La espiritualidad de Santa Teresa de Jesús

jueves, 11 de octubre de 2007
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Mi alma canta la grandeza del Señor,
y mi espíritu se estremece de gozo en Dios, mi Salvador,
porque Él miró con bondad la pequeñez de su servidora.
En adelante, todas las generaciones me llamarán feliz.
Porque el Todopoderoso ha hecho en mí grandes cosas,
su nombre es Santo.
Su misericordia se extiende de generación en generación
sobre aquellos que lo temen.

Lucas 1, 46 – 50

En la espiritualidad teresiana hay una polaridad: hay dos puntos que confluyen en un mismo corazón, el de el espíritu que gana la interioridad de Teresa de Jesús y le permite hacer un camino detrás del Maestro de Galilea y dejarnos abierto un camino para nosotros. Esta polaridad está entre la grandeza de Dios, el autoconocimiento de sí misma que surge en Teresa de Jesús (de esta experiencia mística de encuentro con Dios) y a partir de allí, la posibilidad suya de andar en Verdad. Que es el camino de la humildad.

Teresa es maestra de la humildad. Pero esta pedagogía y esta doctrina suya, este magisterio suyo en torno al camino de la humildad, supone un encuentro con la Verdad que surge de la polaridad, del conocimiento de la grandeza de Dios y del conocimiento de sí misma, que tiene Teresa a la luz de la experiencia mística de Dios.

Por eso hoy queremos detenernos, frente a su experiencia de la grandeza de Dios.

Hay una frase suya, que a mí me ha particularmente marcado en el camino espiritual. Y que dice “jamás nos acabamos de conocer, si no procuramos conocer a Dios”. 

Inmediatamente repercute en mí la expresión del Concilio Vaticano II, en Gaudium Et Spes 22, cuando el documento conciliar reza en “sólo el hombre puede conocerse a la luz del conocimiento del misterio de Cristo Jesús”.

Dios es la mejor, la única Verdad del hombre. Dios es la suma Verdad. Ésta es la experiencia de la espiritualidad teresiana.

Y no es evasión, no es escapismo. Cuando Teresa experimenta su propia limitación, rápidamente salta al encuentro con Dios; no porque allí quiera evadirse de la dolorosa experiencia de su propio límite, de la propia fragilidad, si no porque la única razón capaz de explicar toda la pobreza que nos habita es la Grandeza de Dios, que nos habita aún más profundamente, que da la razón de ser a todo nuestro ser.

Dios es íntimo, más que la misma intimidad, dirá San Agustín. Y Teresa encontrará esta razón de ser de la Verdad grande que nos habita interiormente, en el camino que hace en las moradas interiores, donde la 7ma morada, Teresa dirá “allí nos estaba Él esperando”.

Y en la conciencia de estar habitados profundamente por esta presencia de Dios, en lo hondo del corazón, comienza como a revelarse desde dentro del corazón, la más cruda verdad de sí mismo. Sin atenuantes, pero también sin cosa que termine por destruirnos, sin que sea una revelación que nos condiciona en el camino. Muy por el contrario.

La experiencia que hacemos de Dios, desde la espiritualidad teresiana, desde nosotros mismos y guiados por esta pedagoga, por esta maestra en el espíritu, es experiencia cruda, de quienes somos. Pero más cruda experiencia aún de quien es Dios.

Y entonces, todo lo que nos parece imposible, para nosotros por nuestra pequeñez, por nuestra pobreza, se traduce rápidamente, como en el caso del texto que acabamos de compartir, el cántico de María, en alabanza a Dios, más que nosotros.

Este más de Dios, en Teresa de Jesús, es experiencia interior, experiencia mística. Es un camino que se nos abre a lo profundo del corazón, donde Dios nos habita.

Pablo lo dice claramente, en la Carta a los Corintios “ustedes son templo de Cristo, están habitados por Cristo”. Y esta es la más grande dignidad del ser humano.

Claro, no lo podemos proponer para todos, como el fundamento del derecho de la humanidad, de los derechos humanos. Porque no todos creen, ni están obligados a creer… Pero para los que creemos en Cristo Jesús, el reconocimiento de la inhabitación, Su persona en nosotros, es lo que más nos exige: incorporar todos los valores que hacen a los derechos del hombre, en relación a esta gran Verdad, el otro merece mi respeto, mi cariños, que yo trabaje para que viva dignamente y me desviva para que viva de la mejor manera, porque al otro lo habita como a mí, Dios, y éste nos hermana. El que nos habita interiormente nos hermana.

