La fiesta de la presentación: encuentro, espera y luz

martes, 2 de febrero de 2016

 

02/02/2016 – Cuando llegó el día fijado por la Ley de Moisés para la purificación, llevaron al niño a Jerusalén para presentarlo al Señor, como está escrito en la Ley: Todo varón primogénito será consagrado al Señor. También debían ofrecer en sacrificio un par de tórtolas o de pichones de paloma, como ordena la Ley del Señor.

Vivía entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, que era justo y piadoso, y esperaba el consuelo de Israel. El Espíritu Santo estaba en él y le había revelado que no moriría antes de ver al Mesías del Señor. Conducido por el mismo Espíritu, fue al Templo, y cuando los padres de Jesús llevaron al niño para cumplir con él las prescripciones de la Ley, Simeón lo tomó en sus brazos y alabó a Dios, diciendo:
“Ahora, Señor, puedes dejar que tu servidor muera en paz, como lo has prometido,
porque mis ojos han visto la salvación
que preparaste delante de todos los pueblos:
luz para iluminar a las naciones paganas y gloria de tu pueblo Israel”.

Su padre y su madre estaban admirados por lo que oían decir de él.  Simeón, después de bendecirlos, dijo a María, la madre: “Este niño será causa de caída y de elevación para muchos en Israel; será signo de contradicción, y a ti misma una espada te atravesará el corazón. Así se manifestarán claramente los pensamientos íntimos de muchos”.

Estaba también allí una profetisa llamada Ana, hija de Fanuel, de la familia de Aser, mujer ya entrada en años, que, casada en su juventud, había vivido siete años con su marido.  Desde entonces había permanecido viuda, y tenía ochenta y cuatro años. No se apartaba del Templo, sirviendo a Dios noche y día con ayunos y oraciones. Se presentó en ese mismo momento y se puso a dar gracias a Dios. Y hablaba acerca del niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalén.

Después de cumplir todo lo que ordenaba la Ley del Señor, volvieron a su ciudad de Nazaret, en Galilea.  El niño iba creciendo y se fortalecía, lleno de sabiduría, y la gracia de Dios estaba con él.

Lc 2, 22-40

¡Bienvenidos a la Catequesis! En la fiesta de la Presentación del Señor y la Virgen de la Candelaria te invitamos a…

Posted by Radio María Argentina on martes, 2 de febrero de 2016

Hoy celebramos la fiesta de la Presentación de Jesús.  Es la fiesta del encuentro del Niño Jesús con su pueblo. Es llevado por sus padres al encuentro, porque Dios es un Dios que sale al encuentro, que quiere encontrarnos en la historia de nuestro pueblo, en nuestros ritos, en los jóvenes y los ancianos. Los jóvenes eran María y José con su niño recién nacido, los ancianos el viejo Simeón y Ana.

El evangelista dice en el texto de hoy 4 veces que los padres de Jesús cumplían con la ley. Hay alegría en el ambiente, los padres de Jesús cumplen la ley y lo hacen con alegría como tantos padres que se acercan hoy a bautizar a sus hijos. Es la fiesta del encuentro, y el Señor viene a invitarnos a tender puentes y no murallas. Necesitamos entender que el evangelio se hace carne siendo hacedores de puentes. Por eso en la fiesta de la purificación o de la candelaria comenzamos la misa desde la puerta del Templo como signo de salir al encuentro. 

El Papa Francisco nos lleva e invita “contagien la alegría del evangelio, no sean portadores de malas noticias”. No implica negar la realidad, tantas veces dura y doloroso, sino asumirla pero también ser “portavoces de buenas noticias”.

Fiesta del encuentro, de la espera y de la luz

La fiesta de la presentación también es fiesta de la espera del pueblo fiel, de quien sabe que no va a ser defraudado: Vivía entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, que era justo y piadoso, y esperaba el consuelo de Israel. El Espíritu Santo estaba en él y le había revelado que no moriría antes de ver al Mesías del Señor.  Es el Espíritu quien lo conduce, por eso al encontrarse con el niño lo tomó en sus brazos y alabó a Dios. La esperanza nos permite reconocer a Jesús, tomarlo y alabar a Dios. Si vos esperás confiadamente vas a tener al Señor en tus brazos y vas a alabar a Dios. Si vos descreés y desconfiás no lo vas a encontrar a Dios y en lugar de alabarlo vas a amargarte. Es difícil encontrar a Dios y a la vez bien sencillo. Está en el hermano necesitado como dice Mt 25.

Simeón fue al Templo para abrazar a Dios, para descubrir que Dios cumple sus promesas. “Ahora, Señor, puedes dejar que tu servidor muera en paz, como lo has prometido, porque mis ojos han visto la salvación que preparaste delante de todos los pueblos: luz para iluminar a las naciones paganas y gloria de tu pueblo Israel”. Esta oración de Simeón la repetimos cada noche en la oración de completas. Es la fiesta del encuentro y de la espera que nos llena de paz. Necesitamos confiar en que el Señor cumple sus promesas y dejar que se produzca ese encuentro: en el templo interior, en alguna iglesia, en el templo que es mi hermano para poder vivir en paz. A la paz la vamos a encontrar si nos encontramos en Jesús, en todas sus manifestaciones, y sobretodo si confiamos en Él. Así podremos decir con Simeón “luz para iluminar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel”. 

