Misión universal de los apóstoles

jueves, 6 de marzo de 2008
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Entonces les dijo:  “Vayan por todo el mundo, anuncien la Buena Noticia a toda la creación.  El que crea y se bautice, se salvará.  El que no crea, se condenará.  Y estos prodigios acompañarán a los que crean:  arrojarán a los demonios en mi nombre y hablarán nuevas lenguas; podrán tomar a las serpientes con sus manos, y si beben un veneno mortal no les hará ningún daño; impondrán las manos sobre los enfermos y los curarán”

Marcos 16,15 – 18

La invitación que Jesús hace después de la resurrección, ante la alegría que los apóstoles sienten por haberse encontrado con el Señor habiendo vencido a la muerte y al pecado, es llevar este mensaje a todos. No poner un límite al anuncio de la Buena Noticia.

Marcos da testimonio de esto al final del Evangelio. Pone en sintonía este anuncio de Jesús con lo que va a ser después la misión del apóstol de los gentiles: San Pablo.

Este anuncio de la Buena Noticia es para ser proclamado a todos.

Hay un anticipo de este estilo de anuncio mucho más allá de las fronteras de Israel, en la manifestación de Dios ante los magos que llegan de Oriente, y frente a Simeón, quien dice que Jesús será testigo de luz ante todas las naciones. En estos dos textos descubrimos la presencia del Señor más allá del ámbito del judaísmo.

También, cuando en el Evangelio de San Juan, los griegos se acercan a los discípulos para decirles: “queremos ver a Jesús”.

Este anhelo de encuentro entre la Buena Noticia y la cultura está siempre a la expectativa de ocurrir. A nosotros nos toca ser portadores de la Buena Noticia donde Dios quiere que vayamos, sin ponerle límites y sin ir con prejuicios sobre un mundo que tiene hambre y sed de Dios. En este mundo que lo rechaza, lo niega y lo resiste. Muchas veces, a favor de quienes así lo hacen, por que hemos sido incapaces de decirlo de la mejor manera.

En más de una oportunidad lo hemos querido imponer, lo hemos proclamado mal o no hemos respetado los tiempos de las personas a las que el Señor quería llegar con su pedagogía paciente, progresiva y no impositiva. Esa que nos cuesta muchas veces entender a nosotros y por eso mismo actuamos así, cuando nos toca hacer las veces de evangelizadores.

Todo ambiente de la cultura está llamado a ser impregnado de esta Buena Noticia. A nosotros nos toca demostrar que esto ya ocurre. Por que en el momento en que Dios se hace hombre, toda la creación queda como afectada, tocada, preñada, llena de vida del Evangelio en sus entrañas.

Entonces ¿Qué nos toca? Ver su manifestación. El apóstol Pablo, en la carta a los Romanos, lo va a decir: “la creación entera está como con dolores de parto”. Expectante a la manifestación gloriosa de los hombres de Dios. Es decir, el parto en la vida de la creación va ha dar a luz cuando los hijos de Dios, viviendo el Evangelio, seamos capaces de llamar a la luz a las que están en las sombras expectantes a aparecer.

¿Cómo se hace para esto? Básicamente con el testimonio. El testimonio de una vida evangélica. Sin duda los valores evangélicos hechos carnes en nosotros tienen una fuerza de seducción y de una presencia testimonial atrayente, más que las palabras. Aunque éstas, también tienen su poder de consolar, fortalecer, alegrar, animar, reconciliar. Sin embargo, vale más el testimonio de vida que mil palabras. A esto nos invita el Señor cuando nos dice “vayan por todo el mundo”.

No se trata de ir antes de haber vivido con profundidad el Evangelio. Debemos ir conscientes de que la vivencia evangélica honda y profunda en nuestra vida, confrontada con nuestras incoherencias y con la búsqueda de corregirla a favor de la vida nueva que Jesús propone, es lo que va a hacer eficaz nuestra tarea apostólica.

Llama la atención cuales son los efectos que siguen a los que son compenetrados por la Buena Noticia y lo expresan en la gracia bautismal. Este es el orden que ha de seguirse tomado por la Palabra de Dios. Metidos por la Palabra de Dios dentro del misterio de Jesús terminamos por celebrar y renovar la gracia sacramental, que confirma esta inserción dentro del misterio trinitario.

Estamos llamados a vivir en Dios. “En él vivimos, nos movemos y existimos”. Cuando esto ocurre y renovamos desde la gracia bautismal esta posibilidad de ser y vivir en Dios, nada puede pasarnos, dice la Palabra. A nada tenemos que temer.

Tal vez los miedos más grandes con los que convivimos no están fuera de nosotros, están en nuestro interior. Los fantasmas a los que tememos no son los que nos ofrece un mundo desafiante, y a veces, aterrorizados en su propuesta violenta e injusta.

Sin embargo, nada de esto importaría si estuviéramos bien aferrados y seguros en el camino que recorremos ¿Qué pasa? Es que a veces los fantasmas no son tantos los que conviven desde afuera con nosotros sino los que habitan por dentro.

