15/08/2016 – Miles de fieles y peregrinos volvieron a darse cita en la Plaza de San Pedro para rezar el Ángelus con el Papa Francisco en la solemnidad de la Asunción de la Bienaventurada Virgen María. En esta ocasión, el Santo Padre recordó esta fiesta es un misterio grande que tiene que ver con cada uno de nosotros y con nuestro futuro.
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días! ¡Buena fiesta de la Asunción!
La página evangélica (Lc 1,39-56) de la hodierna fiesta de la Asunción de María al cielo describe el encuentro entre María y su prima Isabel, subrayando que «María partió y fue sin demora a un pueblo de la montaña de Judá» (v.39). En aquellos días, María corría hacia una pequeña ciudad a los alrededores de Jerusalén para encontrar a Isabel. Hoy, en cambio, la contemplamos en su camino hacia la Jerusalén celeste, para encontrar finalmente el rostro del Padre y volver a ver el rostro de su Hijo Jesús. Muchas veces en su vida terrena había recorrido zonas montañosas, hasta la última etapa dolorosa del Calvario, asociada al misterio de la pasión de Cristo. Ahora la vemos llegar a la montaña de Dios, «revestida del sol, con la luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas en su cabeza» (Ap 12,1) – como dice el Libro del Apocalipsis – y la vemos cruzar el umbral de la patria celeste.
Ha sido la primera en creer en el Hijo de Dios, y es la primera de nosotros en ser elevada al cielo en alma y cuerpo. Fue la primera en recibir y tomar en brazos a Jesús cuando era todavía niño y es la primera en ser recibida en sus brazos para ser introducida en el Reino eterno del Padre. María, la humilde y simple muchacha de un pueblo perdido de las periferias del imperio romano, justamente porque ha recibido y vivido el Evangelio, es admitida por Dios a estar para la eternidad junto al Hijo. Es así que el Señor derriba a los poderosos de su trono y eleva a los humildes (Cfr. Lc 1,52).
La Asunción de María es un misterio grande que se refiere a cada uno de nosotros, concierne nuestro futuro. María, de hecho, nos precede en el camino en la cual están encaminados aquellos que, mediante el Bautismo, han ligado su vida a Jesús, como María ligó a Él su propia vida. La fiesta de hoy nos hace ver al cielo; la fiesta de hoy pre-anuncia los “cielos nuevos y la tierra nueva”, con la victoria de Cristo resucitado de la muerte y la derrota definitiva del maligno. Por lo tanto, el regocijo de la humilde joven de Galilea, expresada en el cantico del Magníficat, se convierte en el canto de la humanidad entera, que se complace en ver al Señor inclinarse sobre todos los hombres y todas las mujeres, humiles creaturas, y llevarlos con Él al cielo. El Señor se inclina sobre los humildes para elevarlos y esto lo hemos escuchado en el Magníficat, en el catico de María.
Y el cantico de María nos lleva también a pensar en tantas situaciones dolorosas actuales, en particular a aquellas, de las mujeres oprimidas por el peso de la vida y del drama de la violencia, de las mujeres esclavas de la prepotencia de los poderosos, de las niñas obligadas a trabajos deshumanos, de las mujeres obligadas a rendirse en el cuerpo y en el espíritu a la concupiscencia de los hombres. Pueda llegar lo más antes para ellas el inicio de una vida de paz, de justicia, de amor, en espera del día en el cual finalmente se sentirán tomadas por manos que no las humillan, sino con ternura las levantan y las conducen en el camino de la vida, hasta el cielo. María, una mujer, una joven que ha sufrido tanto en la vida, nos hace pensar en estas mujeres que sufren tanto. Y pidamos al Señor que Él mismo las lleve en sus manos por el camino de la vida y las libere de estas esclavitudes.
Y ahora nos dirigimos con confianza a María, dulce Reina del cielo, y le pedimos: «Dónanos días de paz, vigila sobre nuestro camino, has que veamos a tu Hijo, llenos de alegría en el Cielo» (Himno de las segundas vísperas).
Fuente: Radio Vaticana
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