11/09/2017 – En el Gran Encuentro de Oración por la Reconciliación nacional en el Parque Las Malocas en Villavicencio, Colombia, el Papa Francisco emitió un intenso discurso a las 7.000 víctimas de la violencia y miembros de la guerrilla, en el que recordó que ni el odio ni la muerte tienen la última palabra; y en donde alentó a todo el país a que abriera el corazón para reconciliarse. En su discurso, el Papa Francisco destacó las historias presentadas y dijo que al mirar la imagen al Crucificado de Bojayá, “contemplamos no sólo lo que ocurrió aquel día, sino también tanto dolor, tanta muerte, tantas vidas rotas y tanta sangre derramada en la Colombia de los últimos decenios”.
Entre los testimonios que Francisco pudo escuchar en el Gran Encuentro por la Reconciliación Nacional destacó el de Pastora Mira García. La mujer contó cómo perdonó al asesino de su padre, a los asesinos de su hijo menor y cómo tuvo que afrontar la desaparición y muerte de su hija Sandra Paola.
“Santidad, Me llamo Pastora Mira García, soy católica, y, en varias ocasiones, víctima de la violencia. Cuando tenía 6 años, la guerrilla y los paramilitares no habían llegado todavía a mi pueblo: San Carlos, Antioquia. Mi padre fue asesinado. Años más tarde, pude cuidar a su asesino, quien, en ese momento, se había enfermado, era ya anciano y estaba abandonado.
Cuando mi hija tenía solo 2 meses, mataron a mi primer marido. En seguida, entré a trabajar en la inspección de policía, pero tuve que renunciar por las amenazas de la guerrilla y los paramilitares, que se habían instalado en la zona. Con muchos esfuerzos logré establecer una juguetería, pero la guerrilla empezó a cobrarme vacunas, por lo cual terminé regalando las mercancías.
En 2001, los paramilitares desaparecieron a mi hija Sandra Paola; emprendí su búsqueda, pero encontré el cadáver solo después de haberlo llorado por 7 años. Todo este sufrimiento me ha hecho más sensible al dolor ajeno y, a partir de 2004, trabajo con las familias de las víctimas de desaparición forzada y con los desplazados.
¡Pero no todo estaba aún cumplido! En 2005, el Bloque Héroes de Granada, de los paramilitares, asesinó a Jorge Aníbal, mi hijo menor. Tres días después de haberlo sepultado, atendí, herido, a un jovencito y lo puse a descansar en la misma cama que había pertenecido a Jorge Aníbal. Al salir de la casa, el joven vio sus fotos y reaccionó contándome que era uno de sus asesinos y cómo lo habían torturado antes de matarlo. Doy gracias a Dios que, con la ayuda de Mamita María, me dio la fuerza de servirle sin causarle daño, a pesar de mi indecible dolor.
Ahora coloco este dolor y el sufrimiento de las miles de víctimas de Colombia a los pies de Jesús Crucificado, para que se una al suyo y, a través de la plegaria de Su Santidad, sea transformado en bendición y capacidad de perdón para romper el ciclo de violencia de las últimas 5 décadas en Colombia. Como signo de esta ofrenda de dolor, depongo a los pies de la cruz de Bojayá la camisa que Sandra Paola, mi hija desaparecida, había regalado a Jorge Aníbal, el hijo que me mataron los paramilitares. La conservamos en familia como auspicio de que todo esto nunca más vaya a ocurrir y la paz triunfe en Colombia.
Dios transforme el corazón de quienes se niegan a creer que con Cristo todo puede cambiar y no tienen la esperanza de un país en paz y más solidario.”
Queridos hermanos y hermanas:
Desde el primer día deseaba que llegara este momento de nuestro encuentro. Ustedes llevan en su corazón y en su carne huellas, las huellas de la historia viva y reciente de su pueblo, marcada por eventos trágicos pero también llena de gestos heroicos, de gran humanidad y de alto valor espiritual de fe y esperanza. Los hemos escuchado. Vengo aquí con respeto y con una conciencia clara de estar, como Moisés, pisando un terreno sagrado (cf. Ex 3,5). Una tierra regada con la sangre de miles de víctimas inocentes y el dolor desgarrador de sus familiares y conocidos. Heridas que cuesta cicatrizar y que nos duelen a todos, porque cada violencia cometida contra un ser humano es una herida en la carne de la humanidad; cada muerte violenta nos disminuye como personas.