Estos fantasmas a los que tememos tienen nombres diversos. Podríamos llamarlos “demonios”, que son los que el Señor nos dice que “no les debemos temer por que si vivimos en él, podremos expulsarlos”. Podríamos tomar del veneno que a veces poner en nuestro corazón y nada nos haría

¿Cuáles son esos fantasmas, temores o demonios que a veces nos habitan por dentro? En ocasiones, se llama omnipotencia y entonces, nosotros como muy seguros de nosotros mismos, queremos hacer la vida al margen de Dios por que somos autosuficientes. Es propio de la vida en la que vivimos donde Dios estando ausente, puede vivirse sin él. Digamos por que nuestras necesidades básicas y algunos placeres nos lo podemos dar sin su presencia, a la que a veces, nos vinculamos de una manera estrictamente moralista.

Puede que el fantasma con el que convivimos, sea el fantasma de encontrarle gusto a la vida. Entendemos al gusto, como algún placer. Entonces, toda nuestra existencia busca permanentemente estar gratificando esta necesidad de ser complacidos en algún placer que nos podamos dar y cuando lo alcanzamos, nos sentimos vacíos como cuando fuimos detrás de él.

En la necesidad de creer, que era cubriéndonos con aquel gran gusto o placer, con lo que podíamos calmar el ansia que interiormente estaba empujando nuestro corazón.

Tal vez, el fantasma con el que vivimos sea el demonio de “sentirnos menos que otros”. En ese sentirnos menos, buscamos la forma de agradar a los demás. En ese querer agradar a los otros, lo único que hacemos es hacernos esclavos de nosotros mismos y de otros, sin vivir en plena libertad. A partir de este no querernos bien o de una imagen un poco deprimida de nosotros mismos; buscamos, luchamos y ponemos ahí, todas nuestras energías internas, física, espiritual y psíquica por agradar. Entonces buscamos el ser bienvenido entre los demás y vivimos en función de los otros.

Nada de todo esto nos deja ser libres y vivir en paz.

Justamente detrás de la búsqueda de lo mejor para nosotros mismos, es donde podemos ir apartándonos de estos fantasmas que nos habitan por dentro y que nos chupan una parte importante de nuestra fuerza interior con la que Dios nos quiere.

Estos fantasmas y otros más, que podemos nombrar, nos vienen con un discurso y se los ve claramente. Es la angustia, la inseguridad y la incapacidad de vivir tranquilos en el tiempo libre, en el que ninguna obligación nos pone de cara a tener que dar respuestas a los demás. Estando con nosotros mismos no podemos estar en paz.

Que esta catequesis sirva para exorcizarnos con la Palabra de Dios y con el poder de Jesús, de todo aquello que nos quita la paz, la serenidad, la alegría, la confianza y todo lo que es de Dios.

También, nosotros podamos gloriarnos, como el apóstol Pablo, de nuestra propia fragilidad y a partir de allí, dejar que Dios actúe.

Es a partir de un proceso de liberación y de sanidad interior donde nosotros podemos liberar y sanar a otros. Si no hay un proceso interior de transformación, de liberación y de sanidad, nosotros no podemos acompañar a otros en ese mismo proceso.

Justamente, la gracia bautismal de la que habla el texto bíblico tiene esa fuerza de exorcizar, de liberar y de sanar. A partir de esta gracia bautismal, vivida interiormente en nuestra persona, es decir, hecha consciente en las cosas concretas que no nos dan libertad y que nos impiden vivir en paz; podemos por experiencia propia y por que hemos descubierto el valor que tiene la Palabra de Dios y su presencia en nuestra vida; proponerlos a los demás y ayudar a los que como decía Jesús; están cautivos y necesitan de ese ministerio suyo de liberación.

Hay muchos alrededor de nosotros que nos pesan, nos preocupan, nos duelen. Pueden ser familiares, amigos, vecinos o situaciones de la vida con las que nos encontramos con hombres y mujeres que no le encuentran valor y sentido a la vida. Que tal vez sean de las cosas que más presos estamos. Lleno de todo, cansado de todo, pero también, carentes de todo. “Cansados de todo, llenos de nada”, dice un himno de la oración de vísperas en nuestra liturgia de las horas.

Esto es propio de la sociedad de consumo en la que vivimos. Estamos como lleno de muchas cosas pero sin estar satisfechos de nosotros mismos. Es que hay un nivel de la existencia que reclama de los bienes materiales con los que poder vivir bien cómodos. Saber administrarlos es una buena manera de poder tener recursos desde donde poder seguir madurando en otros aspectos que tienen que ver con lo vincular, con lo relacional y con lo trascendente.

Cuando nos sentimos atados a las cosas y las administramos mal,    terminan por ahogar y llenar los vacíos interiores que hay en nosotros. Nos impiden vincularnos con nosotros y con los demás en paz. Pueden ser muchas o pocas cosas. Puede ser que tengamos muchas cosas que tapan huecos interiores o pueden ser pocas cosas a las que estamos aferrados, y que ocupen ese mismo lugar.

¿Cómo poder vivir con las cosas en libertad y ponerlas en Dios, para que nuestra relación humana y vínculo fraterno sea en el estilo que el Señor quiere que sea?