Ésta es la gran revelación. Esta es la revelación que nos regala la experiencia de Teresa de Jesús.

Es una doctrina la suya, fundada en la certeza de haber descubierto, que esto que dice la Palabra es Verdad vivenciada, es Verdad experimentada.

Ojalá podamos abrirnos a dejar que Dios nos muestre cómo es que nos está esperando. Allí donde nos parece imposible encontrarlo entre tantas fragilidades, tanta debilidad y tanta pobreza humana.

La gran enseñanza de Jesús es poder andar en verdad, es decir, poder caminar en la veracidad en saber quiénes somos y quién es Dios y quiénes son los demás. Esto es caminar en la humildad, dice ella. ¿Qué es humildad? Es andar en Verdad.

Y la Verdad, sabemos, Jesús nos lo ha enseñado, libera el corazón, libera las estructuras, libera los caminos, los abre.

Caminar en la Verdad, reconociéndonos a nosotros mismos, es posible, sólo en la medida, dice Teresa de Jesús, que nosotros nos asomamos a Dios. Hay que salir de uno mismo.

Esto lo aconseja la santa, como dice, la abeja sale de la colmena, así nosotros, en dirección a Dios. Hay que asomarse a sí mismo, a uno mismo desde Dios, para encontrarnos a nosotros mismos. Sin deformaciones, sin amputaciones, sin temores.

Aprender a conocerse en Dios. Esta es la experiencia teresiana.

Créame, dice ella y vuele algunas veces a considerar la grandeza y la majestad de Dios. Aquí, dice Teresa, hallará su bajeza mejor que en sí misma.

Este es como el riesgo de la pobreza propia. El riesgo de la propia pobreza, de la debilidad, de la vulnerabilidad, de la herida de la fragilidad, de aquello que en nosotros es como más barro, es querer entenderlo desde el propio barro, querer leerlo desde el propio barro. Y clausurarnos en la propia fragilidad, en la propia vulnerabilidad, en la herida, cuando en realidad, nos enseña ella y los santos, aquí se abre un camino a la trascendencia.

Desde este lugar se manifiesta la presencia de un Dios, no solamente acoge, bendice, sostiene, cura, reforma, transforma la propia bajeza, sino que amando te enseña a aceptarla. Y aceptándonos aprendemos a vivir en libertad.

Este es el camino, en la Verdad en la aceptación de sí mismos, está como el fundamento del camino discipular.

Teresa ha hecho experiencia de esto. Para ella hablar de Dios, y de la experiencia de Dios, no es callar sobre la realidad humana más cruda, ni mirarle a Dios es desentenderse de uno mismo. Esta mujer metida en Dios en el misterio es profundamente realista. Porque el Dios, en el que ha puesto la mirada, es el de la Encarnación, no es una idea, no es una fantasía. No es un deseo, ni es una proyección de un deseo.

ES UNA PRESENCIA FRATERNA, HERMANA, CERCANA: DIOS HECHO HOMBRE.

Y esta humanidad de Jesús, sobre la que Teresa va a insistir en todo su camino de seguimiento en el Señor y lo va a proponer. Así es la que le permite a ella descubrir que Dios es Dios. Que Dios siendo Dios es uno de nosotros y que el hacerse uno de nosotros nos permite estar cerca de su Grandeza.

No se le puede quitar nada a la humanidad en lo que tiene de humanidad. Y cuando hablamos de humanidad, en este sentido, lo decimos de fragilidad. Pero sin quitarle nada. Tampoco se la puede clausurar a sí misma. Y las dos posibilidades, no quitarle nada a la propia fragilidad y en no clausurarle a sí misma, viene de un dato: Dios nos habita interiormente. Éste es el gran motivo, por el cual podemos vivir con liberta nuestra propia condición frágil, y al mismo tiempo, con esperanza porque Dios está.

La consistencia que puede adquirir nuestra fragilidad la da el reconocimiento de la misma, porque Dios nos habita y abraza nuestra pobreza. Y en ese mismo abrazo Dios, que sana, transforma, nos dignifica, nos permite hacernos consistentes en nuestro propio camino.

