22/12/2015 – María dijo entonces: «Mi alma canta la grandeza del Señor, y mi espíritu se estremece de gozo en Dios, mi salvador, porque el miró con bondad la pequeñez de tu servidora. En adelante todas las generaciones me llamarán feliz, porque el Todopoderoso he hecho en mí grandes cosas: ¡su Nombre es santo! Su misericordia se extiende de generación en generación sobre aquellos que lo temen. Desplegó la fuerza de su brazo, dispersó a los soberbios de corazón. Derribó a los poderosos de su trono y elevó a los humildes. Colmó de bienes a los hambrientos y despidió a los ricos con las manos vacías. Socorrió a Israel, su servidor, acordándose de su misericordia, como lo había prometido a nuestros padres, en favor de Abraham y de su descendencia para siempre».
Lc 1,46-55
¡Ya estamos compartiendo la Catequesis! Hoy con María que canta las maravillas del Señor. ¿Cómo hoy te animás a cantar… Posted by Radio María Argentina on martes, 22 de diciembre de 2015
¡Ya estamos compartiendo la Catequesis! Hoy con María que canta las maravillas del Señor. ¿Cómo hoy te animás a cantar…
Posted by Radio María Argentina on martes, 22 de diciembre de 2015
Como pueblo que camina vamos tras un anuncio que nos llena de alegría, el Salvador está por nacer. Y mientras eso acontece nos dejamos atrapar por el canto de María que en medio de dificultades se ve reconfortada con el poder de la gracia de Dios, para que no desfallezca nuestra fidelidad en la debilidad de la carne. Por el contrario, bajo la acción del Espíritu Santo, no deja de renovarse en nosotros el misterio de la pascua, hasta que llegue aquel día de la luz que no conoce ocaso.
La Virgen Madre, en este sentido, es testigo de este peregrinar incansable, en medio de tentaciones, de tribulaciones, de luchas. Ella, la que proclama la buena noticia mientras peregrina y va a la casa de su prima Isabel. Se dirige con el corazón lleno de luz en la oscuridad de la fe y rebosante de alegría, en medio de infinidad de circunstancias poco favorables a su maternidad: esta ha sido sin la participación de varón y casi nadie puede entender que la obra del Espíritu Santo se ha derramado sobre Ella para engendrar al que va a ser el Hijo de Dios.
Que en la marcha podamos descubrir que el corazón, como el de María, se llena de gozo. Que nuestra alma cante las grandezas con que Dios llega en nuestra pequeñez. María canta, baila en la grandeza del Señor y su espíritu está feliz en Dios, su Salvador, porque se ha detenido en la pequeñez de su servidora. Allí se ha podido encontrarse lo humano y lo divino, porque la grandeza del Señor se ha venido a instalar en la sencillez de su humilde esclava. Él se abajó en la Virgen hasta nosotros, para alcanzarnos la salvación.
Isabel saluda a su prima cuando llega a su casa y Ella, en el saludo que le deja como respuesta a este “bendita tú entre las mujeres; feliz de ti por haber creído”, eleva el canto del Magnificat. En este, está compenetrada la Palabra de Dios que ha empapado el alma de María y que expresa todo lo que hay en el corazón de los hombres: una cierta expectativa a los tiempos nuevos que deben inaugurarse para que el ser humano alcance la plenitud de la felicidad. Esto que está sintetizado entre la misericordia y la bondad de Dios, su capacidad de poner en orden todas las cosas, derribando a los poderosos y elevando a los humildes. Su compromiso de caridad por los que más necesitan, da de comer a los hambrientos, el auxilio que brinda desde su misericordia, que la Virgen proclama como grandeza de Dios, achicándose, haciéndose uno de nosotros, introduciéndose en nuestras historias.
El Señor es alabado y bendecido, proclamado en un canto de gozo en el corazón de María, mientras Ella cae en la cuenta de lo que ha ocurrido en aquella mañana, posiblemente en la cocina de su casa (como se suele decir). Mientras cumplía con los quehaceres domésticos, la arrebata el Espíritu de Dios en la presencia del ángel con el saludo: “Alégrate María, el Señor está contigo”. Esta salutación angélica, que le proclama a la Virgen su maternidad bendita del hijo de Dios, es la raíz del gozo que hay en el corazón de la Madre y que nos lo contagia. Si de verdad queremos encontrar los motivos genuinos de nuestros cantos de alabanza, es de rodillas frente al misterio de la Redención donde lo encontraremos.
Allí es cuando se produce el encuentro entre el cielo y la tierra, entre nuestra pequeñez y la grandeza del Señor, entre la historia herida de la humanidad, ahora reconciliada de manera anticipada por el Padre, en el corazón inmaculado de María. Él hace lo imposible por ganar el corazón de los hombres, eligiendo y preparando desde siempre el alma de esta mujer, para que al nacer en la carne pero sin pecado, viniese a rescatar a los que nos enredamos por tantos lugares, en miserias, en medio de pobrezas, de mezquindades, de arrebatos, de preocupaciones, de sin sentidos, de nuestra historia poblada de soberbia que en más de una oportunidad se declara uno mismo Dios, sin dejarle a Él el lugar que se merece y el único que le cabe.
La Virgen nos pone en marcha en la búsqueda de la promesa, proclamando con Ella la certeza absoluta de que Dios, definitivamente, vencerá, también en nuestra propia historia. El Señor nos invita a sumarnos al canto de alegría con el que María dio a conocer su misericordia, porque es el Mesías quien ha venido a poner de pie a un pueblo que necesita recuperar su dignidad y que no le viene de otro lugar, sino de la certeza de que Dios se ha manifestado para cambiar la realidad.
El rumbo de la historia estaba en manos de los poderosos, ha pasado a estar en los sencillos, donde el Señor se muestra en toda su grandeza. La nueva fuerza que viene de lo alto se ha derramado para marcar un antes y un después: Jesús, el que María proclama en el Magnificat. No dejemos hoy de cantarle al Hijo “Mi alma canta a un Dios grande y me espíritu se alegra sólo en Aquel que es capaz de darme felicidad, en el que me rescata y me salva, el que vence mis muertes más hondas, con las que me enterré y que me encuentro todos los días, en medio de las dificultades que me entristecen y que me agobian”.
Padre Javier Soteras
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