Darle lugar al niño que llevamos dentro

martes, 11 de junio de 2013
image_pdfimage_print

“Le trajeron entonces a unos niños para que los tocara, pero los discípulos los reprendieron. Al ver esto, Jesús se enojó y les dijo: «Dejen que los niños se acerquen a mí y no se lo impidan, porque el Reino de Dios pertenece a los que son como ellos. Les aseguro que el que no recibe el Reino de Dios como un niño, no entrará en él».” Mc 10, 14-15

Agacharse para cambiar la realidad

Martín Descalzo cuenta que para poder entrar en la Basílica de la Natividad en Belén es necesario agacharse, ya que la puerta es muy pequeña. Los adultos entran allí solamente encogiéndose. En cambio, los niños entran de pie. Lo mismo dice Jesús del Reino de los Cielos: para entrar en el Reino de los Cielos hay que imitar al Hijo de Dios que se agacha, se abaja y se encuentra con el hombre desde su misma humanidad, frágil y débil, indefensa. Identificado en todo con nosotros menos en el pecado, Él se hizo uno de los nuestros, dice San Pablo. Para quedarse con nosotros y poner aquí su morada, dice San Juan. El primero que se agacha en la historia para entrar en ella y transformarla desde dentro es el mismo Dios, que se hizo niño, pequeño, hombre, servidor de todos. No hay modo de transformar la realidad si no es agachándose, es decir, dando de nosotros mismos lo mejor que tenemos para ofrecer. Sin abajarse, sin hacerse uno con lo frágil, lo débil, lo vulnerable, lo pobre, no hay posibilidad de que las cosas cambien.

En la fragilidad se manifiesta el poder y la grandeza de Dios. Cuando nosotros somos realmente capaces de encontrarnos con este costado nuestro más pobre, nos reconciliamos con Él. Dios hace maravillas desde ahí. Esto es hacerse como niño. Cuando por la vida vamos con la frente demasiado alta y medio encumbrados en lugares que no nos corresponde, no nos va bien. Este agacharse y adaptarse a la realidad para trabajar y transformarla es lo que deja como invitación el Señor hoy en el Evangelio. Nuestra confianza en que Dios puede, más allá de lo que nosotros por nuestra propia fuerza podemos.

Siendo pequeños, Dios nos robustece el corazón y nos permite ser capaces de construir un mundo nuevo. Él se constituye en la piedra firme, angular, donde el edificio toma toda su fuerza y consistencia.

 

Darnos desde la fragilidad

Se trata de dar lo mejor de nosotros mismos en el reconocimiento de nuestra fragilidad. Lo hacemos con alegría, con gozo, y por sobre todas las cosas con ese lugar al que queremos pertenecer, la pequeñez y la sencillez de los hijos de Dios. Jesús eligió ese lugar, moviéndose entre los pobres, frágiles, débiles, los publicanos, los pecadores, los leprosos, los enfermos, los paralíticos; todos ellos forman parte del escenario en donde Jesús se abaja, se agacha y desde ese lugar muestra que el Reino de Dios es una cuestión de ofrenda y entrega de amor. Es lo que hacemos cuando presentamos y ofrendamos el pan y el vino. Cada ofrenda que hacemos en la vida en este sentido, la más pequeña (ese minuto ofrecido a alguien que nos necesita o el tiempo dado a nuestros hijos cuando están enfermos, o el trabajo de todos los días presentado como ofrenda) siempre es poco al lado de tanta grandeza del amor de Dios. Sin embargo, lo poco que nosotros ofrendamos se constituye en algo inmenso en Dios que toma la ofrenda. Dios hace grande nuestras cosas. Dios nos engrandece y conforta el alma.

 

Dios te ve, entregate de corazón

No tengas miedo de entregar lo mejor de vos mismo. Aunque a vos te parezca que nadie te mira, Dios te ve. Hay experiencias de confianza, de entrega, de arrojo que realmente conmueven. Una historia (de las muchas que se pueden recoger) tiene que ver con el hijo de un matrimonio que ve dolorosamente encerrado a su niño de ocho años en el piso alto de la casa mientras ésta se prende fuego. La primera reacción de la mamá desesperada es subir entre las llamas para traer a su hijo aunque se quemen. De repente llega el padre. El hijo desde la ventana le grita al padre que lo ayude, que no puede salir. El padre se ve profundamente asistido por el don de la paternidad, ese regalo grande que Dios hace a los padres. El padre comienza a hablarle con calma, silencia a los otros y particularmente a su hijo. El papá se había dado cuenta de que no había posibilidad de subir para rescatarlo, pero había otra salida: que el niño se tirara. El padre, con una voz firme, serena, segura, le dice al niño que se tire, que él lo aguarda abajo. En el balcón estaba el hijo parado, envuelto por el humo y le decía “pero papá, yo no te veo”. El padre le dijo: “Yo si te veo, tirate”.

En más de una oportunidad nosotros nos preguntamos ¿arranco o no?, ¿voy o no voy, qué hago? Esa indecisión a veces se debe a que la confianza ha sido dañada, vulnerada, ha perdido frescura, y nos tira para atrás. Si hay algo que tiene la confianza en su esencia, es que nos lleva hacia delante. En cambio el temor, el miedo, nos repliegan. La confianza nos despliega. ¿Qué hace Dios con nosotros? Hace lo que hizo este papá con este niño: yo no veo más adelante, no sé que hay, pero Dios desde adentro me dice vamos, no tengas miedo, adelante.

 

Darle lugar al niño que llevamos dentro

Mientras vamos dando pasos con confianza para estar ahí, lanzados hacia Él, vamos sencillamente desplegando lo mejor de nosotros mismos y poniéndolo en Él. Todo lo que en Él entregamos, se multiplica. Vengan a mí los que están afligidos y agobiados, que Yo los aliviaré. Pongamos nuestras angustias, tristezas, desazones y desconfianzas, en Él, y todo será distinto. Para eso hay que darle lugar al niño que llevamos dentro. Tenemos que recuperar esa condición de niños que nos sentimos tomados por los brazos de Dios. Dios nos regala esa posibilidad; y esta gracia de humildad no depende de cuántos actos de humillaciones nosotros hagamos, sino cuánto de la presencia de Dios gana nuestro corazón. Cuando Dios es grande, el hombre queda en su lugar, no hay forma de que ocupe otro lugar. Por eso ¿a qué apuntamos? Apuntamos a la grandeza de Dios. ¿A quién entregamos lo mejor de nosotros mismos? Al que es el más grande entre los grandes.

 

P. Javier Soteras