Antígona, libertad sin ataduras

lunes, 30 de julio de 2012
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1.      Hija del incesto e hija del pueblo

            Ahora las lágrimas se han secado en el polvo del camino; sin embargo, regaron los infortunados pasos que la llevaron a Antígona a su destino final. Muchos han escuchado su nombre pero no todos conocen su impactante historia.

Hoy florece, una vez más, la memoria de esta mujer valiente, con una evocación que, ni la fuerza erosiva del mismo tiempo, ha logrado –definitivamente- borrar.

            Noble Antígona: he aquí el relato de tus días y tu lucha.

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            Quizás, no todos conocen a Antígona; no obstante, si pronuncio el nombre de Edipo, todos lo reconocerán. Eso es lo que pasa con los hijos de padres famosos: tienen que luchar por su propia identidad y singularidad. Aunque no es el caso exacto de Antígona ya que ella forjó un destino particular, con su temple y el combate de sus propias ideas y convicciones. Una mujer coherente, más allá de las consecuencias que, para ella misma, vinieron.

            Durante mucho tiempo, fue la luz de los ojos de su padre Edipo, cuando éste -literalmente- se los arrancó desesperadamente al conocer las consecuencias de sus actos, aquellos que deseaba evitar y que, al final, ejecutó, según su destino, a pesar de sí mismo. Queriéndolos voluntariamente evitar, los realizó.

 

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            Edipo era hijo del rey Layo y de la reina Yocasta. Un oráculo había advertido al rey Layo que sería asesinado por manos de su propio hijo y que éste tomaría como esposa a su madre. Decidido a huir de semejante destino, ató los pies de su hijo recién nacido, inmovilizándolo totalmente y lo abandonó para que muriera en una montaña solitaria.

Hay quienes afirman que al nacer el niño, el rey Layo le atravesó los pies con los broches metálicos con los que sujetaban las túnicas y las ropas, teniendo la esperanza que por esta herida se le provocara al pequeño una discapacidad para caminar. Lo entregó así a un pastor para que lo abandonara. El rey deseaba escapar del oráculo, sin embargo, matar directamente al indefenso hubiera sido una impiedad. De todos modos quizás nadie recogiera a un recién nacido con los pies atravesados. El pastor que recibió al niño, lo entregó a su vez al rey Pólibo y a la reina de Períbea que se encargaron de la crianza del bebé.

Lo llamaron Edipo que significa “pies hinchados” debido a la inflamación que tenía motivada por la fuerte presión de la atadura de sus pies y tobillos y por la herida de los broches metálicos. El pequeño fue adoptado como si fuera un hijo y creció en la corte no sabiendo su condición. Cuando maduró un poco más, como todo adolescente en búsqueda de su identidad, un día fue a consultar la sabiduría del oráculo de Delfos.

El oráculo le auguró que mataría a su padre y luego desposaría a su madre. Edipo, creyendo que sus padres eran quienes lo habían criado, decidió no regresar nunca a la corte para huir así de su fatal destino. Emprendió un viaje intentando encontrar nuevas tierras y un paradero donde pudiera comenzar de nuevo, lejos del lugar y de las personas donde él creía que se iba a cumplir la sentencia oracular.

Durante el camino, Edipo se encontró con el rey Layo, su verdadero padre a quien no conocía, quien también viajaba a la ciudad de Delfos para una consulta al oráculo. El heraldo y acompañante del séquito del rey Layo, exigió a Edipo que le cediera el paso al importante monarca y maltrató al caballo en que venía el joven, el cual se encolerizó y mató al esclavo y también al mismo rey Layo que intervino en el altercado intentando defender a su esclavo. Los acompañantes -al no poder custodiar debidamente al rey en tales circunstancias y por temor al descontrol que se había generado- se dieron a la fuga. Edipo, había matado a dos personas: al rey y a su esclavo principal. Sin que lo supiera, había cumplido así parte de la tremenda profecía. Ese desconocido que se acaba de cruzar en su camino era –nada menos- que su padre, al cual terminaba de quitarle la vida en un arrebato de enojo y violencia callejera. Edipo ignoraba qué rey era y          -sobre todo- no sabía que ése era su verdadero padre. Escribió así la primera parte de la sentencia de su destino. Ante tal inesperado suceso, Edipo –lleno de temor por lo ocurrido- huyó.

 
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En el reino, una vez conocida la infausta noticia de la muerte del rey Layo en el camino hacia la ciudad de Delfos, realizada violentamente por las manos de un desconocido, la reina Yocasta pretendió que su hermano –Creonte- heredara el trono de su difunto esposo.

 

 Sólo y sin hogar, Edipo llegó al reino del mismo rey que acaba de matar, sin saber que ése era el lugar donde residía el monarca al que quitó la vida. La entrada al reino estaba custodiada por un animal fascinante, misterioso y cruel, llamado Esfinge. Era un monstruo con rostro de mujer, cuerpo de león y alas de ave. Muy inteligente: hablaba y andaba por los caminos, matando y devorando a todos los viajeros que no supieran responder al enigma que les planteaba para poder cruzar las puertas de la ciudad.

 

Cuando Edipo llegó, el extraño ser le efectuó una pregunta. Si no la respondía correctamente, no podía acceder a la ciudad para buscar asilo. El interrogante fue el siguiente: ¿qué ser provisto de habla es de cuatro patas, de dos y de tres?”. Edipo quedó perplejo ante la pregunta, la Esfinge se echó a reír y con ironía le hizo la misma pregunta de otra manera: “existe sobre la tierra un ser bípedo, trípode y cuadrúpedo que tiene habla y en la medida en que  anda apoyado en más pies, la movilidad de sus miembros es cada vez más débil”. Edipo se asombró aún más, el monstruo volvió a reírse con sorna, burlándose de la inteligencia del muchacho que seguía desconcertado. El monstruo se preparó entonces para devorarlo prontamente. El joven le suplicó, por última vez, la formulación del acertijo. La Esfinge, fastidiada, le contestó: “suponiendo que un día es metáfora de las distintas etapas de la vida: ¿cuál es el animal que camina en cuatro patas al principio del día, con dos por la tarde y al ocaso con tres?”.

 

A la tercera vez, Edipo se iluminó y, de pronto, le respondió al astuto monstruo: “ese animal no es otro que el ser humano que camina en cuatro patas cuando siendo bebé gatea, luego camina en dos cuando anda erguido durante toda su juventud y al final de su camino, cuando es anciano, anda en tres ya que se vale para su paso vacilante de un bastón”.

 

La Esfinge se maravilló de la respuesta correcta y no queriendo darse por vencida, por orgullo intelectual, enunció a Edipo otro acertijo: “¿cuáles son los dos hermanos, una de las cuales engendra al otro y, a su vez, ésta es engendrada por el primero?” Edipo, sin titubear y sin dejar que la extraña creatura buscara otra formulación, contestó: “el día y la noche”.

 

Al escuchar la respuesta acertada, en dos preguntas seguidas, la Esfinge -llena de rabia- saltó desde el monte que era su guarida y se tiró al vacío, suicidándose ya que nadie a partir de su derrota la respetaría como celosa guardiana de la entrada de la ciudad. El pueblo festejó la noticia debido a que le temían mucho al monstruo. Los habitantes del reino creyendo que el rey Layo había muerto en manos de asaltantes desconocidos y agradecidos al viajero por librarlos de la maligna creatura, lo recompensaron haciéndolo su rey, por lo cual debía tomar a la reina viuda -Yocasta- por esposa. Edipo no sabía que ella era su verdadera madre y la reina no sospechaba que ése joven era su hijo ya que el pequeño había sido separado de ella apenas había nacido. 

