo mediante el poder.

Ha bajado para sufrir con nosotros y por nosotros.

 

En última instancia jamás podremos llegar a comprender del todo este misterio. Pero después de todo es el rostro más positivo que se nos ha mostrado sobre Dios: el de alguien que no reina simplemente gracias al poder. Dios ejerce su poder de manera diferente a los hombres. Su poder consiste en compartir el amor y el sufrimiento.

 

El verdadero rostro de Dios aparece precisamente en el sufrimiento.

 

Dios se empequeñece para que podamos tocarlo, seguirlo, con perseverancia y fidelidad.

 

Él mismo nos alienta a hacerlo, con su palabra en el libro del Apocalipsis, cap 2, v.10, que se las dejo para que nos llene de fuerza y alegría:

 

“Sé fiel hasta la muerte, y yo te daré la corona de la vida”.