07/03/2017 – El Papa Francisco celebró la Eucaristía en una catedral a cielo abierto, con los fieles de la diócesis de Milán en el Parque de Monza. En su homilía dijo que “Como ayer, Dios continúa buscando aliados, continúa buscando hombres y mujeres capaces de creer, capaces de hacer memoria, de sentirse parte de su pueblo para cooperar con la creatividad del Espíritu. Dios continúa recorriendo nuestros barrios y nuestras calles, se lanza en todo lugar en búsqueda de corazones capaces de escuchar su invitación y de hacerlo carne aquí y ahora”.
Hemos apenas escuchado el anuncio más importante de nuestra historia: la anunciación a María (Cfr. Lc 1,26-38). Un pasaje denso, lleno de vida, y que me gusta leer a la luz de otro anuncio: aquel del nacimiento de Juan Bautista (Cfr. Lc 1,5-20). Dos anuncios que se subsiguen y que están unidos; dos anuncios que, comparados entre ellos, nos muestran lo que Dios nos dona en su Hijo.
La anunciación de Juan Bautista sucede cuando Zacarías, sacerdote, listo para dar inicio a la acción litúrgica entra en el Santuario del Templo, mientras toda la asamblea está afuera en espera. La anunciación de Jesús, en cambio, sucede en un lugar perdido de Galilea, en una ciudad periférica y con una fama no particularmente buena (Cfr. Jn 1,46), en el anonimato de la casa de una joven llamada María.
Un contraste no de poca importancia, que nos señala que el nuevo Templo de Dios, el nuevo encuentro de Dios con su pueblo tendrá lugar en un sitio que normalmente no nos esperamos, en los márgenes, en las periferias. Ahí se darán cita, ahí se encontrarán; ahí Dios se hará carne para caminar junto a nosotros desde el seno de su Madre. No habrá más un lugar reservado a pocos mientras la mayoría permanece afuera en espera. Nada ni nadie será indiferente, ninguna situación será privada de su presencia: la alegría de la salvación tiene inicio en la vida cotidiana de la casa de una joven de Nazaret.
Dios mismo es Quien toma la iniciativa y escoge quedarse, como hizo con María, en nuestras casas, en nuestras luchas cotidianas, llenas de ansias y anhelos. Y es justamente dentro de nuestras ciudades, de nuestras escuelas y universidades, de las plazas y de los hospitales que se cumple el anuncio más bello que podemos escuchar: «Alégrate, el Señor está contigo». Una alegría que genera vida, que genera esperanza, que se hace carne en el modo en el cual vemos el mañana, en la actitud con la cual vemos a los demás. Una alegría que se hace solidaridad, hospitalidad, misericordia hacia los demás.
Al igual que María, también nosotros podemos ser invadidos por el desconcierto. ¿«Cómo sucederá esto» en tiempos llenos de especulación? Si se especula hoy sobre la vida, sobre el trabajo, sobre la familia. Se especula sobre los pobres y sobre los marginados; se especula sobre los jóvenes y sobre su futuro. Todo parece reducirse a cifras, dejando, de otro lado, que la vida cotidiana de tantas familias se manche de precariedad y de inseguridad. Mientras el dolor toca muchas puertas, mientras en tantos jóvenes crece la insatisfacción por falta de reales oportunidades, la especulación abunda por todas partes.
Ciertamente, el ritmo vertiginoso al cual estamos sometidos pareciera robarnos la esperanza y la alegría. Las presiones y las impotencias ante tantas situaciones parecieran vaciar el alma y hacernos insensibles ante numerosos desafíos. Y paradójicamente cuando todo se acelera para construir – en teoría – una sociedad mejor, al final no se tiene tiempo para nada y para nadie. Perdemos el tiempo para la familia, el tiempo para la comunidad, perdemos el tiempo para la amistad, para la solidaridad y para la memoria.
Nos hará bien preguntarnos: ¿Cómo es posible vivir la alegría del Evangelio hoy dentro de nuestras ciudades? ¿Es posible la esperanza cristiana en esta situación, aquí y ahora?
