14/10/2015 – Mientras cumplimos 200 programas de “Destellos Cotidianos”, lo celebraremos hablando de los símbolos. Para esto, la Prof. Gloria Ladislao nos invita a recorrer el simbolismo del Evangelio según San Juan.
Toda nuestra comunicación está llena de símbolos: en la calle, en una tarjeta que elegimos para saludar a un ser querido, y también en el lenguaje religioso. ¿Por qué los seres humanos usamos los símbolos para expresar nuestras ideas y nuestros sentimientos?
De dónde provienen los símbolos
Un símbolo siempre es algo – un objeto fabricado por el hombre, un animal, un elemento de la naturaleza – que se puede captar por los sentidos, o sea, que es sensible. Se puede tocar, oler, gustar, ver, oír. Cuantos más sentidos intervengan para captar el símbolo, más rico en significados podrá ser.
Por eso, lo primero que debemos decir es que solamente puede convertirse en símbolo aquello de lo cual tenemos experiencia, aquello que hemos tocado, olido, gustado, visto, escuchado. Es por los sentidos que llegamos a conocer que el agua refresca, el fuego da calor, el vino alegra, los aceites suavizan… por nombrar sólo algunos de los símbolos más frecuentes en la Biblia, y que han sido incorporados a la liturgia. Porque tenemos experiencia de estos elementos finitos y comprobables, podemos apelar a ellos para hablar de lo infinito, lo abstracto, de lo que aún no podemos tocar.
Desde esta experiencia tocable, palpable, visible, escuchable, saboreable, los seres humanos tratamos de hablar de aquello que nuestros sentidos todavía no pueden captar. Lo infinito, lo Otro, lo que no puede estar encerrado en ningún objeto, “es como” ese elemento que usamos para simbolizar. Por eso los símbolos constituyen el lenguaje religioso por excelencia.
Decimos que Dios es luz, porque tenemos experiencia de la luz y porque tenemos también algún tipo de experiencia sobre cómo es Dios. Decimos que Dios es luz, no decimos que Dios es hielo.
Dado que el símbolo surge de la experiencia, su significado no es arbitrario ni convencional. En este aspecto, los estudiosos distinguen entre símbolos y signos. Los signos tienen un solo y único sentido, es decir, son unívocos. Su sentido ya está acordado por un grupo o una cultura. Si bien puede haber alguna relación entre el signo y aquello que quiere significar, su interpretación no queda ligada a la experiencia personal, porque el significado del signo ya ha sido determinado. Por ejemplo: el semáforo en rojo. El rojo, por ser el color del fuego, denota peligro, atención, pero también es el color del corazón, del amor y la pasión. Ahora bien, como el semáforo es un signo, tiene un solo y único significado acordado por una sociedad. El semáforo rojo significa “no pasar”. Cuando el semáforo se pone en rojo nadie interpreta: “hora de enamorarse”.
Símbolos y culturas
Si los símbolos no son arbitrarios, si nacen de las vivencias concretas de la gente, puede ocurrir que en el paso de una cultura a otra pierdan su significado. La luz es un símbolo universal, se encuentra en todas las culturas y en todas las religiones. Sin embargo, es imposible que nosotros, gente del siglo XXI que obtenemos luz con sólo tocar una tecla, captemos el valor que la luz tenía para el hombre y la mujer de los tiempos bíblicos. Podemos hacer el esfuerzo intelectual de comprender qué simbolizaba la luz para aquella gente, pero sólo si nos vamos unos días a un lugar sin luz eléctrica podremos tener la misma experiencia.
Esta distancia cultural hace que muchas veces no podamos apreciar en toda su dimensión algunos símbolos bíblicos o litúrgicos. Una catequista de niños del Gran Buenos Aires me contó que todos los años, para iniciar el tema “Jesús buen pastor”, les pregunta a los chicos de jardín de infantes:
– “¿Alguno sabe lo que es un pastor?”
– “Un señor que corta el pasto” – contesta más de un chico, desde su experiencia concreta y cotidiana.
Los más importantes símbolos bíblicos han sido incorporados a la liturgia. Con el uso de los símbolos, todo nuestro cuerpo con sus cinco sentidos participa de la celebración. Sin embargo, muchas veces el uso de los símbolos se ha vuelto rutinario y los símbolos ya no dicen nada. Tomemos dos ejemplos que tienen que ver con el sentido del olfato, el sentido que tal vez menos tenemos en cuenta en la liturgia.
El uso del incienso está ligado obviamente al sentido del olfato, y justamente se lo utiliza por ser tan fuertemente aromático. Ahora bien, muchos fieles rechazan el uso del incienso porque suena a “cosa vieja”, latín y misas inentendibles. Mientras que en muchas celebraciones la asamblea no logra captar por qué se quema incienso, la venta de sahumerios y de velas perfumadas aumenta en las calles. Señal de que los seres humanos no hemos perdido el sentido del olfato. Entonces ¿de qué modo incorporarlo en el culto a Dios? El aroma ayuda a crear un ambiente distinto al cotidiano y le da sacralidad. ¿Se podría pensar alguna forma para que el aroma del incienso vuelva a ser significativo? ¿Se podrían incorporar elementos nuevos que cumplan también esa función de lograr que los cinco sentidos alaben a Dios?
Otra cuestión similar se plantea con el óleo o crisma de las unciones. Tanto en el bautismo, como en la confirmación y en la unción de los enfermos, se usa tan poquito óleo que ni se percibe el olor. En la unción de los enfermos, el óleo utilizado de este modo pierde su efecto de bálsamo que aporta bienestar corporal. La inmensa riqueza del elemento simbólico queda casi anulada por la forma en que se usa. Por supuesto no estoy hablando del efecto del sacramento, sino del signo sensible que percibe el creyente. Lo que entra por los sentidos, en este caso el perfume y la untuosidad del óleo, es bastante poco o nulo. Y no es lo mismo explicar “esto es un aceite perfumado”, a que el perfume se huela y la untuosidad se sienta en el cuerpo.
Nuestra Iglesia tiene una riqueza milenaria expresada en gran cantidad de símbolos. Recuperar la hondura y la belleza de los símbolos es hacer presente toda nuestra experiencia humana para hablar del misterio de Dios.
Prof. Gloria Ladislao
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