Creados para amar

viernes, 10 de agosto de 2012
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Estamos comenzando a reflexionar un momento nuevo sobre la persona humana en el designio y los planes del amor de Dios. Sabemos que el origen y la meta de la persona es Dios, Dios que es Amor. En esto se fundamenta también el ser social del hombre: la sociabilidad, el vivir en comunión. Fuimos creados a imagen de la Trinidad, que vive en íntima relación de Padre, Hijo y Espíritu Santo en el amor. San Agustín lo describe con hermosas palabras: el amante, el Padre; el amado, el Hijo; el amor, el Espíritu Santo. Por eso amar a los demás es la esencia del ser humano y de nuestra vida cristiana. Somos imagen y semejanza de Dios. Solamente desde allí se puede entender, comprender nuestra identidad y el para qué vivir.

El odio, el resentimiento, las malas inclinaciones, son consecuencia del pecado original. Los comportamientos negativos con los demás, todo aquello que hace daño, no hacen más que indicar que necesitamos cambiar, que necesitamos convertirnos. Lo normal en el ser humano debería ser el amor hacia los demás.

 

El Catecismo de la Iglesia Católica nos enseña que la salvación es siempre iniciativa de Dios para todos los hombres, desde el momento mismo de la creación. Dios nos creó para que participemos de su vida, de su gloria, y para toda la eternidad. Pero ese plan generoso de Dios se pudo haber frustrado por la soberbia del hombre, cuando quiso ser igual que Dios, su Creador. Sin embargo la misericordia infinita de Dios nos tendió una mano. La bondad de Dios siempre nos da una oportunidad nueva ante la caída. Solo pide que volvamos a Él. Dios no rechaza al pecador: lo dejó claramente plasmado en la parábola del hijo pródigo; lo vemos también en la acogida de la mujer adúltera; y la prueba más grande es la encarnación, la pasión, la muerte y la resurrección de Nuestro Señor Jesucristo. Por el misterio pascual estamos llamados a transformarnos interiormente, a conformar nuestra vida con las enseñanzas de Cristo. Gracias a Él, por el Bautismo somos nuevas criaturas. Para seguir a Jesucristo, para vivir según el Evangelio, tenemos la gracia de los Sacramentos, el don y la presencia del Espíritu Santo que en cada uno de ellos se nos va dando.

 

Hoy el Catecismo nos propone esto como camino para vivir la plenitud de nuestra vocación personal y con nuestros hermanos. Y tanto el Catecismo como la Doctrina Social de la Iglesia avanzan en este tema de la Salvación y nos enseñan que lo que trasciende en la salvación va más allá de las realidades terrenas. Jesucristo es el Hijo de Dios hecho hombre, en el cual y gracias al cual el mundo y el hombre alcanzan su auténtica y plena verdad. El misterio de infinita cercanía de Dios con el hombre, realizado en la encarnación de Jesús y que llega hasta el abandono de la cruz y la muerte, muestra que lo humano, cuanto más se contempla a la luz del designio de Dios y se vive en comunión con Él, tanto más se potencia y libera en su identidad, tanto más crece en libertad. La participación -nos dice el compendio de la Doctrina Social de la Iglesia- en la vida filial de Cristo, hecha posible por la encarnación y por el don pascual del Espíritu, lejos de mortificar, tiene el efecto de liberar la verdadera identidad y la conciencia de los seres humanos en cada una de sus expresiones. Fuimos comprados por la sangre redentora de Jesús y cada uno de nosotros, desde nuestro Bautismo, somos llamados a ser discípulos y misioneros del enviado del Padre. Por eso, también testigo de la grandeza de la dignidad de la persona humana por ser imagen y semejanza de Dios.

Desde esta realidad, el Catecismo nos presenta todo lo que a lo largo de la historia la Iglesia ha predicado sobre doctrina social, la persona y su vida social, en la comunidad.

 

Dice el Catecismo que el mundo y el hombre alcanzan su auténtica y plena realización y verdad contemplados a la luz de Jesucristo, Hijo de Dios hecho Hombre, muerto y resucitado. La Encarnación fue el camino que Dios escogió para redimirnos del pecado original.

Podemos hacer aquí un breve paréntesis para considerar que es común escuchar la dificultad que para algunos significa aceptar que el pecado original haga recaer justamente esta consecuencia sobre toda la humanidad: ¿por qué tenemos que pagar todos lo que hicieron nuestros primeros padres? A la gravedad del pecado original quizás la comprendamos mejor si pensamos que la solución que Dios nos ofreció fue de una generosidad sin límites: enviar a su Hijo unigénito a hacerse uno de nosotros, padecer una pasión cruel, morir en la cruz. ¿Sería una falta pequeña la que necesitó semejante remedio? La rebelión ante el Creador no fue una falta pequeña, si no, no se hubiera necesitado que el Hijo de Dios se hiciera uno de nosotros, que padeciera y muriera una muerte ignominiosa como era la muerte en cruz.

Entonces, para comprender al hombre en toda su dimensión, tenemos que tener en cuenta los efectos que en él tuvo la encarnación del Hijo de Dios. El mundo y el hombre no se comprenden plenamente si no se tiene en cuenta a Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre. Tratar de resolver de espaldas a Jesucristo o contra Jesucristo las dificultades por las que pasan el mundo y el hombre es un error que para nosotros puede costar caro en la interpretación de aquello que nos pasa. Jesús es necesario para comprender plenamente al mundo y al hombre. Es algo maravilloso: descubrir el amor que Dios nos tiene, que fuimos creados para conocerlo y amarlo y también para testimoniarlo a nuestros hermanos, nos hace comprender mejor la obra que en nuestro beneficio realizó Jesucristo. Por la Pascua de Jesús la humanidad caída no fue ya más la misma. Fue elevada a la dignidad inimaginable para nuestro limitado entendimiento.

 

La Carta de San Pablo a los Romanos en el cap. 8, v. 29, nos dice que en el amor fraterno nuestro ejemplo es Jesús, el primogénito entre muchos hermanos. Este primero, el mayor, nos deja un ejemplo concreto, y ¡vaya el ejemplo! Murió en la cruz para salvarnos y redimirnos. Pero antes de morir en la cruz, nos pide que amemos al hermano, a nuestro prójimo como Él nos amó. Y Él nos amó hasta entregar su vida por nosotros. Y este amor ilimitado que nos pide tengamos hacia el prójimo, alcanza incluso a los enemigos. Cuesta amar al que nos ha hecho daño. Pero Jesús nos enseña su amor de misericordia, que disculpa, que perdona, que no quiere destruir al enemigo sino que quiere destruir la enemistad. Jesús en la cruz le pide al Padre: perdónalos, porque no saben lo que hacen.

 

Necesitamos hoy capacidad de perdón y de misericordia, para no seguir resbalando en el abismo de la violencia que se contagia.

Somos imagen y semejanza de Dios y estamos llamados a vivir esta experiencia de Dios Amor de manera concreta en nuestros hermanos, incluso a los que nos han hecho daño.

San Pablo (Col. 3) nos exhorta: Revístanse de entrañas de misericordia, de bondad, de humildad, de mansedumbre, de paciencia, soportándose unos a otros y perdonándose mutuamente si alguno tiene queja contra otro.

 

Padre Gabriel Camusso