Estas dos preguntas tocan nuestra identidad, la vida de nuestras familias, de nuestros países y de nuestras ciudades. Tocan la vida de nuestros hijos, de nuestros jóvenes y exigen de nuestra parte un nuevo modo de situarnos en la historia. Si continúa a ser posible la alegría y la esperanza cristiana no podemos, no queremos permanecer delante a tantas situaciones dolorosas como meros espectadores que miran al cielo esperando que “deje de llover”. Todo lo que sucede exige de nosotros que miremos al presente con audacia, con la audacia de quien conoce la alegría de la salvación toma forma en la vida cotidiana de la casa de una joven de Nazaret.
Ante el desconcierto de María, ante nuestros desconciertos, tres son las claves que el Ángel nos ofrece para ayudarnos a aceptar la misión que nos es confiada.
La primera cosa que el Ángel hace es evocar la memoria, abriendo así el presente de María a toda la historia de la salvación. Evoca la promesa hecha a David como fruto de la alianza con Jacob. María es la hija de la Alianza. También nosotros somos invitados a hacer memoria, a mirar nuestro pasado para no olvidar de dónde venimos. Para no olvidarnos de nuestros antepasados, de nuestros abuelos y de todo aquello que han pasado para llegar a donde estamos hoy. Esta tierra y su gente han conocido el dolor de dos guerras mundiales; y a veces han visto su meritada fama de laboriosidad y civilización contaminada de descontroladas ambiciones. La memoria nos ayuda a no permanecer prisioneros de discursos que siembran fracturas y divisiones como único modo de resolver los conflictos. Evocar la memoria es el mejor antidotito a nuestra disposición ante soluciones mágicas de la división y de la extrañez.
La memoria permite a María de apoyarse en su pertenencia al Pueblo de Dios. ¡Nos hará bien recordar que somos miembros del Pueblo de Dios! Milaneses, sí, Ambrosianos, cierto, pero parte del gran Pueblo de Dios. Un pueblo formado de mil rostros, historia y proveniencias, un pueblo multicultural y multiétnico. Esta es una de nuestras riquezas. Es un pueblo llamado a hospedar las diferencias, a integrarlas con respeto y creatividad y a celebrar la novedad que proviene de los demás; es un pueblo que no tiene miedo de abrazar los confines, las fronteras; es un pueblo que no tiene miedo de acoger a quien se encuentra en la necesidad porque sabe que ahí está presente su Señor.
«Nada es imposible a Dios» (Lc 1,37): así termina la respuesta del Ángel a María. Cuando creemos que todo depende exclusivamente de nosotros permanecemos prisioneros de nuestras capacidades, de nuestras fuerzas, de nuestros miopes horizontes. Cuando en cambio, nos disponemos a dejarnos ayudar, a dejarnos aconsejar, cuando nos abrimos a la gracia, parece que lo imposible comienza a hacerse realidad. Lo saben bien estas tierras que, en el curso de su historia, han generado muchos carismas, muchos misioneros, mucha riqueza para la vida de la Iglesia. Tantos rostros que, superando el pesimismo estéril y divisor, se han abierto a la iniciativa de Dios y se han convertido en signo de cuanto fecunda puede ser una tierra que no se deja cerrar en sus propias ideas, en sus propios límites y en sus propias capacidades y se sabe abrir a los demás.
Como ayer, Dios continúa buscando aliados, continúa buscando hombres y mujeres capaces de creer, capaces de hacer memoria, de sentirse parte de su pueblo para cooperar con la creatividad del Espíritu. Dios continúa recorriendo nuestros barrios y nuestras calles, se lanza en todo lugar en búsqueda de corazones capaces de escuchar su invitación y de hacerlo carne aquí y ahora. Parafraseando a San Ambrosio en su comentario a este pasaje podemos decir: Dios continúa buscando corazones como aquel de María, dispuestos a creer a pesar de las condiciones del todo extraordinarias (Cfr. Exp. del Evan. seg. Lucas II, 17: PL 15, 1559). El Señor acreciente en nosotros esta fe y esta esperanza.
Fuente: Radio Vaticana y RomeReports
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