Si nuestras comunidades viven con alegría podremos ser luz. Así en el barrio se podrá ver que en la Parroquia hay fuego, que hay alegría y caridad. ¡Que importante poder transmitir luz y por ende esperar con alegría y confianza!. Pidamos a estos hombres ancianos pero tan jóvenes, que nos den capacidad de saber esperar. 

Ana supo vivir con fidelidad, permaneciendo muchos años en el Templo con ayunos. Ella también llegó al Templo en ese momento y se puso a alabar a Dios.

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Llenarnos de misericordia

El P. Diego Fares, nos invita a mirar la luz con misericordia. La misericordia es esa luz hecha carne que pone su tienda en medio nuestro. Nosotros tenemos que llevar esa luz de la misericordia, llenarnos de luz y transmitirla. Eso implica antes, dejarnos misericordiar por el Padre. Si no llegamos a vivir y sentirnos profundamente amados por el Padre no podremos acompañar procesos de otros. La misericordia enciende las brazas, hace brotar las semillas que parecían secas, hace nuevas todas las cosas. 

Cuando uno mira juzgando duramente los ojos se ponen rígidos y miopes. La expresión “cegado por la rabia” no es una metáfora sino algo físico: la ira nos hace ver todo borroso y atacar disparando a ciegas. Uno, cuando está enojado, dice cualquier cosa con tal de herir. De hecho, la ira es muy autorreferencial. Por eso en la fiesta de la presentación hay una pedagogía de la luz, de la esperanza, y del encuentro. 

La ira nos enturbia la mirada. La misericordia se toma su tiempo, se hace ternura, toma al niño en sus brazos, alaba a Dios y así Ana y Simeón transmiten toda su experiencia a estos padres jóvenes. La misericordia no quiere herir sino curar, no quiere atacar sino corregir. Lo más propio de la mirada de la misericordia, es que sabe con cuidado acercarse al herido para ver dónde hay que curar. No pisotea, no invade, sino que en punta de pie se acerca. 

La figura de éstos dos ancianos en el Templo no es invasiva. Tuvieron la capacidad de esperar, de acercarse silenciosamente. Ni dieron un grito ni dieron un estruendo, sino que se acercaron con sencillez y respeto. Así es la misericordia, silenciosa y sencilla, va calentando lo helado. La misericordia nos hace humildes.

Simeón cuando descubre al Señor dice “ahora Señor puedes dejar que tu siervo descanse en paz”. Ya ha cumplido su anhelo más profundo. No quiere jugar de profeta ni sale con grandes anuncios. Sabe cumplir su rol, y sabe también desaparecer. Pidamos al Señor que podamos en esta fiesta que el Señor vaya cultivando éstas actitudes: de encuentro, de humildad y de luz. El Templo en el que el Señor quiere salir a tu encuentro es tu casa, el colegio, tu trabajo, la colonia de vacaciones… el lugar donde el Señor ha puesto su morada en medio de tus cosas. 

 

Dice el P. Diego Fares que la misericordia de Dios tiene nombre: se llama Jesús y, paradójicamente, nos cura no “desde arriba” sino haciéndose con nosotros uno más, hasta el punto de hacernos sentir pena de que sea tan débil, tan poquita cosa su humanidad.
Y nos invita a releer rezando el prólogo de Juan poniendo en lugar de la “Palabra”, Misericordia.

Al principio existía la Misericordia
y la Misericordia estaba junto a Dios,
y la Misericordia era Dios.
Al principio estaba junto a Dios.

Todas las cosas fueron hechas con Misericordia
y sin ella no se hizo nada de todo lo que existe.
En la Misericordia estaba la vida,
y la Misericordia era la luz de los hombres.
La luz de la misericordia brilla en las tinieblas,
y las tinieblas no la percibieron.

La Misericordia era la luz verdadera
que, al venir a este mundo,
ilumina a todo hombre.
Ella estaba en el mundo,
y el mundo fue hecho por medio de ella,
y el mundo no la conoció.
Vino a los suyos,
y los suyos no la recibieron.

Pero a todos los que reciben la Misericordia,,
a los que creen en su Nombre,
les dio el poder de llegar a ser hijos de Dios.
(Hijos que) no nacieron de la sangre,
ni por obra de la carne,
ni de la voluntad del hombre,
sino que fueron engendrados por Dios.

Y la Misericordia se hizo carne
y habitó entre nosotros.
Y nosotros hemos visto su gloria,
la gloria que recibe del Padre como Hijo único,
lleno de gracia y de verdad.

De su plenitud de Misericordia, todos nosotros hemos recibido
y gracia sobre gracia:
porque la ley fue dada por medio de Moises,
pero la gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo.
El es la Misericordia del Padre.

Nadie ha visto jamás a Dios;
el que lo ha revelado es e Hijo, el Misericordioso,
que está en el seno del Padre.

 

Que este año santo de la Misericordia nos traiga la gracia de recibirla plenamente en nuestro interior, dejando que sane todo pecado y corrija con indulgencia todo defecto, y de poder expresarla con obras a nuestros hermanos más necesitados.

 

Padre Alejandro Puiggari

Material elaborado en base a catequesis del Papa Francisco y una reflexión del P. Diego Fares “A la luz de la misericordia”