Espiritualidad para el siglo XXI (Segundo ciclo): Programa 3: El lenguaje de la experiencia espiritual

martes, 27 de mayo de 2008
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Texto 1:

¿Has hecho el intento alguna vez de compartir una experiencia espiritual?; ¿Has encontrado las palabras adecuadas?; ¿No te ha sucedido que aquello que pronunciás se distancia de cuanto, en verdad, has experimentado?; ¿Cómo es posible conciliar las palabras justas para el “adentro” y el “afuera”?; ¿Qué términos utilizamos para expresar aquello que nos trasciende?; ¿No te ha pasado, incluso en las grandes experiencias humanas, haberte quedado sin palabras: El nacimiento de un hijo; el amor de un amigo; la muerte de un ser querido, el sufrimiento padecido; la felicidad añorada?; ¿Lo más profundamente humano tiene “palabra”?

De esto vamos hablar hoy: De las posibilidades y los límites de las palabras al expresar las experiencias trascendentes; el lenguaje para lo espiritual y para las realidades humanas más profundas; el lenguaje para hablar de Dios y para comunicar todo lo más hondamente humano.

Si empezamos por el lenguaje de la dimensión espiritual -en el cual tiene un lugar destacado la Biblia- podemos advertir que el primero que pronuncia la Palabra de Dios es Dios mismo: “En el principio existía la Palabra y la Palabra era Dios y la Palabra estaba con Dios” (Jn 1,1). Así comienza el Evangelio de Juan. El que posee propiamente la Palabra es Dios. La misma Palabra es divina. Está junto a Dios y revelará algo de Dios. Es Dios el que originalmente pronuncia. Nuestro anuncio se realiza -no principalmente- en el hecho de que nosotros digamos algo de Dios, sino en la medida en que Dios nos diga algo a nosotros. No es que nosotros pronunciemos la Palabra de Dios; es la Palabra la que nos pronuncia a nosotros. No es que nosotros poseamos la Palabra de Dios; es la Palabra la que nos posee a nosotros. El Padre pronuncia, el Hijo revela, el Espíritu ilumina.

Toda palabra humana que intente ascender hasta Dios, debe tener la humildad de descubrir que es una palabra que primero ha descendido gratuitamente de lo alto (Cf. Jn 2,12-13). Toda palabra humana acerca de Dios es palabra de los hombres para Dios porque primero ha sido Palabra de Dios para los hombres (Cf. Jn 2,12-13). Lo que digamos de Dios tiene su raíz en lo que Dios ha  pronunciado de sí mismo en su Palabra. Nuestro anuncio -como dice el Apóstol San Pablo- «no es con palabras de la sabiduría humana sino aprendidas de Dios» (1 Co 2,13-16).

¿A vos, Dios qué te dice?; ¿Vos qué le decís a Dios?; ¿En qué escuchas que Dios se pronuncia?; ¿En qué realidades Dios te pronuncia?; ¿Te sentís pronunciado por Dios?; ¿Te pronuncia el amor de Dios?; ¿Te pronuncia su misericordia?; ¿Cómo discernís en el lenguaje de los hombres, el lenguaje de Dios?; ¿En el lenguaje de Dios, alguna vez,  has escuchado su impactante silencio?

Texto 2:

Hay quienes están tocados en el Espíritu por el don del «lenguaje de Dios». Con una dulce sabiduría de viene de lo alto, trasmiten las cosas del espíritu con inmensa riqueza y profundidad. La simplicidad no está reñida con la hondura. Nos dicen palabras que llegan al corazón y a la fibra humana. Nos atraviesan las entrañas y nos conmocionan. Nos hablan desde el lugar del encuentro y la identificación. No están ajenos. No se escuchan lejanos y afuera. Nos hablan desde adentro, con “palabras del alma”, con voces que han amasado en su propio interior, en un lento rumiar de dialogo íntimo, con una captación contemplativa de la realidad, en la espera y escucha de sus latidos más abismales. Sus palabras nacen de “cauces vitales”. Están preñadas de sabiduría, grávidas de una espesa e intensa vida que fluye para otros.