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Sucedió entonces que Edipo fue rey de aquél lugar y se desposó con Yocasta. Durante muchos años la pareja, a pesar de la diferencia de edad entre ambos,  no supo -en realidad- que eran madre e hijo. Tuvieron cuatro hijos, dos varones: Polínices y Etéocles; y dos mujeres: Ismene y Antígona.

Pasando los años sobrevino una terrible plaga con escasez de alimentos en la ciudad. Los dioses, a pesar del tiempo transcurrido no querían que el asesinato del anterior rey quedara impune, por lo cual hicieron saber que aún el asesino del rey Layo no había pagado por su crimen y que contaminaba con su presencia a toda aquella ciudad, maldiciéndola.

El rey Edipo, encabezando entonces una comitiva para salvaguardar su reino, emprendió las averiguaciones, buscando justicia para su pueblo y castigo para el culpable. Estaba en esos menesteres cuando apareció en la corte, ciego y apoyándose en un bastón el adivino Tiresias, el mismo que el rey Odiseo había ido a consultar después de la guerra de Troya en las regiones oscuras y subterráneas del Hades. El anciano se presentó en la corte y le reveló la voluntad de los dioses: había un hombre que estaba condenado a matar a su padre y casarse con su madre. Dirigiéndose a la reina Yocasta que estaba en el recinto real le dijo, en presencia del rey Edipo, que ese hombre era su actual esposo.

Esta afirmación del profeta Tiresias, al principio no fue creída hasta que sus palabras fueron confirmadas por una carta de la madre adoptiva del rey Edipo que el mismo anciano portaba. La reina Períbea había sido consultada para garantizar las palabras del vaticinio. En esa carta decía que la muerte del rey Pólibo le permitía revelar las circunstancias de la adopción de su hijo Edipo. La reina Yocasta, al oir el contenido de la carta, atravesó el vestíbulo del palacio y en su recámara se ahorcó de vergüenza, usando las largas trenzas de su propia cabellera. Al llegar hasta donde la reina yacía sin vida, el rey Edipo desató las trenzas y el lazo apretado del cual la reina colgaba, y cuando el cuerpo cayó, tomó los largos y grandes alfileres de oro que sostenían los vestidos reales de Yocasta y con ellos se punzó y se perforó los ojos, hiriéndose para no ver los sufrimientos que padecía, los crímenes que había cometido y el mal que había causado involuntariamente, precisamente por querer esquivar el destino señalado.  Se hirió los ojos diciendo que así no vería más, ni verían -en adelante- a quien no debían haber visto jamás, ni conocerían al que nunca debieron haber conocido. Y mientras así se lamentaba, no cesaba de darse golpes, desgarrándose sus ojos. Sus ensangrentados párpados y ojos le teñían la barba. A partir de entonces, algunos dicen que fue atormentado por las diosas Erinias de la venganza que lo acusaban por haber causado la muerte de su padre y de su madre y también esposa.

Sin poder derramar una sola lágrima -porque las cuencas de sus ojos estaban vacías- todos vieron cómo el desventurado rey Edipo, sin sus vestiduras reales, abandonaba la ciudad que él mismo había librado de la Esfinge.  El rey abdicó a su trono y empezó a vagar -durante muchos años- de un país a otro, guiado solamente por la fiel compañía de su hija Antígona. La cual fue la única de sus cuatro hijos que se compadeció de él ya que rey Edipo, lejos de haber querido causar todo ese daño, había pretendido evitarlo. Los dioses no permiten que el destino sea cambiado o burlado. Por misericordia a su padre y por respeto a los dioses, Antígona fue la luz de aquellos ojos vacíos. Las diosas Erinias perseguían y atormentaban al vencido rey Edipo hasta que profundamente afligido y, sin fuerzas, murió como vagabundo errante, sin encontrar lugar alguno donde vivir en paz consigo mismo.

 

El rey Teseo, el mismo que había sepultado en el mar a su hijo Hipólito fue quien enterró el cuerpo del rey Edipo. Su rostro envejecido de aflicciones y con sus ojos vaciados parecía una máscara deforme. Sólo lo acompañaba su hija Antígona, luz de aquellos ojos que ya no tenía luz y fuerza que sostenía el errático andar de un hombre vagabundo y perdido.  Solamente Antígona, silenciosa y piadosamente lo acompañaba en su destierro, sirviéndole de guía. En toda aquella nefasta oscuridad del destino del rey Edipo sólo la fiel Antígona fue su luz y su bastón, la única hija que le reveló verdadero amor filial.

 

Mientras tanto sus dos hijos varones luego de algunas disputas ambiciosas y sin llegar a un acuerdo, decidieron compartir el trono vacante, alternándose en el poder cada año. Así ninguno podía quedarse definitivamente con el reino.  Cuando el primer año del reinado del rey Etéocles llegó a su fin, éste se negó a traspasar el poder a su hermano. Se había dejado tomar por el deseo de poder. No quería compartir el trono con su hermano. Los dos constantemente combatían por el reino, sin ponerse de acuerdo. Algunos afirman que eso era debido a una maldición lanzada contra ellos y sobre la estirpe del rey Edipo.

 

Se suponía que Etéocles y Polínices debían turnar el trono periódicamente, pero Etéocles decidió quedarse en el poder después de cumplido su período. Polínices entonces buscó ayuda en las fuerzas de una ciudad vecina que era rival y reunió a un grupo de poderosos aliados e intentó así recuperar el trono. Armó un ejército y regresó para reclamar lo que era suyo mediante el asedio a la ciudad mientras su hermano estaba empecinado en perpetuarse en el poder.  Esto desencadenó una cruel guerra. En la lucha fratricida murieron numerosos héroes. Intentando dar fin a la contienda, los dos hermanos -Etéocles y Polínices- se enfrentaron en una lucha singular, cuerpo a cuerpo para dirimir finalmente la controversia. Después de una larga lucha en la que todo el pueblo observaba y aclamaba por uno y otro, en diversos bandos, acabaron ambos traspasándose mutuamente con sus respectivas espadas. Los dos murieron ese día en la puerta de la ciudad, como sentenciaba una antigua profecía.

 

Ante esto, no habiendo sucesor varón, Creonte, el hermano de la reina Yocasta  que se había suicidado, se proclamó a sí mismo rey ya que no existían otros hijos varones del difunto rey Edipo. Además de las dos hijas que quedaban de los reyes, Antígona no estaba presente en aquél lugar e Ismene era menor.

 

El primer acto de gobierno que el rey Creonte decretó fue negar los ritos funerarios a todos los que habían luchado contra la ciudad. Además dictaminó que, por haber traicionado a su patria, buscando la fuerza de un reino aliado y por asediar el reino, Polínices no fuera enterrado dignamente y se lo dejara a las afueras de la ciudad, sin incinerarlo como era costumbre y tampoco sin sepultarlo, permaneciendo al aire libre, sirviendo de alimentos a cuervos, lobos y perros vagabundos.