Cuando el Señor viene a sanarnos, es para que sanemos. Tal vez una de las cosas que más tengamos que curar y que sanar en nuestro corazón, sea la manera de administrar lo que tenemos para que no sean nuestros dioses, para que no ocupen el lugar del único Dios. A veces, se define al hombre y a la mujer en el tiempo presente como “aquel que tiene más”, en lugar de “aquel que es”. En este sentido, lo confirma el gran aparato publicitario de comercialización, donde la persona es invitada a cubrir su necesidad de identidad a partir de adquirir y de tener. Es justamente desde ese lugar donde la persona es, por que tiene, por que posee. Pareciera que el tener y el poseer fueran ser alguien, y se pierde esta otra dimensión de ser a partir de la relación con el otro, desde el vínculo en el amor. Desde ese lugar, en apertura con aquel único que es capaz de darle pleno sentido a la vida, al Dios que se hizo uno de nosotros y al mismo tiempo nos trasciende con la fuerza de su amor.  

Pensemos ¿Cómo y de que manera, hay que trabajar interiormente en la vida con aquello que tenemos? ¿Cómo y de que manera, si esto estuviera ocupando el lugar que debería ocupar Dios, tiene que ser reordenado para que en ese ordenamiento con mayor libertad podamos vincularnos con los demás y con Dios que en su providencia jamás nos abandona?

Cuando el Señor dice “vayan e impongan las manos sobre los que necesitan ser transformados y curados”, es ir con nuestra gracia de transformación interior, con nuestro real convencimiento del valor evangélico que ha reordenado nuestra vida en todos los sentidos para que aquello mismo puesto sobre la vida de relación con los hermanos sea capaz de transformar la vida de ellos. No se trata de un gesto externo, de imposición de manos. Aunque este también puede hacerse en algunos momentos donde queremos compartir una bendición en nombre de Dios, sencillamente con la señal de la cruz en quien así lo requiera. Se trate de un familiar, un amigo o un vecino podamos bendecirlo tranquilamente. No es un ministerio que le toque al presbítero, al sacerdote.

Vos también podes bendecir, pero la mejor forma de bendecir es desde este lugar de novedad del Evangelio en tu vida que la cambió y se hace un don para tu hermano que necesita de ese cambio que vos recibiste. Es desde un proceso personal de transformación y de conversión donde verdaderamente la eficacia del camino evangélico en misión, adquiere el poder del que habla el texto de Marcos.

No hay fuerza y poder evangélico que no suponga nuestra participación. La fuerza del Evangelio, obra y actúa con nosotros. No actúa sin nosotros. El Señor quiere nuestra participación pero no una participación externa sino una participación interior. La interiorización del mensaje de Jesús en nosotros hace que otros puedan también como entrar a formar parte de aquello mismo que ha nosotros nos hace bien. Es como una fuerza contagiosa. Es como una fuerza de contagio que hace que nos vayamos sumando en una dinámica virtuosa de alegría, de gozo, de paz, de serenidad, de sentido. Porque hay cosas que tal vez no las podamos cambiar pero ante las cuales podamos tener una nueva mirada. Por ejemplo: hay situaciones de dolor por enfermedad, por perdidas tal vez de un ser querido o de situaciones de vida han robado una parte que era un proyecto de vida, por ejemplo: una separación que no tiene vuelta atrás y que no se pueden cambiar, que son así.

También es cierto, que la mirada que yo puedo tener sobre estas situaciones que ya no tienen vuelta puede ser distinta. Puede que yo esté vinculado a estas realidades dolorosas con una mirada en Dios que me llena de consuelo, que me fortalece, que me hace sacar bien de las cosas malas, que me permite reconciliarme con las cosas que me producen mucho dolor, que me da esperanza y que me permite con alegría llevar esta carga que a veces en otros momentos sin él era pesada, triste, angustiosa.

¿Te das cuenta el valor que tiene el vivir en Dios y como se diferencia esto de no tenerlo? ¿Cuantas veces has pensado que triste es vivir sin fe? Si lo hemos pensado en más de una oportunidad ¿Por que no vivimos la fe y la renovamos?

¿Cómo se actúa y se renueva la fe? Hay caminos a través de los cuales la fe actúa y se renueva. Básicamente, el más importante de todos es el camino de la oración, del encuentro orante con Dios que siempre nos da una nueva perspectiva de vida, que le da a nuestra mirada sobre nosotros y sobre los otros, una luminosidad que desde otro lugar no la encontramos.

Para eso hace falta una actitud humilde, una actitud de reconocimiento de nuestra pobreza, de nuestras incoherencias, de las veces que hemos querido ocupar el lugar que no nos tocaba; haciendo las veces de Dios, cuando en realidad solamente él puede ocupar ese papel.

Te invito a que te dejes tomar por la presencia de Dios que transforma la vida y desde ese lugar, te animes a ir hacia otros, abrazándolos en el amor de Dios, como la gran bendición. La única capaz de transformar la vida de los hermanos desde la vida de Dios en nuestra propia vida.