Teresa de Jesús y esta polaridad para andar en Verdad. Dios está dentro nuestro, y el que nos habita no espera sino sencillamente que lo encontremos, dentro de nuestra propia pobreza.

Acercarse a Dios para conocerlo interiormente y que todos los días le invita a glorificar y a bendecirlo a este Dios de la Vida, con el que Teresa de Jesús se encuentra, dice ella, son tantas. Tantas las cosas que veo, y lo que entiendo desde la grandeza de Dios. Que a ella le resulta imposible traducirla a un lenguaje nuestro, es que no hay palabras cuando uno se encuentra con la Presencia misma de Dios.

De allí, que los padres del desierto, hayan elegido a veces, el camino del silencio para poder expresarlo de la mejor manera. Sobre el silencio te nombra de la forma más elocuente y el callar, no es silenciarlo a Dios, en todo caso, bendecirlo y alabarlo con la sin palabra, porque no hay palabras frente a tanta Grandeza.

Ella lo dice así, no puedo decir lo que se siente cuando el Señor le da a uno a entender secretos de su Grandeza, el deleite tan sobre cuantos acá se pueda entender. Este español antiguo, a mí particularmente me encanta. Aunque se que por ahí no se entiende. Está diciendo Teresa, esta Gracia que Dios da, no siempre es tan fácil de comprender a la razón humana.

Y la experiencia a la que nos invita es a la de la fe y a la confianza: Dios está en vos, Dios te habita interiormente. Este es el gran misterio. Lo dice la Palabra, en el evangelio de Juan. Él nació y vino a poner su morada en tu tienda, en la tienda de tu interioridad. En tu secreto.

La morada 7ma, del texto de las moradas, la abre ella con una advertencia al lector, que es como un grito que le sale del alma: la Grandeza de Dios no tiene término. Luego tampoco detendrá su obra.

Porque cuando Dios se comunica desde dentro del corazón, además de darnos la Gracia de poder decir “qué maravilloso que Sos!!”, “qué grande tu misericordia y ternura!”, “qué profundidad la tuya, qué cercanía, qué amor”. Además de decirle esto y no poder terminar de decirle, más que callar para que el silencio hable mejor que las palabras, este Dios que se comunica al corazón, al alma, que es más no termina nunca de poder uno entender en ese abismo de amor cuánto de más hay, así de Grande es lo que Dios hace.

La Grandeza de las obras de Dios surge del encuentro con la Grandeza de Dios.

De muy buena gana tomaría todos los trabajos, por un tantito dice ella, de gozar más, de entender tu Grandeza Señor. Veo que quien más la entiende, más te ama, más te alaba.

Es la experiencia de María, “mi alma canta la Grandeza del Señor y mi espíritu se alegra en Dios, mi Salvador”.

La Grandeza de Dios en Teresa de Jesús surge de las Gracias que Dios hacia fuera, en comunión, en donación, en dinamismo salvífico, se comunica con nosotros, en lo puntual, en lo concreto. Como en tantas cosas que nosotros, que en nuestra propia vida descubrimos, Dios se muestra Grande, comunicándose, como dándonos algo, pero más que dándonos algo, dándose Él mismo, en lo que nos da.

Esta es la experiencia. Uno le pide a Dios la Gracia de, o experimenta tal Gracia, tal regalo, y uno cuando descubre, que es de la mano de Dios que viene aquello que se le ha ofrecido, termina por descubrirlo al que lo donó.

Y allí es cuando entramos en el océano de la Presencia de Dios. Porque la Gracia que recibimos es como un río, como un riachuelo, que da vida a nuestra propia existencia. En el don de la esponsalidad, la maternidad, de la paternidad, del servicio apostólico, de la tarea de educador/a, en la experiencia de la oración, en el encuentro con Él, en una palabra que se clava en tu corazón y da sentido a tu vida… Pero cuando uno va un poquito más allá de lo que recibe o de lo que tiene y descubre que su origen es Dios, uno sale del riachuelo o en todo caso por el mismo riachuelo llega al océano.

Y se encuentra con la Grandeza del Misterio. Se encuentra con la fuente de la Vida.

Que Dios nos regale esta experiencia hoy. Que puedas compartirla, desde la vida. Allí Dios se muestra Grande.