 

En tanto Antígona volvió a la ciudad después de la muerte de su padre Edipo y se encontró con su tío en el poder. La primera acción del rey no estaba sujeta a discusión. Deseaba hacer prevalecer su poder a toda costa porque había sido usurpada la corona y no venía de la sangre directa del rey difunto. Las circunstancias lo habían favorecido y no se encontraba dispuesto a que le arrebataran el trono. De todas formas, las dos hijas que quedaban del rey Edipo eran jóvenes que no le significaban ninguna amenaza, aparentemente. El tiempo mostró otra verdad.

 

El nuevo rey, muy confiado de sí mismo y de su autoridad, persistió declarar traidor a Polínices y prohibir -bajo pena de muerte- que su cuerpo recibiese la debida sepultura. Antígona, a pesar de ser mujer y de su juventud, estaba dispuesta a desafiar ese decreto. La experiencia del acompañamiento de su padre ciego la había hecho madurar y decidió salir de la ciudad, tomando el cadáver de su hermano para incinerarlo tal como lo prescribía el ritual mortuorio. Ése era un derecho de todos los difuntos y una obligación de sus deudos.

 

El rey Creonte no vio bien que una mujer lo desafiara. Él había dictaminado que Polínices actuó en contra de la ciudad y de todo lo establecido, por lo cual debía podrirse en el camino ya que los derechos civiles, el prestigio ciudadano y la seguridad se habían visto amenazados.

 

Antígona alzó la voz denunciando, con el apelativo de tirano, al nuevo rey, afirmando que aquello que estaba haciendo era un verdadero abuso de poder y que él no podía estar por sobre las divinidades ya que un muerto que se pudriese a cielo abierto, constituida una verdadera afrenta a los dioses, los cuales maldecirían a la ciudad por aquella falta de devoción y de humanidad. Además las pestes podían propagarse a todos a partir de cualquier cuerpo en putrefacción. El entierro no sólo era una obra de reconocimiento de la dignidad de cualquier difunto sino que la necesidad de ocultamiento de los cadáveres era una cuestión de salud pública.

 

La joven -valiente y resueltamente- proclamaba por las calles estas ideas. La falta de cremación y de entierro era un pecado contra la religión y la justicia divina, una falta de solidaridad y un atentado contra la salud general.

 

Antígona llevó su acción particular -dar cumplimiento al rito funerario a sus muertos- a una cuestión de estado ya que el dilema planteado consistía en acatar o no a quien se puso como máxima autoridad legislando en nombre de todos. Su causa era una cuestión religiosa, política, ética, jurídica y social que le competía a toda la ciudad. Su defensa comenzó a tener eco entre los diversos ciudadanos que aprovecharon la ocasión para manifestar el descontento con el nuevo rey. Les parecía un oportunista y usurpador. Las cuestiones personales se vuelven sociales cuando ganan la calle y -a partir de casos concretos- se defienden los derechos de todos.

 

Antígona tuvo la osadía de trasladar un hecho puntual y familiar a una cuestión popular y general. Nadie se sentía ajeno al dilema. Todos opinaban, daban sus razones y se ponían de un lado o del otro. El debate social siempre es bueno para esclarecer ideas y posiciones. Hace madurar en la conciencia de pueblo y en su identidad. Las grandes crisis sociales son oportunidades para el crecimiento de la conciencia común.

La muchacha, sin querer, había asumido un rol protagónico. Todo el reino estaba pendiente. Ella sabía que eso no le sería favorable pero tenía que hacerlo. Así como lo hizo por su padre, también quería hacerlo por su hermano. Para Antígona, la familia era principal bien personal y social de una persona. Ella estaba dispuesta a dar la vida por la defensa de su familia o por alguno de los miembros de ella. De hecho, ya se había quedado sin hermano varones. La ambición los había perdido.

Todo tuvo un precio para la joven. De pronto se había convertido, para muchos, en la hija de todos y en una voz popular. Era la abanderada frente al poder de turno, la voz y la defensa de los derechos comunes.

A menudo se sentía muy poco preparada. Las circunstancias la habían llevado al lugar en que estaba. La defensa de los que no se podían defender la había puesto allí. A veces se sentía sola y débil frente a tanto y frente a todos. En ciertas ocasiones la esperanza flaqueaba y veía un oscuro porvenir. Ella no deseaba contemplar la promesa del mañana desde las cuencas vacías y oscuras de los ojos de su padre ciego. Quería ver la luz y la esperanza de un mañana distinto y mejor para todos, un mundo más justo. Ella todavía persistía en soñar con la mañana siguiente.

2.      Muerta en vida

La hermana de Antígona -Ismene- tuvo que tomar partido ante la situación creada. Ambas eran hijas de los mismos padres, recibieron la misma sangre y la misma educación; se forjaron en los mismos valores, sin embargo, tuvieron pensamientos, actitudes y resoluciones muy diferentes.

Antígona sostenía vigorosamente que los dioses estaban por sobre cualquier poder humano y por encima de toda ley humana. Ella estaba decidida, aún a costa de su propia vida, a dar los ungüentos, cremar y enterrar las cenizas de su hermano. Toda persona tiene un valor sagrado. Dejar a un muerto sin entierro era una blasfemia, un sacrilegio a los dioses y al sentido trascendente de la existencia humana. La vida y la muerte no se pueden manipular según el arbitrio de los hombres.

Los honores y las honras fúnebres eran muy importantes pues el alma de un difunto insepulto estaba condenada a vagar por la tierra, eternamente penando, sin descanso alguno. Más allá de lo que pensara y ejecutara el rey Creonte y de lo que decidiera el pueblo, Antígona no temía quedarse sola ante los dioses y el mundo. Ya había ayudado a su padre, el rey Edipo, quien –al final de su vida- se había enfrentado a la dolorosa verdad de los hechos acaecidos por su propia libertad, sin tratar de huir, como la primera vez que intentando escapar, lo único que consiguió fue –mediante equivocaciones-  ratificar su propio destino. El rey Edipo se hizo responsable de sus actos y sus consecuencias. Ella, su hija, siguiendo el ejemplo de su padre, haría lo mismo.

El rey Creonte mientras tanto se reía públicamente de la joven, no respetando el lazo familiar que los unía. El monarca se sentía inimputable, podía hacer lo que le viniera en gana, incluso cualquier crimen. Su impunidad era total. Era él quien determinaba las leyes y el destino de todos los que estaban bajo su sombra. Además, irónicamente, despreciaba a su sobrina por ser mujer. Una muchacha no debía alzar la voz en público, ni tener el coraje de pensar distinto, ni mucho menos arengar al pueblo a sublevarse. No existían las injusticias si las determinaba el rey. Él era la ley y la norma.

 

El rey Creonte, al ver la tenacidad de su sobrina, comenzó a herirla públicamente. Le recordó que su padre era hijo y esposo de su madre y que ella y sus hermanos eran hijos y hermanos de su padre y que el incesto y el homicidio, aunque el rey Edipo, no los hubiera cometido voluntaria y conscientemente se habían realizado por el designio de los mismos dioses que ella invocaba. ¿Cómo era posible que los dioses quisieran un mal?; ¿cómo era factible que propiciaran el incesto y el homicidio?, gritaba el rey fuera de sí.