No obstante, esto no es siempre lo más común. Todos tenemos una captación y una expresión de las realidades del espíritu ciertamente limitada.

Esta limitación de nuestro lenguaje para transmitir lo trascendente se debe a somos espíritus encarnados. No somos espíritus puros como los ángeles. Nuestro ser es en el mundo. Somos la unidad de un espíritu encarnado. Una mezcla fragmentaria de tiempo y espacio. Nuestra elevación a lo superior es por lo inferior. Lo espiritual desciende a lo sensible y lo sensible asciende a lo espiritual. Lo trascendente es captado a partir de lo inmanente. Lo «más allá» es percibido a partir de lo «más acá».

No captamos lo espiritual como los sentidos perciben sus propios estímulos. Lo espiritual es intangible y sutil.  No tiene evidencias capaces de ser medidas y comprobadas. Lo espiritual siempre se nos escapa, no se puede constatar y, cuando de alguna manera puede ser percibido, lo hacemos a través de las ventanas de nuestros sentidos externos: La vista, el oído, el olfato, el gusto, el tacto. Nosotros expresamos lo espiritual como “a medias”, inadecuadamente ya que no somos espíritus desencarnados. Nuestra experiencia espiritual no es angélica sino humana, siempre humana. No sale de ese registro, aunque sea una experiencia de fe. 

El lenguaje espiritual es como un camino intermedio entre el lenguaje de los sentidos y el lenguaje del espíritu y, precisamente, por eso, es el lenguaje más humano, el que corresponde a un ser que es un espíritu encarnado y una carne espiritualizada. Este lenguaje impropio, inacabado, simbólico, metafórico, figurativo y poético es el lenguaje de las artes y de las ciencias del espíritu, un lenguaje más cercano al «estético» que al intelectual y científico.

Sólo podemos aproximarnos a pensar y a decir algo de Dios de esta manera ya que a Él y de Él nunca podremos pronunciar algo adecuadamente. Lo que de Él digamos será necesariamente pobre, impreciso, inadecuado. No obstante, este es el lenguaje de la fe que más se aproxima al misterio porque vela y revela a la vez, muestra y oculta.

Esta modalidad es también la del lenguaje del arte, la literatura, la filosofía, la teología y la Biblia. En este lenguaje, todo lo que llegamos a decir es todo lo que aún no hemos dicho. En el origen de toda palabra humana se encuentra el silencio, lo más expresivo de aquello que no se puede pronunciar.

En aquello que pronunciamos, está lo que no pronunciamos. Es más lo que no decimos que lo decimos. Es más el silencio que la palabra. Es más el símbolo que la precisión.

Así es de balbuceante nuestro lenguaje de Dios: Un lenguaje demasiado humano, un lenguaje del espíritu a la altura de la carne. A otra altura, no llegamos.

El mismo Dios hecho hombre, la misma Palabra Encarnada quiso tener, para revelarse, el lenguaje humano. Su Encarnación es la muestra real de la pronunciación humana en el lenguaje divino. La Palabra de Dios ha quedado definitivamente expresada como palabra humana: “La Palabra se hizo carne” (Jn 1,14) dice el Evangelio de Juan. Por lo tanto, también nuestra carne se hizo palabra. Ella pronuncia, a su modo, algo del misterio de Dios.

La Palabra de Dios se hizo palabra humana para expresar a Dios a la altura del hombre. La Encarnación nos enseña el lenguaje de la carne hecho lenguaje de la Palabra. Por la Encarnación, Dios y el hombre han quedado plenamente expresados. Sin embargo, en reiteradas ocasiones quizás no puedas hablar o explicar. En la fe –como en el amor- nos quedamos, a menudo, en silencio. Todo lo humano se vuelve densamente poblado de voces de un infinito que repercute dentro.

Texto 3:

Todo ser de la Creación es una apertura que se trasciende a sí mismo. Es como un «símbolo», un «vestigio», una «señal», una «semejanza» de lo invisible. En la primera página de la Biblia, en el Libro del Génesis, cuando se relata la Creación, se dice que Dios “dijo” e “hizo”. Todos los seres nacen de ese pronunciamiento original de Dios, de su Palabra que les da el ser. Todo ser de la Creación es como una palabra. Expresa, modestamente, algo de Dios.