Y estoy aquí no tanto para hablar yo sino para estar cerca de ustedes, mirarlos a los ojos, para escucharlos, abrir mi corazón a vuestro testimonio de vida y de fe. Y si me lo permiten, desearía también abrazarlos y, si Dios me da la gracia, porque es una gracia, quisiera llorar con ustedes, quisiera que recemos juntos y que nos perdonemos ―yo también tengo que pedir perdón― y que así, todos juntos, podamos mirar y caminar hacia delante con fe y esperanza.
Nos reunimos a los pies del Crucificado de Bojayá, que el 2 de mayo de 2002 presenció y sufrió la masacre de decenas de personas refugiadas en su iglesia. Esta imagen tiene un fuerte valor simbólico y espiritual. Al mirarla contemplamos no sólo lo que ocurrió aquel día, sino también tanto dolor, tanta muerte, tantas vidas rotas, tanta sangre derramada en la Colombia de los últimos decenios. Ver a Cristo así, mutilado y herido, nos interpela. Ya no tiene brazos y su cuerpo ya no está, pero conserva su rostro y con él nos mira y nos ama. Cristo roto y amputado, para nosotros es «más Cristo» aún, porque nos muestra una vez más que Él vino para sufrir por su pueblo y con su pueblo; y para enseñarnos también que el odio no tiene la última palabra, que el amor es más fuerte que la muerte y la violencia. Nos enseña a transformar el dolor en fuente de vida y resurrección, para que junto a Él y con Él aprendamos la fuerza del perdón, la grandeza del amor.
Gracias a ustedes cuatro, hermanos nuestros que quisieron compartir su testimonio, en nombre de tantos y tantos otros. ¡Cuánto bien, parece egoísta, pero cuánto bien nos hace escuchar sus historias! Estoy conmovido. Son historias de sufrimiento y amargura, pero también y, sobre todo, son historias de amor y perdón que nos hablan de vida y esperanza; de no dejar que el odio, la venganza o el dolor se apoderen de nuestro corazón.
El oráculo final del Salmo 85: «El amor y la verdad se encontrarán, la justicia y la paz se abrazarán» (v.11), es posterior a la acción de gracias y a la súplica donde se le pide a Dios: ¡Restáuranos! Gracias Señor por el testimonio de los que han infligido dolor y piden perdón; los que han sufrido injustamente y perdonan. Eso sólo es posible con tu ayuda y con tu presencia. Eso ya es un signo enorme de que quieres restaurar la paz y la concordia en esta tierra colombiana.
Pastora Mira, tú lo has dicho muy bien: Quieres poner todo tu dolor, y el de miles de víctimas, a los pies de Jesús Crucificado, para que se una al de Él y así sea transformado en bendición y capacidad de perdón para romper el ciclo de violencia que ha imperado en Colombia. Y tienes razón: la violencia engendra violencia, el odio engendra más odio, y la muerte más muerte. Tenemos que romper esa cadena que se presenta como ineludible, y eso sólo es posible con el perdón y la reconciliación concreta. Y tú, querida Pastora, y tantos otros como tú, nos han demostrado que esto es posible. Con la ayuda de Cristo, de Cristo vivo en medio de la comunidad es posible vencer el odio, es posible vencer la muerte, es posible comenzar de nuevo y alumbrar una Colombia nueva. Gracias, Pastora, qué gran bien nos haces hoy a todos con el testimonio de tu vida. Es el crucificado de Bojayá quien te ha dado esa fuerza para perdonar y para amar, y para ayudarte a ver en la camisa que tu hija Sandra Paola regaló a tu hijo Jorge Aníbal, no sólo el recuerdo de sus muertes, sino la esperanza de que la paz triunfe definitivamente en Colombia. ¡Gracias, gracias!
Nos conmueve también lo que ha dicho Luz Dary en su testimonio: que las heridas del corazón son más profundas y difíciles de curar que las del cuerpo. Así es. Y lo que es más importante, te has dado cuenta de que no se puede vivir del rencor, de que sólo el amor libera y construye. Y de esta manera comenzaste a sanar también las heridas de otras víctimas, a reconstruir su dignidad. Este salir de ti misma te ha enriquecido, te ha ayudado a mirar hacia delante, a encontrar paz y serenidad y además un motivo para seguir caminando. Te agradezco la muleta que ofreces. Aunque aún te quedan heridas, te quedan secuelas físicas de tus heridas, tu andar espiritual es rápido y firme. Ese andar espiritual no necesita violen… [ndr. muletas]. Y es rápido y firme porque piensas en los demás -¡gracias!- y quieres ayudarles. Esta muleta tuya es un símbolo de esa otra muleta más importante, y que todos necesitamos, que es el amor y el perdón. Con tu amor y tu perdón estás ayudando a tantas personas a caminar en la vida, y a caminar rápidamente como tú. Gracias.