 

Antígona le respondió que los mismos dioses estaban sometidos al destino y que ellos no desearon el mal del rey Edipo sino que éste cumplió -con sus acciones, incluso con sus errores- lo señalado por las profecías.

 

El rey Creonte, cada vez se indignaba más ante la inteligencia y el ímpetu que mostraba la joven. Sintió pena que no estuviera de su lado. La hubiera necesitado para su gobierno. La fortaleza y la sabiduría de las mujeres fueron siempre necesarias para la política Sin embargo, el machismo imperaba. El poder era un dominio exclusivamente masculino.

 

Ante la irresistible perseverancia de Antígona, el soberano se obstinó, aún más y se comportó como un déspota y un dictador totalitario. Ratificó su decreto, explicitando que Etéocles fuera enterrado con los honores que correspondían a los héroes que mueren por la patria; y que Polínices -que había muerto defendiendo el bando de los sitiadores- fuera dejado insepulto sobre la tierra para que, en memoria de su enemistad, se pudriese al sol y fuera devorado por los buitres. No debían respetarse para él las tradiciones del deber sagrado de sepultar a los muertos para que así, el alma de ese difunto traidor recibiera su castigo y vagara eternamente sin reposo, sin nunca poder acceder al reino del Hades, donde las sombras descansan.

 

Antígona, a pesar de la ratificación del veredicto, no volvió atrás con su decisión. Supo que su suerte estaba marcada y que su acción tendría una consecuencia irreversible; sin embargo, no podía ir en contra de su conciencia y, de un derecho fundamental y básico que -además- era un deber divino.

 

Decidió, valerosamente, de todos modos, enterrar el cuerpo de su hermano y realizar todos  los correspondientes ritos prescriptos, rebelándose así contra Creonte, el rey, su tío y -además- su suegro pues estaba comprometida con el príncipe Hemón, hijo de aquél.  

 

Cuando el príncipe supo que su padre estaba dispuesto a castigar el desacato de su prometida, fue a la presencia de su padre y le habló para que no llevara a cabo la reprimenda que estaba pensando. El muchacho no sabía cuál sería la reprensión dada para el aleccionamiento de Antígona y de todo el pueblo que osara discutir sus órdenes. No obstante, fue para interceder por ella, ante el enojo creciente de su padre. Supuso que era algo pasajero y que luego de arrepentirse, Antígona recobraría la libertad.

 

El príncipe le afirmó al soberano que él -como hijo y súbdito de su reino- respeta su decisión, sea cual fuere. Estar a favor de lo que pensaba su padre era la estrategia del joven ya que su intención era convencer al rey. El príncipe sabía que no era parte del conflicto principal y que él, sin duda, no afectaría en las decisiones tomadas, aunque lo intentó. También le explicó a su padre que no se cerrara totalmente sino que abriera su mente y que no considerara su verdad como inapelable sino que escuchara lo que opinaba la juventud y el pueblo.

 

Los gobiernos que no escuchan a su pueblo terminan por sucumbir. No hay que aferrarse a la verdad como si fuera uno su dueño. El joven discutió con su padre pero, éste hizo oídos sordos. La decisión ya estaba tomada y sería comunicada de inmediato. El príncipe suplicó, de rodillas, a su padre clemencia para su amada, pero éste hizo se cerró a la petición de su hijo. A esa altura, el reydeseaba librarse de un miembro de la familia tan potencialmente peligroso como Antígona. No podía permitir que una mujer con semejantes ideas y decisión, estuviera presente y activa en la ciudad, en el reino y en sus propios vínculos.

 

La vida de Antígona corría peligro. El rey Creonte había decidido darle muerte. Lo que nadie sospechó, ni siquiera el príncipe Hemón, fue la crueldad del modo que había elegido para eliminarla.

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Antígona custodiaba el cadáver de su hermano, junto a su prometido, su primo, el príncipe Hemón, hijo del rey Creonte, su tío. En ese momento se decidió finalmente a llevar a cabo su acción y -desafiando el mandato real- escapó por la noche, cuando no era vista por nadie, para incinerar el cadáver de su hermano. Al otro día todo el pueblo supo  que Polínices había sido incinerado y enterradas sus cenizas, según la piadosa costumbre de la religión.

 

El rey Creonte -al saber el hecho- se indignó considerándolo una ofensa a su voluntad y a su decreto. Una afrenta a su figura política y su autoridad. Preguntó a todos sus guardias sin alguno había visto algo y aunque ningún guardia supo quién había realizado aquella acción, al rey no le quedaban dudas que había sido la obstinada Antígona.

 

Algunos afirmaban que los dioses habían intervenido para resolver el conflicto. El rey Creonte se rió a carcajadas cuando mencionaron a los dioses. Amenazó entonces con pagar menos a los guardias reales si eran cómplices de la insurrecta. Supuso que alguien los había sobornado para comprar su silencio.

 

El rey  entonces, totalmente indignado, mandó a desenterrar las cenizas del cuerpo de Polínices. El pueblo se horrorizó de esta nueva actitud de petulancia del rey porque era un sacrilegio, aún mayor que no enterrar, el desenterrar y profanar cadáveres, cenizas y tumbas. Los muertos nunca estarían en paz con semejantes acciones. El monarca proclamó que él era la ley suprema y que su deseo constituía un imperativo para ser llevado siempre a cabo y que no temía a los dioses. Por algo era rey y político.  

 

Todas las sospechas recayeron evidentemente sobre Antigona. El rey desenterró las cenizas de Polínices y las expuso a la vista de todos. Las volvió a dejar insepultas.   Llegada nuevamente la noche, Antigona, persistente, fue –nuevamente- a enterrar las cenizas de su hermano. En esta ocasión, el astuto rey había dejado oculta la guardia real para vigilar el lugar. Al intentar Antígona, una vez más, enterrar las cenizas -conforme a los ritos funerarios- fue capturada, tomada prisionera por los centinelas y llevada inmediatamente ante el rey. Ella nuevamente explicó que había desobedecido porque las leyes humanas no pueden prevalecer sobre los mandatos divinos. Además se mostró orgullosa de sus acciones y no temió las consecuencias. El rey encolerizado, sospechó que la hermana de la joven, Ismene también estaba implicada y, a pesar del parentesco que lo unía a ellas, se dispuso a condenarlas a muerte.

 

Ismene, fue también llamada a la presencia del rey. A pesar de que no desobedeció la ley, sin embargo deseó compartir el destino con su hermana. Ismene, era la típica mujer obediente a los mandatos del varón, sometiéndose a él. Respetando la opinión del soberano, su tío, trató -en todo momento- de disuadir a su indefensa hermana. Mientras que Antígona se rebelaba ante el rey desde el fundamento de sus convicciones, Ismene se arrodillaba, frente a él, por temor. Dos hermanas, dos mujeres y dos actitudes ante el poder y ante la autoridad del varón.

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El Rey Creonte, en la exasperación de su ira, al ver que Antígona no tenía ninguna intención de arrepentirse y considerando que era una desobediente a la ley del estado, le dijo, con mirada encendida manifestando toda su furia, ante la corte y los guardias reales:

 

            “Antígona, hija de Edipo y Yocasta, mi hermana, te desconozco y te desheredo de tu linaje y de tu sangre. Desato el compromiso que asumiste con mi hijo, el príncipe Hemón ya que no eres digna por haber desacatado el imperio de mis órdenes y haber querido dar sepultura a las cenizas de un traidor a este reino. Te condeno, sin apelación alguna, a la pena capital de la muerte. Lo hago para defender a este pueblo de tus ideas y actitudes peligrosas.

