04/09/2017 – Junto a miles de peregrinos reunidos en la Plaza de San Pedro, el Papa Francisco rezó el ángelus y dirigió una breve reflexión sobre el evangelio del domingo.
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días! El pasaje evangélico (Cfr. Mt 16,21-27) es la continuación de aquel del domingo pasado, en el cual sobresalía la profesión de fe de Pedro, “roca” sobre la cual Jesús quiere construir su Iglesia. Hoy, en fuerte contraste, Mateo nos muestra la reacción del mismo Pedro cuando Jesús revela a sus discípulos que en Jerusalén deberá sufrir, ser asesinado y resucitar (Cfr. v. 21). Pedro lleva aparte al Maestro y lo reprende porque esto – le dice – no puede sucederle a Él, al Cristo. Pero Jesús, a su vez, reprende a Pedro con palabras duras: «¡Retírate, ve detrás de mí, Satanás! Tú eres para mí un obstáculo, porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres» (v. 23). Un momento antes, el apóstol era el bendecido por el Padre porque había recibido esta revelación del Padre, era una “piedra” sólida para que Jesús pudiera construir sobre ella su comunidad, y enseguida se convierte en un obstáculo, una piedra, pero no para construir: una piedra de obstáculo en el camino del Mesías. ¡Jesús sabe bien que Pedro y los demás tienen todavía mucho camino por hacer para convertirse en sus apóstoles! A este punto, el Maestro se dirige a todos aquellos que lo seguían, presentándoles con claridad la vía a seguir: «El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga» (v. 24). Siempre, incluso hoy, la tentación es aquella de querer seguir a un Cristo sin cruz, es más, de enseñar a Dios el camino justo. Como Pedro: “No, no Señor, esto no, no sucederá jamás”. Pero Jesús nos recuerda que su vía es la vía del amor, y no hay verdadero amor sin el sacrificio de sí. Estamos llamados a no dejarnos absorber por la visión de este mundo, sino a ser siempre más conscientes de la necesidad y de la fatiga para nosotros cristianos de caminar contra corriente y en salida. Jesús completa su propuesta con palabras que expresan una gran sabiduría siempre valida, porque desafían la mentalidad y los comportamientos egocéntricos. Él exhorta: «Él que quiera salvar su vida, la perderá; y el que pierda su vida a causa de mí, la encontrará» (v. 25). En esta paradoja está contenida la regla de oro que Dios ha inscrito en la naturaleza humana creada en Cristo: la regla que sólo el amor da sentido y felicidad a la vida. Gastar los propios talentos, las propias energías y el propio tiempo sólo para salvar, cuidar y realizarse a sí mismo, conduce en realidad a perderse, es decir, a una existencia triste y estéril. Si en cambio, vivimos para el Señor e impostamos nuestra vida en el amor, como ha hecho Jesús, podremos gustar la alegría auténtica, y nuestra vida no será estéril, será fecunda. En la celebración de la Eucaristía revivimos el misterio de la cruz; no sólo recordamos, sino realizamos el memorial del Sacrificio redentor, en el cual el Hijo de Dios se pierde completamente a Sí mismo para recibirse de nuevo en el Padre y así reencontrar a nosotros, que estábamos perdidos, junto con todas las creaturas. Cada vez que participamos en la Santa Misa, el amor de Cristo crucificado y resucitado se comunica a nosotros como alimento y bebida, para que podamos seguirlo a Él en el camino de cada día, en el concreto servicio a los hermanos. María Santísima, que ha seguido a Jesús hasta el Calvario, nos acompañe también a nosotros y nos ayude a no tener miedo de la cruz, pero con Jesús crucificado, no una Cruz sin Jesús: la Cruz con Jesús, es decir la cruz del sufrir por amor a Dios y a los hermanos, porque este sufrimiento, por la gracia de Cristo, es fecundo de resurrección.
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El pasaje evangélico (Cfr. Mt 16,21-27) es la continuación de aquel del domingo pasado, en el cual sobresalía la profesión de fe de Pedro, “roca” sobre la cual Jesús quiere construir su Iglesia. Hoy, en fuerte contraste, Mateo nos muestra la reacción del mismo Pedro cuando Jesús revela a sus discípulos que en Jerusalén deberá sufrir, ser asesinado y resucitar (Cfr. v. 21). Pedro lleva aparte al Maestro y lo reprende porque esto – le dice – no puede sucederle a Él, al Cristo. Pero Jesús, a su vez, reprende a Pedro con palabras duras: «¡Retírate, ve detrás de mí, Satanás! Tú eres para mí un obstáculo, porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres» (v. 23). Un momento antes, el apóstol era el bendecido por el Padre porque había recibido esta revelación del Padre, era una “piedra” sólida para que Jesús pudiera construir sobre ella su comunidad, y enseguida se convierte en un obstáculo, una piedra, pero no para construir: una piedra de obstáculo en el camino del Mesías. ¡Jesús sabe bien que Pedro y los demás tienen todavía mucho camino por hacer para convertirse en sus apóstoles!
A este punto, el Maestro se dirige a todos aquellos que lo seguían, presentándoles con claridad la vía a seguir: «El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga» (v. 24). Siempre, incluso hoy, la tentación es aquella de querer seguir a un Cristo sin cruz, es más, de enseñar a Dios el camino justo. Como Pedro: “No, no Señor, esto no, no sucederá jamás”. Pero Jesús nos recuerda que su vía es la vía del amor, y no hay verdadero amor sin el sacrificio de sí. Estamos llamados a no dejarnos absorber por la visión de este mundo, sino a ser siempre más conscientes de la necesidad y de la fatiga para nosotros cristianos de caminar contra corriente y en salida.
Jesús completa su propuesta con palabras que expresan una gran sabiduría siempre valida, porque desafían la mentalidad y los comportamientos egocéntricos. Él exhorta: «Él que quiera salvar su vida, la perderá; y el que pierda su vida a causa de mí, la encontrará» (v. 25). En esta paradoja está contenida la regla de oro que Dios ha inscrito en la naturaleza humana creada en Cristo: la regla que sólo el amor da sentido y felicidad a la vida. Gastar los propios talentos, las propias energías y el propio tiempo sólo para salvar, cuidar y realizarse a sí mismo, conduce en realidad a perderse, es decir, a una existencia triste y estéril. Si en cambio, vivimos para el Señor e impostamos nuestra vida en el amor, como ha hecho Jesús, podremos gustar la alegría auténtica, y nuestra vida no será estéril, será fecunda.
En la celebración de la Eucaristía revivimos el misterio de la cruz; no sólo recordamos, sino realizamos el memorial del Sacrificio redentor, en el cual el Hijo de Dios se pierde completamente a Sí mismo para recibirse de nuevo en el Padre y así reencontrar a nosotros, que estábamos perdidos, junto con todas las creaturas. Cada vez que participamos en la Santa Misa, el amor de Cristo crucificado y resucitado se comunica a nosotros como alimento y bebida, para que podamos seguirlo a Él en el camino de cada día, en el concreto servicio a los hermanos.
María Santísima, que ha seguido a Jesús hasta el Calvario, nos acompañe también a nosotros y nos ayude a no tener miedo de la cruz, pero con Jesús crucificado, no una Cruz sin Jesús: la Cruz con Jesús, es decir la cruz del sufrir por amor a Dios y a los hermanos, porque este sufrimiento, por la gracia de Cristo, es fecundo de resurrección.
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