Este punto de partida que tiene todo ser con Dios es lo que posibilita decir algo de Dios a partir de la Creación. Es el lenguaje de todas las cosas que se trascienden a sí mismas, dibujando los contornos de lo invisible. La Creación es una expresión de Dios. Es como una gran palabra muda, una ininterrumpida sílaba que va descifrando algo del Nombre indecible que todo lo supera. Toda la inmensa sinfonía de las múltiples voces creadas, balbucean al Impronunciable.

“Cada ser es una Palabra,
Un eco sonoro en el tiempo del Verbo eterno.
Cada ser es un mensaje.
Un símbolo y un signo de la orfebrería divina.
Un idioma del cielo y de la tierra.
Un designio.

Todo brota de la Palabra.
La Creación es literatura divina.

Dios inventó su propio alfabeto.
Las criaturas son sílabas de su única Palabra.
Cada ser es  una plegaria.
Dios reza cada creatura
surgida de su Palabra.

Toda existencia es una bendición.
Un himno de alabanzas, un “Amén” de Dios.

Dios ora su Creación:
Música de acordes infinitos;
sinfonía plural de voces;
 nueva paleta de colores;
arquitectura original de formas
donde la vida brota caprichosa.

Cada ser es un augurio y una esperanza;
Un camino y un puente.
Una “buena noticia” para el mundo;
un horizonte por soñar;
un don por recibir;
una fiesta para compartir”

Vos formás parte de esta Creación. Te toca cuidarla y protegerla. No devastarla, ni destruirla. La Creación de Dios es plural, multifacética y hermosa: ¿Has encontrado en la Creación algún secreto lenguaje?; ¿Te ha envuelto el silencio, esa armonía para lograr entre dos?; ¿Te has conmovido alguna vez por la belleza fugaz de un amanecer o un atardecer?; ¿Has sentido el silencioso rumor del inmenso mar conversando consigo mismo o el bosque dialogando mientras baila con el viento?; ¿Qué te han confiado el cielo estrellado de los altos confines o la lluvia suave de los campos?; ¿Cómo has podido interpretar la mirada nublada del anciano, lleno del silencio que le han regalado los años o la música sonora del risa y del llanto de los niños?; ¿Qué idioma hay para lo más humano?; ¿Qué palabra nos dice una caricia?; ¿También allí se esconde el alfabeto de lo divino?; ¿El arroyo, el mar, la montaña, el viento y la lluvia te han descifrado algo del Nombre de Dios?

Texto 4:

Existe también otro lenguaje acerca de Dios. No el lenguaje de las creaturas que en continuo esfuerzo tratan de musitar algo que nunca acaban de decir sino otro lenguaje que desciende de lo alto, el que Dios mismo quiso pronunciar para que el hombre conozca todo lo que no podía por sí mismo. Este es el lenguaje de Dios en la Biblia. Un lenguaje que también asume el modo de entender y de hablar del hombre. El hablar de Dios en la historia que luego se ha plasmado como Palabra de Dios en la Biblia.

Este lenguaje no es el de la Creación que intenta penosamente ascender hasta llegar a decir algo del Creador, sino al revés, el Creador mismo que en su Palabra indecible asume el lenguaje de los hombres para hacerse entender por ellos.  Este lenguaje de Dios que desciende como palabra pronunciada en la historia es un lenguaje de Dios a la manera del lenguaje de los hombres. Es verdaderamente Palabra de Dios con expresión humana.

En el lenguaje de Dios hay –entonces- dos direcciones: El camino que parte de la Creación y del  hombre para hablar de Dios y el camino que parte de Dios para hablarle al hombre en medio de la historia.

En la primera dirección -el diálogo de la Creación- sube hasta Dios dándose cuenta que casi nada logra pronunciar del lenguaje trascendente. En la segunda dirección -el lenguaje de Dios propiamente dicho en la Biblia- ha logrado humillarse hasta condescender para asumir no sólo el lenguaje del hombre, sino incluso al hombre como lenguaje: La Palabra de Dios se hace carne de los hombres. El hombre -y con él toda la Creación- queda transfigurado en el desbordante lenguaje de Dios.