 

            Ya que tanto te has obstinado en dar sepultura -habiéndolo hecho una vez e intentado hacerlo nuevamente y por haber envalentonado a la ciudad en tales prácticas- te condeno al suplicio que tu misma elegiste al querer sepultar a tu hermano.

 

            Que la sepultura de las cenizas de tu hermano se mezclen con tus cenizas y que su muerte sea tu muerte porque tú también has sido traidora a la patria y a la sangre. Que no veas, desde esta noche, nunca más la luz de los días. Y ya que has querido otorgar sepultura a tu hermano, que encuentres –junto a él y su nefasta memoria- tu propia sepultura. Ya que has deseado la paz para tu hermano, que tú no la tengas nunca en tu descanso y ya que has anhelado su sepultura, te condeno ahora, delante de todo el pueblo y de la corte, a que seas mañana antes del amanecer de un nueva luz a que sea sepultada viva”. (Efecto eco y repetición)

 

La brutalidad de tal tremenda sentencia sonó como el chasquido de un fuerte látigo en la asamblea. Ismene gritó de horror y rompió en llanto, suplicando de rodillas, por la suerte de su hermana , ya que sólo había querido dar paz a los difuntos y honrar a los dioses.

 

En ese momento, escuchando el eco de la sentencia, entró en el salón real, el príncipe Hemón, pálido y horrizado por la tremenda crueldad de su padre. El joven intercedió por la muchacha, lo cual irritó, aún más, al ofuscado monarca. No sólo tenía a dos sobrinas entre el filo de la vida y la muerte sino que, además, se sumaba su propio hijo.

 

Nada, ni nadie lo movió a piedad. Al contrario, haciendo ostentación de su absoluto poder de la vida, incluso de los de su propia sangre, el rey Creonte le ordenó al príncipe Hemón que, con sus propias manos, enterrara viva a su prometida en la misma tumba de Polínices. Los dos traidores debían estar unidos en su ignominia.

 

Ante esta aberración, Ismene declaró –desesperada en un intento por salvar la vida de su hermana- que ella misma había ayudado a Antígona en su acción y que, por lo tanto, merecía la misma suerte. Ismene solidarizándose se confesó culpable. Sin embargo, Antígona, negó que su hermana haya participado. Finalmente, sólo Antígona fue condenada a muerte. El rey decretó que la joven fuera enterrada viva, en una tumba excavada en la roca al modo de una pequeña cueva. Su propio prometido, en nombre del rey y de todo el pueblo, debía ejecutar la sentencia. Si así no lo hiciere, él mismo sería traidor, desheredado del trono y echado de su reino. El príncipe debía considerar esta delegación como un honor a la patria y manifestar así su lealtad a la corona de su padre.

Las dos hermanas, frente al rey y al príncipe, estaban ante el mismo conflicto. Antígona, creía  en sus convicciones, respetar la moral pública y la religión. Ismene, en cambio, se había abstenido de realizar cualquier acción por las reprimendas que el poder de su tío conculcara. Antígona asumió la acción y la lucha por sus ideas con total coherencia. Ismene, por su lado, prefirió el acatamiento, la subordinación, el temor, la derrota y la obsecuencia.

Algunos hablaron de Ismene como una ambiciosa con máscara de debilidad. Al principio se escandalizó cuando su hermana le contó sus planes para enterrar a Polínices contrariando el decreto del rey. Todo le pareció una locura de extremo peligro y exposición, por lo cual decidió no prestar ayuda a su hermana. Hay otros, en cambio, que sostienen que Ismene no fue una princesa débil y cobarde sino, lo que es peor, una hipócrita desleal.

Las personas se definen por sus acciones, no por sus palabras. Ismene –en sus actos- algunos sostienen que se desvinculó del plan de su hermana, no para defender la vida de Antigona -ya que al hacerlo se ponía en contra del rey Creonte- sino como estrategia de astucia para preservar su propia vida. En vez de pensar en la solidaridad con su hermana, buscó un modo en la cual, separándose de ella no fuera culpada de complicidad. Una vez que Antígona fue sentenciada mostró solidaridad para con ella. Su hermana mayor, por su sentido de justicia, no permitió que padeciera el mismo suplicio que ella. Por lo tanto, Ismene quedó con vida.

Haya sido estrategia calculada o no, lo cierto es que la hermana menor pudo escapar de esa sentencia de muerte pavorosa dictaminada para Antígona.

El príncipe Hemón, si se ponía de parte de Antígona, correría la misma suerte que ella, quedándose sin nada y si obedecía a su padre, sentía que, de pronto, se volvía un criminal. No podía enterrar viva a la mujer que amaba. No sólo enterraba el amor sino que la enterraba a su amada.

 

El príncipe señaló a su padre que el pueblo no estaba de acuerdo con que Antígona muriera ya que se la consideraba una heroína. Esto fue todavía más ofensivo para el rey. No podía aceptar que una simple joven se hubiera convertido en líder de las masas. El rey Creonte se negó a conferir el perdón a la condenada por considerar esa acción una muestra pública de debilidad de la corona. Por lo cual ratificó que Antígona muriese de modo inhumano por manos de su hijo. El príncipe Hemón, llorando ante la dureza de su padre, salió precipitadamente del recinto.

 

El rey decretó, ante todos los impávidos presentes que antes que amaneciera y se viera la luz del nuevo día, Antígona fuera sepultada viva a la vista de todos. Lo único que entonces se escuchó retumbar en la gran sala fue el grito desgarrador de Antígona.

 
3. Decisiones finales y fatales

 

Aquella noche Antígona, prisionera en la cárcel del palacio, sentía escalofríos de horror por la condenada sentenciada. Le rezó a su hermano Polínices para que la ayudara en esa hora oscura. Esa noche sería muy larga, se prolongaría en una oscura tumba en que seguiría, por un tiempo, con vida, hasta apagarse completamente.

 

El sólo pensamiento la perturbó. Imaginaba cuando el aire se acabara y la desesperación no tuviera salida y sus movimientos se vieran constreñidos por la escasez de espacio. Sintió palpitar su corazón aceleradamente. El temor la invadió hasta ahogarla. Esa asfixia no era nada comparada con la que sufriría dentro de unas horas. En ese lugar oscuro y solitario, sólo estaba ella y su desesperación, sin retorno. Oraba incansablemente, aunque el terror no le permitía la paz necesaria para rezar. Gritaba y lloraba hasta romper su garganta. Se veía desesperada, hasta arañarse entera, rasgando su piel. Tal vez tendría que estar lo más tranquila posible cuando todo ocurriese para que lentamente, como en un sosegado adormecimiento, dejarse morir.

 

Todos estos pensamientos eran su tormento. Las horas pasaban lentas, pesadas y silenciosas. No se escuchaba nada desde ese agujero en el cual la habían puesto. No sabía nada del destino de su hermana y de su prometido. Tal vez fuera él quien la sepultara. Si así acontecía, ella lo entendería y lo perdonaría.

