Conocerse a uno mismo para ser testigos de Cristo

jueves, 10 de enero de 2013
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Este es el testimonio que dio Juan, cuando los judíos enviaron sacerdotes y levitas desde Jerusalén, para preguntarle: "¿Quién eres tú?".

El confesó y no lo ocultó, sino que dijo claramente: "Yo no soy el Mesías".

"¿Quién eres, entonces?", le preguntaron: "¿Eres Elías?".

Juan dijo: "No".

"¿Eres el Profeta?".

"Tampoco", respondió.

Ellos insistieron: "¿Quién eres, para que podamos dar una respuesta a los que nos han enviado? ¿Qué dices de ti mismo?".

Y él les dijo: "Yo soy una voz que grita en el desierto: Allanen el camino del Señor, como dijo el profeta Isaías".

Algunos de los enviados eran fariseos, y volvieron a preguntarle: "¿Por qué bautizas, entonces, si tu no eres el Mesías, ni Elías, ni el Profeta?".

Juan respondió: "Yo bautizo con agua, pero en medio de ustedes hay alguien al que ustedes no conocen: él viene después de mí, y yo no soy digno de desatar la correa de su sandalia".

Todo esto sucedió en Betania, al otro lado del Jordán, donde Juan bautizaba.”


 

¡Qué lindo comenzar el año haciéndonos esta pregunta: ¿Qué decís de vos mismo? Porque a veces nos resulta fácil e interesante hablar de los demás. Pero cuando nos toca hablar de nosotros mismos, se nos torna encarajinada la cuestión, ya que implica sinceridad y conocernos. Y tomamos conciencia de que no nos conocemos tanto. Cada uno de nosotros es un misterio, que vamos desentrañando en la medida en que le vamos dando la posibilidad a nuestra inteligencia, nuestra voluntad, nuestra libertad, de poder conocernos; es un esfuerzo que debemos hacer. Y es una característica necesaria del discípulo, del testigo: no puede darlo a conocer plenamente a Cristo si no se conoce a sí mismo. Ya que dar a conocer a Cristo no es una lección o una poesía que podemos aprender de memoria, sino que transmito una experiencia profunda de Aquél que es el centro de mi vida.

De esto trata el Evangelio de hoy: nos presenta a Juan el Bautista recibiendo las preguntas de los fariseos, ¿qué decís de vos?, ¿quién eres?, ¿por qué bautizas? Para definirse, necesita conocimiento propio. Juan sabe quién es, y sabe quién no es. No se hace pasar por el Mesías. Con humildad reconoce su misión y el puesto que ocupa. Su palabra es certera, segura.

"Yo soy una voz que grita en el desierto: Allanen el camino del Señor, como dijo el profeta Isaías. Yo bautizo con agua, pero en medio de ustedes hay alguien al que ustedes no conocen: él viene después de mí, y yo no soy digno de desatar la correa de su sandalia".

Juan es una voz, no la Palabra. Es el que antecede, el precursor.

Saber definirse ante los demás, reconocer lo que uno es y la misión que se cumple, es un don de Dios. ¡Qué valioso y cuánta libertad nos da cuando nos presentamos ante los demás como somos, cuando reconocemos que nuestros méritos vienen de Dios y los defectos son desafíos que debemos ir venciendo en este camino de conversión! Solo la verdad nos hace libres. Si pretendemos engañar a los demás con máscaras falsas, obtendremos frutos de amargura, de hipocresía, de vaciedad, y eso es lo peor que nos puede pasar, estar decepcionados con nosotros mismos.

El Evangelio de hoy nos hace esta pregunta: ¿quién sos, qué decís de vos mismo para luego poder proclamar a Cristo? Y nos hace ver cómo actúa Dios. Si bien Él tiene la iniciativa de darse a conocer, también quiere motivar al hombre para que se disponga a recibir sus dones. Esa voz que clama en el desierto es la voz que Dios necesita para proclamar su Palabra. Nuestra voz es el instrumento que necesita de una adecuación, de un conocerse a sí mismo para no malograr el mensaje que debe proclamar.

Juan el Bautista sale del desierto, donde había vivido su total entrega a Dios. El desierto es el tiempo de conocerse a sí mismo, para poder conocerlo más a Dios. El desierto en la Biblia es el lugar del encuentro con Dios porque no hay otras cosas que puedan distraer o encantar al hombre. Entonces puede escuchar la voz del Señor, que habla al corazón. Nosotros también experimentamos esto: para poder escuchar a Dios necesitamos a veces recluirnos y hacer silencio con nosotros mismos. Cuanto más silencio hacemos del exterior, uno más se conoce a sí mismo. Si estamos muy llenos de las cosas de afuera y no nos conocemos porque hemos tapado y postergado situaciones que no nos gustan y no queremos afrontar, tarde o temprano descubrimos que estamos vacíos y no podemos ser testigos auténticos de Cristo.

