18/03/2016 – El Papa Francisco recibió en Audiencia ésta mañana en el Aula Pablo VI del Vaticano a los miembros del Camino Neocatecumenal.
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Estoy contento de encontrarlos y les agradezco, porque hoy han venido numerosos. ¡Un saludo especial a aquellos que están por salir! Han recibido el llamado a evangelizar: bendigo al Señor por esto, por el don del Camino y por el don de cada uno de ustedes. Quiero subrayar tres palabras que el Evangelio les ha apenas entregado, como un mandato para la misión: unidad, gloria, y mundo.
Unidad. Jesús ora al Padre para que los suyos sean “perfectos en la unidad” (Jn 17, 23): quiere que sean entre ellos “una sola cosa” (v. 22), como Él y el Padre. Es su última petición antes de la Pasión, la más sentida: que sean en la comunión en la Iglesia. La comunión es esencial. El enemigo de Dios y del hombre, el diablo, no puede nada contra el Evangelio, contra la humilde fuerza de la oración y de los sacramentos. Provoca la presunción, el juicio sobre los demás, la cerrazón, la división. Él mismo es “el divisor” y comienza habitualmente con hacer creer que somos buenos, mejor que los demás: así tiene el terreno listo para sembrar la cizaña. Es la tentación de todas las comunidades y se puede insinuar también en los carismas más bellos de la Iglesia.
Ustedes han recibido un gran carisma, carisma para la renovación bautismal de la vida. Se entra en la Iglesia por el Bautismo. Cada carisma es una gracia de Dios para aumentar la comunión. Pero el carisma puede deteriorarse cuando nos cerramos o jactamos, cuando nos queremos distinguir de los demás. Por eso, es necesario custodiarlo. Cuiden su carisma. ¿Cómo? Siguiendo la vía maestra: la unidad humilde y obediente. Es siempre necesario vigilar el carisma, purificando los eventuales excesos humanos mediante la búsqueda de la unidad con todos y la obediencia a la Iglesia. Así se respira en la Iglesia y con la Iglesia; así se permanece hijos dóciles de la “Santa Madre Iglesia Jerárquica”, con “el ánimo preparado y listo” para la misión (Cf. San Ignacio de Loyola, Ejercicios Espirituales, 353).
Subrayo este aspecto: la Iglesia es nuestra Madre. Como los hijos llevan marcados en sus rostros la semejanza con la madre, así todos nosotros nos semejamos a nuestra Madre, Iglesia. Después del Bautismo no vivimos más como individuos aislados, sino nos convertimos en hombres y mujeres de comunión, llamados a ser operadores de comunión en el mundo. Porque Jesús no sólo ha fundado la Iglesia para nosotros, sino ha fundado a nosotros como Iglesia. La Iglesia no es un instrumento para nosotros: nosotros somos la Iglesia. De ella hemos renacido, de ella somos nutridos con el Pan de vida, de ella recibimos palabras de vida, somos perdonados y acompañados a casa. Esta es la fecundidad de la Iglesia, que es Madre: no una organización que busca adeptos, o un grupo que va adelante siguiendo la lógica de sus ideas, sino una Madre que transmite la vida recibida de Jesús.
Esta fecundidad se expresa a través del ministerio y la guía de los Pastores. También la institución es un carisma, porque planta sus raíces en la misma fuente, que es el Espíritu Santo. Él es el agua viva, pero el agua puede continuar a dar vida sólo si la planta es bien cuidada y podada. Sacien su sed en la fuente del amor, el Espíritu Santo, y cuídenla, con delicadeza y respeto, desde el entero organismo eclesial, especialmente desde las partes más frágiles, para que crezca todo junto, armonioso y fecundo.
Segunda palabra: gloria. Antes de la Pasión, Jesús pre-anuncia que será “glorificado” en la cruz: ahí aparecerá su gloria (Cfr. Jn 17,5). Pero es una gloria nueva: la gloria mundana se manifiesta cuando se es importante, admirado, cuando se obtiene suceso. En cambio, la gloria de Dios se revela en la cruz: es el amor, que ahí resplandece y se difunde. Es una gloria paradójica: sin aclamaciones, sin ganancia y sin aplausos. Pero sólo esta gloria hace el Evangelio fecundo. Así también la Madre Iglesia es fecunda cuando imita el amor misericordioso de Dios, que se propone y jamás se impone. Ese es humildad, actúa como la lluvia en la tierra, como el aire que se respira, como una pequeña semilla que lleva un fruto en el silencio. Quien anuncia el amor no puede dejar de hacerlo con el mismo estilo de amor.
Y la tercera palabra que hemos escuchado es mundo. “Dios ha amado tanto al mundo” que envió a Jesús (Cfr. Jn 3,16). Quien ama no está lejos, sino ve al encuentro. Ustedes irán al encuentro de tantas ciudades, de tantos países. Dios no es atraído por la mundanidad, al contrario, la detesta; pero ama el mundo que ha creado, y ama a sus hijos en el mundo así como son, ahí donde viven, incluso si están “alejados”. No será fácil la vida en países lejanos, en otras culturas, no les será fácil, ¡eh! Pero es su misión. Y esto lo hacen por amor, por amor a la Madre Iglesia, a la unidad de esta madre fecunda; lo hacen para que la Iglesias sea madre fecunda. Muestren a los hijos la mirada tierna del Padre y consideren un don las realidades que encontraran; familiaricen con las culturas, las lenguas y los usos locales, respetándolas y reconociendo las semillas de gracia que el Espíritu ha ya sembrado. Sin ceder a la tentación de trasplantar modelos adquiridos, siembren el primer anuncio: “lo que es más bello, más grande, más atrayente y al mismo tiempo más necesario” (Exh. Ap. Evangelii gaudium, 35). Es la buena noticia que debe siempre regresar, de lo contrario la fe corre el riesgo de convertirse en una doctrina fría y sin vida. Evangelizar como familias, luego, viviendo la unidad y la simplicidad, es ya un anuncio de vida, un hermoso testimonio, del cual les agradezco mucho. Y les agradezco, en nombre mío, pero también en nombre de toda la Iglesia por este gesto de ir, pero ir hacia lo desconocido y sufrir. Porque habrá sufrimiento ahí, pero también habrá la alegría de la gloria de Dios, la gloria que está en la Cruz. Los acompaño y los animo, y les pido, por favor, de no olvidarse de rezar por mí. Yo me quedo aquí, pero con el corazón voy con ustedes.
Fuente: Radio Vaticano
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