 

No todos comparten las mismas circunstancias y condiciones. El príncipe tenía mucho que perder y Antígona estaba a punto de perder la vida. La joven comenzó a temblar de frío y de miedo. Esta agonía era casi tan insoportable como el pensamiento de la muerte misma que la aterraba sin compasión alguna. Sólo le pedía a los dioses morir en ese mismo momento. Después de todo, en algunos casos, la muerte es una salida, un descanso, una escapatoria, una ansiada liberación.

 

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Antes que la primera luz virgen del día rompiera sobre las sombras, ahuyentando la oscuridad nocturna, la guardia real fue al calabozo donde había pasado Antígona la ansiedad que carcomía la espera de su última noche. Al llegar, sorpresivamente, comprobaron que la joven, con los lazos de sus propios vestidos, pendía de la alta ventanilla de la prisión, ahorcada.

 

No le permitió al dictador que le arrebatase la vida, según su antojo sino que ella la entregó primero. El rey Creonte, ante el hecho, divulgó que la joven había muerto de miedo y terror, que su respiración y sus latidos se habían cortado de sólo pensar el desenlace que le esperaba.

 

Quizás, Antígona quiso ahorrarle al príncipe Hemón, su prometido, el duro trance de darle muerte, obedeciendo a su padre. El príncipe, en ese momento llegó y ante tal inesperado espectáculo, se quedó abrazado, llorando desconsoladamente junto a la joven que pendía de lo alto.

 

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Los trágicos sucesos acaecidos en el reino se difundieron en las más variadas versiones. Hay quienes comunicaron que el príncipe Hemón cumplió la orden implacable de su padre, por obediencia y luego se ahorcó de remordimientos, mientras que Antígona, después de varios días, murió de hambre y sed en su tumba.

 

Según otra versión, el príncipe fingió ejecutar la orden, pero –en realidad- se casó con su prometida en secreto y la ocultó de la vista de todos. Tuvieron un hijo, que luego el despiadado rey Creonte, al enterarse de la existencia de un hijo de Antígona y de su propio hijo, lo mandó igualmente a ejecutar, sin llegarlo a conocer. Enloquecido por la pena, el príncipe Hemón mató entonces a su esposa Antígona al comunicarle la noticia y luego se suicidó.

 

Como el rey Creonte persistía en su costumbre desalmada de no dar honrosa sepultura a los cuerpos de sus enemigos, el rey Teseo, en un ataque sorpresa, tomó la ciudad, encarceló al rey Creonte y entregó los restos de los muertos y los quemaron en una pira común.

 

Ciertamente todas estas versiones se propagaron rápidamente. No obstante, la verdad es que Antígona y su prometido murieron el mismo día. El príncipe fue a liberarla –según algunos- y a despedirla, según otros, y al encontrarla muerta, se traspasó el corazón con su propia espada. La madre del príncipe, la reina Eurídice, al conocer la doble y trágica muerte, tanto de su hijo como de su prometida, también se suicidó al no poder soportar semejante dolor ya que su esposo, el rey era quien, de alguna manera, había provocado la muerte de su hijo. 
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El rey Creonte, entró en la sala real, trayendo a su hijo muerto en sus brazos y recibió -allí mismo- la fatal noticia que la reina, su esposa, también se había suicidado. Todo el despecho del odio volvía, con fuerza virulenta, contra la casa del monarca. El que siembra odio, lo recoge.

Las muertes del príncipe y de la reina provocaron una profunda conmoción en el impasible y frío corazón del rey. El no contaba con ese desventurado desenlace. Algo se le había escapado en su estrategia de sembrar el terror. El pensaba la muerte para los demás pero no contaba que la muerte vuelve y asecha a todos, especialmente a aquellos que la llaman.

Ese sufrimiento fue la grieta que -surcando enteramente el alma del rey- hizo que se diera cuenta del límite del poder humano y de su error. Haber decidido mantener su soberanía por encima de todos los valores religiosos y familiares, acarreando así su propia desdicha.  Al elegir sólo el poder se había elegido a sí mismo y al escogerse a sí mismo se había quedado solo. El temor engendra soledad.

 

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En aquellos días tan tristes del reino, el adivino y ciego Tiresias,  llegó a la corte para avisar al rey Creonte que los cuervos y los perros esparcían las cenizas del cadáver de Polínices y las dejaban en los altares de los dioses y los hogares del pueblo, como señal de cólera y desaprobación contra los dictámenes del rey.

 

El anciano no vidente le habló acerca de aquellas desgracias, consecuencias de decisiones prepotentes y de la irreversibilidad de los hechos. El rey -debido a la cerrazón de su interior- había exterminado a su propia familia: su esposa, su hijo y su sobrina.

 

El monarca, totalmente abatido, prometió cambiar de actitud y enterrar -él mismo- las cenizas del infortunado Polínices, aunque reconocía que ya era demasiado tarde para Antígona, el príncipe Hemón y la reina Eurídice.

 

El odio nos deja solos. Si el amor es comunión, el odio es aislamiento. El rey Creonte reconoció ante el profeta Tiresias su soberbia, falta de autocrítica, inflexibilidad, indiferencia, impasibilidad, terquedad y la obnubilación, producto del exceso de poder. Reconoció haber sido un débil mandatario que necesitaba legitimar su poder con una excesiva autoridad indiscutible.

 

La inflexibilidad no es firmeza, al contrario es debilidad. Las grandes inflexibilidades e intolerancias a menudo revelan porfundas inseguridades. 
 

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A partir de lo acontecido, el rey Creonte no fue el mismo. Se volvió más solitario y pensativo. El pueblo tampoco lo vio como antes. El límite del poder no está en la muerte, como pensaba el rey, creyéndose omnipotente, sino que está en la vida.

 

El rey se lamentó no haber escuchado a nadie, excepto él. Ni siquiera oyó al consejo de los ancianos, los que representaban la máxima autoridad, después de él, los cuales advirtieron, desde el principio, las consecuencias de la decisión tomada, le dijeron que dejara libre a Antígona y que enterrara las cenizas de Polinices. Sin embargo, no escuchó nada, ni a nadie. Ahora, caminando solo por su gran palacio, a menudo pensaba en la valerosa juventud de Antígona.

 

Los mayores deben escuchar a los jóvenes y los poderosos a los indefensos. Le habían comunicado que Ismene, la hermana de Antífona, su sobrina, estaba con vida y había recomenzado lejos del reino, después de todo lo acontecido.

 

El rey Creonte se sentía –extrañamente- con mayor fortaleza después de haber pasado por su propia caída. Pensaba en su reina difunta y en su joven hijo, el príncipe a quien le había arrancado su amor y con él también le había cortado su vida.

 

En el silencio del palacio, recorriendo las múltiples salas y habitaciones, casi siempre entraba a la recámara del príncipe. La había dejado tal cual estaba. Allí, arrodillado, lloraba. Creía escuchar la canción de amor que el príncipe le cantaba a su amada Antígona.

 
4. El desconcertante silencio de los dioses

 

Antígona es el arquetipo de la convicción, la fidelidad a los propios valores y la coherencia. Desdeel principio la joven tuvo muy claro lo que tenía y lo que debía hacer. Era consciente del peligro que corría antepuso la necesidad de venerar a sus antepasados y respetar las leyes marcadas por los dioses.