Quiero agradecer también el testimonio elocuente de Deisy y Juan Carlos. Nos hicieron comprender que todos, al final, de un modo u otro, también somos víctimas, inocentes o culpables, pero todos víctimas. Los de un lado y los de otro, todos víctimas. Todos unidos en esa pérdida de humanidad que supone la violencia y la muerte. Deisy lo ha dicho claro: comprendiste que tú misma habías sido una víctima y tenías necesidad de que se te concediera una oportunidad. Cuando lo dijiste, esa palabra me resonó en el corazón. Y comenzaste a estudiar, y ahora trabajas para ayudar a las víctimas y para que los jóvenes no caigan en las redes de la violencia y de la droga, que es otra forma de violencia. También hay esperanza para quien hizo el mal; no todo está perdido. Jesús vino para eso: hay esperanza para quien hizo el mal. Es cierto que en esa regeneración moral y espiritual del victimario la justicia tiene que cumplirse. Como ha dicho Deisy, se debe contribuir positivamente a sanar esa sociedad que ha sido lacerada por la violencia.
Resulta difícil aceptar el cambio de quienes apelaron a la violencia cruel para promover sus fines, para proteger negocios ilícitos y enriquecerse o para, engañosamente, creer estar defendiendo la vida de sus hermanos. Ciertamente es un reto para cada uno de nosotros confiar en que se pueda dar un paso adelante por parte de aquellos que infligieron sufrimiento a comunidades y a un país entero. Es cierto que en este enorme campo que es Colombia todavía hay espacio para la cizaña. No nos engañemos. Ustedes estén atentos a los frutos, cuiden el trigo, no pierdan la paz por la cizaña. El sembrador, cuando ve despuntar la cizaña en medio del trigo, no tiene reacciones alarmistas. Encuentra la manera de que la Palabra se encarne en una situación concreta y dé frutos de vida nueva, aunque en apariencia sean imperfectos o inacabados (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 24). Aun cuando perduren conflictos, violencia o sentimientos de venganza, no impidamos que la justicia y la misericordia se encuentren en un abrazo que asuma la historia de dolor de Colombia. Sanemos aquel dolor y acojamos a todo ser humano que cometió delitos, los reconoce, se arrepiente y se compromete a reparar, contribuyendo a la construcción del orden nuevo donde brille la justicia y la paz.
Como ha dejado entrever en su testimonio Juan Carlos, en todo este proceso, largo, difícil, pero esperanzador de la reconciliación, resulta indispensable también asumir la verdad. Es un desafío grande pero necesario. La verdad es una compañera inseparable de la justicia y de la misericordia. Las tres juntas son esenciales para construir la paz y, por otra parte, cada una de ellas impide que las otras sean alteradas y se transformen en instrumentos de venganza sobre quien es más débil. La verdad no debe, de hecho, conducir a la venganza, sino más bien a la reconciliación y al perdón. Verdad es contar a las familias desgarradas por el dolor lo que ha ocurrido con sus parientes desaparecidos. Verdad es confesar qué pasó con los menores de edad reclutados por los actores violentos. Verdad es reconocer el dolor de las mujeres víctimas de violencia y de abusos.
Quisiera, finalmente, como hermano y como padre, decir: Colombia, abre tu corazón de pueblo de Dios, déjate reconciliar. No le temas a la verdad ni a la justicia. Queridos colombianos: No tengan miedo a pedir y a ofrecer el perdón. No se resistan a la reconciliación para acercarse, reencontrarse como hermanos y superar las enemistades. Es hora de sanar heridas, de tender puentes, de limar diferencias. Es la hora para desactivar los odios, y renunciar a las venganzas, y abrirse a la convivencia basada en la justicia, en la verdad y en la creación de una verdadera cultura del encuentro fraterno. Que podamos habitar en armonía y fraternidad, como desea el Señor. Pidámosle ser constructores de paz, que allá donde haya odio y resentimiento, pongamos amor y misericordia (cf. Oración atribuida a san Francisco de Asís).
Y todas estas intenciones, los testimonios escuchados, las cosas que cada uno de ustedes sabe en su corazón, historias de décadas de dolor y sufrimiento, las quiero poner ante la imagen del crucificado, el Cristo negro de Bojayá.
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