Dios, que es tu Padre providente, siempre va a estar a tu lado, dándote lo que tu vida pide y necesita. El regalo más grande que podemos tener es que Dios nos ha hecho sus hijos en Cristo. Él es nuestro papá, Abbá, padre amoroso, papito, papá querido. Si nosotros entablamos realmente una amistad filial con Dios, vamos a descubrir que nuestro Padre cuida de cada uno de nosotros, mi vida, tu vida, y que va a estar a nuestro lado, sabiendo que no nos va a pasar aquello que no podremos soportar ni tolerar. Esa es la clara convicción del que confía, saber que estamos en los brazos de Dios.

Tenemos como testigos de esto a los santos, que fueron personas que se conocieron a sí mismas para dar el testimonio concreto de Cristo con sus vidas. Desde la experiencia de un vacío interior, reconociendo lo que ellos eran, sus miserias y dificultades, se transformaron en testigos auténticos de Cristo.

En la Carta Apostólica Porta Fidei1 el Papa Benedicto XVI dice en el punto 13:

“13. A lo largo de este Año, será decisivo volver a recorrer la historia de nuestra fe, que contempla el misterio insondable del entrecruzarse de la santidad y el pecado. Mientras lo primero pone de relieve la gran contribución que los hombres y las mujeres han ofrecido para el crecimiento y desarrollo de las comunidades a través del testimonio de su vida, lo segundo debe suscitar en cada uno un sincero y constante acto de conversión, con el fin de experimentar la misericordia del Padre que sale al encuentro de todos.

Durante este tiempo, tendremos la mirada fija en Jesucristo, «que inició y completa nuestra fe» (Hb 12, 2): en él encuentra su cumplimiento todo afán y todo anhelo del corazón humano. La alegría del amor, la respuesta al drama del sufrimiento y el dolor, la fuerza del perdón ante la ofensa recibida y la victoria de la vida ante el vacío de la muerte, todo tiene su cumplimiento en el misterio de su Encarnación, de su hacerse hombre, de su compartir con nosotros la debilidad humana para transformarla con el poder de su resurrección. En él, muerto y resucitado por nuestra salvación, se iluminan plenamente los ejemplos de fe que han marcado los últimos dos mil años de nuestra historia de salvación.”

Y el Papa allí comienza a ponernos ejemplos de santos, hombres, mujeres, matrimonios, niños, jóvenes, consagrados, gobernantes, humildes personas, que hicieron este proceso: se vaciaron de sí mismos, se conocían plenamente y por ello podían ser testigos del Señor. Continúa así:

“Por la fe, María acogió la palabra del Ángel y creyó en el anuncio de que sería la Madre de Dios en la obediencia de su entrega (cf. Lc 1, 38). (…)”

“Por la fe, los Apóstoles dejaron todo para seguir al Maestro (cf. Mt 10, 28). Creyeron en las palabras con las que anunciaba el Reino de Dios, que está presente y se realiza en su persona (cf. Lc 11, 20). Vivieron en comunión de vida con Jesús, que los instruía con sus enseñanzas, dejándoles una nueva regla de vida por la que serían reconocidos como sus discípulos después de su muerte (cf. Jn 13, 34-35). Por la fe, fueron por el mundo entero, siguiendo el mandato de llevar el Evangelio a toda criatura (cf. Mc 16, 15) y, sin temor alguno, anunciaron a todos la alegría de la resurrección, de la que fueron testigos fieles.

Por la fe, los discípulos formaron la primera comunidad reunida en torno a la enseñanza de los Apóstoles, la oración y la celebración de la Eucaristía, poniendo en común todos sus bienes para atender las necesidades de los hermanos (cf. Hch 2, 42-47).

Por la fe, los mártires entregaron su vida como testimonio de la verdad del Evangelio, que los había trasformado y hecho capaces de llegar hasta el mayor don del amor con el perdón de sus perseguidores.

Por la fe, hombres y mujeres han consagrado su vida a Cristo, dejando todo para vivir en la sencillez evangélica la obediencia, la pobreza y la castidad, signos concretos de la espera del Señor que no tarda en llegar. Por la fe, muchos cristianos han promovido acciones en favor de la justicia, para hacer concreta la palabra del Señor, que ha venido a proclamar la liberación de los oprimidos y un año de gracia para todos (cf. Lc 4, 18-19).

Por la fe, hombres y mujeres de toda edad, cuyos nombres están escritos en el libro de la vida (cf. Ap 7, 9; 13, 8), han confesado a lo largo de los siglos la belleza de seguir al Señor Jesús allí donde se les llamaba a dar testimonio de su ser cristianos: en la familia, la profesión, la vida pública y el desempeño de los carismas y ministerios que se les confiaban.

También nosotros vivimos por la fe: para el reconocimiento vivo del Señor Jesús, presente en nuestras vidas y en la historia.”

En la Carta a los Hebreos San Pablo dice que tenemos una nube de testigos que, conociéndose a sí mismos no fueron hipócritas ni falsos sino auténticos testigos de la vida nueva que Cristo había traído.

Nosotros también, en este nuevo año, estamos llamados a ser testigos auténticos de Cristo.


 

P. Daniel Cavallo

1 Se puede leer el texto completo en el siguiente link: http://www.vatican.va/holy_father/benedict_xvi/motu_proprio/documents/hf_ben-xvi_motu-proprio_20111011_porta-fidei_sp.html