 

En la narración del mito no aparece, como en otros relatos, la intervención directa y explícita de algún dios o dioses en la historia, no obstante, hay un sentimiento sagrado que envuelve toda esta trama ya que las leyes no escritas e inquebrantables de la ley natural -en la conciencia, la razón y el corazón humano- expresan lo sagrado que existe de la vida y la muerte. Para Antígona, la ley divina está escrita en el espíritu y en la condición humana. Es por eso que todo lo demás -el estado, el poder, la ley, la autoridad y la política- está después para ella.

También es el arquetipo de la lucha femenina, la entereza y la fortaleza, el respeto al deber para con los dioses y la propia familia, especialmente el amor fraterno. La lealtad, la piedad familiar y las convicciones religiosas -junto con su carácter implacable, su férrea voluntad personal y su conciencia- hacen surgir la libertad, la dignidad y la voz de los oprimidos en las declaraciones de Antígona. Ella encarna la demanda popular. Una simple joven se alza frente a todo el poder instituido.

En ella, el amor de hermana llega hasta el heroísmo y la entrega de la propia vida. La fortaleza que demuestra no es omnipotencia, como la de su tío, el rey dictador y plenipotenciario que hace y decreta según su gusto y conveniencia. En ella, la fuerza viene de sus convicciones y principios. Se sabe en desigualdad de condiciones y, sin embargo, se enfrenta, hasta las últimas consecuencias. Su firmeza también conoce el temor, el miedo y hasta el terror, por el castigo injustamente adjudicado. No obstante, su fortaleza vence a partir de esa debilidad y desigualdad a la que está sometida.

 

No es complaciente, ni obsecuente, no se somete por temor y falso respeto. Ella dice la verdad, aunque los demás no la admitan. No se doblega, ni se arrodilla frente al poder. Guarda siempre su conidición de mujer y ciudadana y lo defiende. Da razones y fundamentos de sus actitudes, descubriendo -en el sentido religioso- el primer y último horizonte para el destino humano, las leyes del estado y el respeto de la dignidad humana, tanto de vivos como de muertos. En su historia, el vencido vence y el vencedor, sucumbe. Los últimos son los primeros y los primeros, últimos. Ella triunfa a pesar de morir. El rey creyéndose poderoso, en cambio, se queda sólo.

 

Por ella, el poder masculino y patriarcal, déspota y totalizador, recibe una fuerte crítica. El poder femenino queda reinvidicado en una sociedad en la que no tenía mayor relevancia social. Su posición le cuesta caro, sin embargo, favorece a todos los demás.

 

Incluso el último sometimiento –la muerte torturante de ser enterada viva, en una cueva cuya entrada fue tapada para que desfalleciera de hambre y sed- no tiene cumplimiento definitivo. Ella decide por su propia vida. El rey Creonte, con su poder, no logra matarla. Ella es la que entrega la vida.

 

Antígona muestra que no todas las leyes son justas, ni éticas, especialmente cuando nacen de los intereses de aquellos que gobiernan viendo sólo su propio provecho. Ella demuestra el sentido trascendente de toda ley humana. Es una mujer profundamente religiosa. El rito piadoso de cremar a su hermano y darle sepultura a sus cenizas, no sólo es un acto de respecto a la dignidad de los difuntos sino que, en última instancia, resulta un reconocimiento a los dioses.

 

Antígona, también, reivindica su identidad de mujer que está sola: ante los dioses, los cuales son nombrados pero no actúan, ni aparecen activamente; ante su propia familia, especialmente la única hermana que le queda viva, Ismene, la cual tiene otra visión de los hechos; sola ante el poder absoluto del rey Creonte que la denigra y la aplasta; sola frente a su pueblo, al cual le hace tomar conciencia de sus derechos, y sola ante el amor ya que su prometido, el príncipe Hemón, se encuentra en medio del conflicto entre su padre y su prometida, sentenciada a muerte.

 

Cuando la joven toma la decisión de morir, frustra conscientemente todo su futuro de mujer. No logra ser la esposa de su prometido, ni alcanza a ser madre; sin embargo, su figura de mujer es íntegra y completa. No sólo tiene entrañas de mujer, novia, hermana y ciudadana comprometida socialmente sino, incluso, de madre. Aunque no haya dado a luz hijos, su actitud es enteramente protectora y maternal. Sólo una mujer capaz de concebir la vida, respeta tanto la existencia que no puede dejar insepultos a sus muertos.

 

Se convierte así en mujer de la memoria. Cuida del pasado y de las raíces de su familia. Protege la identidad de su hermano difunto. No quiere que quede a la intemperie. No desea que se pudra a la vista de todos. Transgrediendo todo lo injustamente establecido por el rey, hace lo que su conciencia y corazón le dictan, a pesar de las terribles consecuencias que tiene para sí misma.

 

Ella comunica vida a la memora ultrajada de su hermano muerto. No deja que sea un olvidado, un denigrado, un desaparecido por el odio de un dictador. No permite que se lo llame “traidor a la patria”.

 

Como mujer, respeta la vida, la sangre y la memoria de los suyos. Ante el pueblo y el dictador, ella obra según sus convicciones. No le teme a nadie, sólo a los dioses. Desea honrar la vida y respetar a sus difuntos. Levanta, en alto, la memoria y la dignidad de los suyos.

Al desacatar el mandato del soberano, lleva el conflicto a una lucha de poder y de valores que exige la derrota de una de las partes. Ella vence, no por la prepotencia sino por una fuerza asombrosa. Su muerte no está exenta de temor. No es una heroína sin miedo. No es una víctima doblegada sino una protagonista de su destino. Persiste en conseguir su objetivo y no retrocede hasta lograrlo, aunque en eso empeñe su vida y su juventud.

Se convierte en el grito de los que no tienen voz, de aquellos que no gozan de visibilización social de su dignidad y derechos. Su vida es su voz y ésta no es la del poder, la del dueño, amo o patrón. Tampoco necesariamente es la voz del pueblo, del oprimido, del silenciado injustamente. Es la “tercera voz”, la voz del otro y de lo otro. La voz de lo que no se quiere escuchar, de lo que se esconde y oculta. De allí su importancia, trascendencia y perdurabilidad.

Su figura tiene algo de martirial. No deja que le arrebaten la vida sino que la entrega libremente en el momento oportuno. No permite que el poder la aplaste. Ella elige morir.

 

Su actitud está cercana a lo que dice Jesús: “nadie me quita la vida sino que la doy por mí mismo. Tengo el poder de darla y de recobrarla” (Jn 10, 18). (Efecto eco).

Para los cristianos, el enterrar a los muertos es una obra de misericordia. Son catorce las obras de misericordia prescriptas. Siete corporales y siete espirituales. Entre las obras espirituales figuran: enseñar al que no sabe, dar buen consejo a quien lo pide; corregir al que se equivoca; perdonar las injurias; consolar al triste; tolerar los defectos del prójimo; rogar por los vivos y muertos. Entre las obras corporales están: dar de comer al hambriento; dar de beber al sediento; vestir al desnudo; visitar al enfermo; ir a ver al preso; dar hospedaje al peregrino y sepultar a los muertos.

Antígona representa, de manera especial, esta última obra de misericordia. En la sociedad actual, está muy visibilizada y expuesta la muerte en los escenarios sociales. A menudo banalizada. Los cristianos tenemos que volver a darle un halo de dignidad y sentido sagrado. El Señor Jesús sacó a su amigo Lázaro de la tumba, resucitándolo y Él mismo, al morir, fue enterrado en una tumba prestada y nueva. La sepultura es el lugar donde la semilla aguarda la resurrección.

 

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El arquetipo del príncipe Hemón se mueve entre la autoridad paterna y su amada. Representa el tránsito que recorre el camino que va desde el deber hasta el amor. Al principio se muestra muy obediente con su padre y con la decisión tomada por éste. Luego intenta convencerlo que se estaba equivocado y que todo el pueblo está en su contra. Le advierte que la ceguera del poder le está haciendo perder la razón y que el asunto se le escapa de las manos. El rey, en su obcecación, quiere matar a Antígona delante de él y como no lo consigue le ordena a su hijo que ejecute, él mismo, la sentencia, enterrando viva a la joven, con sus propias manos, en una cueva, encerrándola y tapiando la entrada para que muera de hambre y de sed. El rey castiga a Antígona y castiga, además, a su hijo. Enterrar a la prometida del príncipe es enterrar también el mayor amor de éste. Al final, el príncipe -con su espada- se quita la vida, acompañando, por siempre a  Antígona.

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El arquetipo del rey Creonte simboliza el abuso del poder sin límites éticos, sólo al servicio de sus intereses y conveniencias, con una manipulación de los hechos y las personas a su antojo, desde una impunidad total. Él es la ley y la norma absoluta. Es el prototipo del autócrata, dictador y tirano que no tiene escrúpulos y que no se deja avasallar por nada, ni nadie. No admite nunca ninguna crítica.

Hacia el final de la historia, hay efectivamente un cambio a partir del arrepentimiento cuando las consecuencias de sus propias acciones vuelven y lo perjudican, directamente, a sus afectos: su esposa y su hijo, aunque resulta ya tarde, no obstante, aprende la dura lección.

El mal contra otros se vuelve directamente sobre uno mismo y sobre lo que uno ama. No nos deja indiferentes. El mal que dirigimos es retroactivo, siempre vuelve recargado. 

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En esta historia, Antígona menciona constantemente a los dioses y al deber sagrado de enterrar a los muertos. No obstante, es el único mito donde no aparece personalmente ningún dios o diosa activamente interpretando un papel. Los dioses están pero pareciera que no actúan.

En esta historia, el silencio de los dioses, juega un papel protagónico, haciendo aún más trágica las situaciones, tensándolas hasta el máximo límite en que se desencadenan todas las consecuencias no previstas. Pareciera que todos los dioses la dejan sola a Antígona ante su lucha y ante el poder que la aplasta hasta dictaminar su sentencia de muerte.

Esto nos hace recordar a la pasión de Jesús en la cruz donde el silencio de Dios Padre es tan abrumador que el Hijo martirizado grita su abandono. En la cruz sólo se percibe la total ausencia y el máximo silencio de Dios. Era necesario para que se obrara así la redención del pecado ya que el pecado es esencialmente exclusión, silencio y abandono de Dios. Jesús no pecó sino que, libremente, asumió todas las consecuencias del pecado. En su cruz, se solidarizó con la principal consecuencia del pecado humano que consiste en el pleno y absoluto aislamiento de Dios. En el pecado y la culpa, se percibe la distancia y la ausencia de Dios.

En el mito de Antígona, los dioses la dejan sola recorriendo, paso a paso, su destino, hasta el desenlace final. Ellos la acompañan con su silencio y su ausencia. Desaparecen. Sin embargo, en ese acto de abandono, ella toma plenamente su libertad y la ofrenda. Ciertamente su última decisión es el suicido. Se convierte en protagonista exclusiva de su existencia y no permite que nadie, ni siquiera el hombre más poderoso determine sobre ella. Sólo los dioses deciden y ella, acompañada por el silencio divino, toma la opción más trascendental de su vida.

Sola ante sí misma, ante su vida, ante los dioses y ante los demás no permite ser enterrada viva. Decide un destino de recuerdo con gloria y orgullo por lo que ha peleado. No quiere ser recordada como una mujer cómplice del sistema y del poder. Ella no puso precio a su vida, ni a la de su hermano. No vendió su dignidad y sus derechos. Cumplió con todas sus obligaciones familiares y religiosas. Llevó a cabo los deberes de hermana y ciudadana. No se prostituyó ante el poderoso. Fue totalmente libre y fuerte, a pesar del temor y la soledad. Le quitaron todo, menos a ella misma. Le arrebataron todo, menos su dignidad.

En su solitario camino, ella logró pronunciar –hasta el final- la fuerza y el secreto de su propio nombre.

 

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Antígona fue la hija nacida de la relación incestuosa del rey Edipo y su madre, la reina Yocasta. A pesar de su origen se convirtió en una mujer que alcanzó la figura de heroína.

En la psicología profunda se habla mucho acerca del “Complejo de Edipo” el cual es una dinámica que estructura el inconsciente de todas las personas a partir de las figuras parentales a través de la tensión de fuerzas que existe entre el arquetipo del padre, de la madre y del hijo varón.

También se habla del “Complejo de Electra” como el dinamismo inconsciente para la configuración de la identidad psicológica de la hija mujer.

Los mitos han posibilitado a la psicología y a la psiquiatría claves para la interpretación de los procesos inconscientes que estructuran la psiquis humana. El mito de Edipo habla de aquél varón que mata a su padre y se casa con su madre y el mito de Electra habla de aquella mujer que hace matar a su madre para vengar la figura de su padre. Ambas historias han servido para ilustrar las fuerzas inconscientes que configuran a partir de las figuras del padre y de la madre.

En definitiva, los lazos con la vida a través de la madre y del padre, se vuelven figuras arquetípicas para captar un poco más el dinamismo profundo de la psiquis humana.

Los mitos nos ayudan, entre otras cosas, para eso. Nos revelan algo muy hondo: las pulsiones que nos habitan. Esas fuerzas solitarias que configuran la persona humana.

Edipo, Electra, Antígona, Hemón, Creonte y Jesús: mitos que nos revelan lo más profundo de nosotros mismos.

 

Frases para pensar

1.       “Las cuestiones personales se vuelven sociales cuando ganan la calle y -a partir de casos concretos- se defienden los derechos de todos”.

 

2.      “El debate social siempre es bueno para esclarecer ideas y posiciones. Hace madurar en la conciencia de pueblo y en su identidad”.

 

3.      “Las grandes crisis sociales son oportunidades para el crecimiento de la conciencia común”.

 

4.      “La vida y la muerte no se pueden manipular según el arbitrio de los hombres”.

 

5.      “Los gobiernos que no escuchan a su pueblo terminan por sucumbir. No hay que aferrarse a la verdad como si uno fuera su dueño”.

 

6.      “Las personas se definen por sus acciones, no por sus palabras”.

 

7.      “El odio nos deja solos. Si el amor es comunión, el odio es aislamiento”.

 

8.      “La inflexibilidad no es firmeza, al contrario es debilidad. Las grandes inflexibilidades e intolerancias a menudo revelan profundas inseguridades”. 

 

9.      “El mal contra otros se vuelve directamente sobre uno mismo y sobre lo que uno ama. No nos deja indiferentes. El mal que dirigimos es retroactivo, siempre vuelve recargado”.