En la Encarnación, las dos direcciones -ascendente y descendente- se entrecruzan como los travesaños de una cruz, en un solo punto concreto de encuentro: El lenguaje de Dios hecho palabra humana y la palabra humana asumida en el lenguaje de Dios.

Nada se podrá decir de Dios en sí mismo si no es en Jesucristo y, viceversa, nada puede decirse de Jesucristo si no es partiendo de Dios, pasando por el “nudo” de la Encarnación (Cf. 1 Jn 4,12) para llegar -nuevamente- a Dios (Cf. Jn 13,3; 14,3.28; 15,16-19).

Jesús es la Palabra, el “idioma” con el que Dios nos habla siempre. Jesús es la Palabra hecha carne. Palabra de Dios para la carne humana. Unión de la Palabra de Dios y la palabra de los hombres.

Dios siempre nos habla en un lenguaje humano. Dios siempre quiere hacerse entender. Quiere que lo captemos. Si Dios tiene una Palabra es porque algo tiene para decirnos. ¿Qué lenguaje utiliza Dios para con vos?; ¿Cómo te das cuenta que Él te habla?; ¿Qué es lo que te está diciendo en el ahora de tu vida?; ¿Qué palabra tiene Dios para este presente?… Contáme, ¿qué estás necesitando?; ¿qué te está diciendo? ¿Acaso no sentís su voz, adonde estés, en tu silencio interior?
Texto 5:

En el interior del misterio de Dios resuena por siempre una Palabra. Dios es expresión y comunicación. Todo lo que nosotros podamos decir de Él será como un eco desplegado de la infinita sonoridad de esa única Palabra en la que Dios, no sólo ha querido pronunciar todas las cosas, sino también allí desea oírlas. Dios quiere, en su Palabra, escuchar todos los ecos. Dios sólo escucha aquello que es pronunciado en la vida de su Palabra. Todo lo demás -lo que no se encuentra allí- es menos que mudo.

Cuanto pronunciemos girará -una y otra vez- incesantemente en torno a un único centro. Todo se despliega y se pliega, como círculos concéntricos, alrededor de la Palabra de Dios y de la palabra «Dios». Esta Palabra tan usada y -a la vez- tan insospechadamente desconocida.

A menudo las palabras quedan maltratadas y ajadas por el abuso que tenemos de usarlas y aturdirnos. En esta cultura de la comunicación, la información y la imagen, nos sumergimos en un impacto frenético donde los sentidos se nos estrellan por tanta invasión.

Tenemos que resguardar las palabras con un halo de silencio para revirginizarlas y llevarlas de nuevo a la fecundidad del gesto. Tenemos que aprender a silenciar la palabra para que vuelva a su primer brillo. De lo contrario, las palabras más colmadas de significado -entre ellas la palabra «Dios»- terminarán sólo por ser articulaciones de sonidos.

Debemos reconquistar la palabra «Dios». En el Antiguo Testamento, los hombres no se atreven a pronunciar el Nombre de Dios porque sienten la infinita distancia entre nuestros labios impuros (Cf. Is 6,5) y Aquél que es Innombrable.

Es preciso quedarnos A la escucha de aquello que sobrepasa toda palabra. Nos es tan común la palabra «Dios» que Dios mismo termina siendo común para nosotros.

Nadie puede invocar a Dios dignamente; no obstante, todos debemos hacerlo, precisamente porque al no ser dignos, el hacerlo nos manifiesta que es una gracia inmerecida. Es necesario reconocer este don con «temor y temblor» (1 Co 2,3). En la oración se pone de manifiesto la paradoja de la palabra humana ya que allí, como en ninguna otra parte, se nota que ella hace de “puente” entre la súplica humana y la extrema condescendencia de Dios que siempre nos escucha. Como dice el Apóstol San Pablo, las “temblorosas” palabras alcanzar a titubear algo de «lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni vino al corazón del hombre» (2,9).

Frente al misterio debemos anonadarnos, como Moisés -cuando al preguntarle a Dios por su Nombre- tuvo que descalzarse ante la tierra sagrada que pisaban sus plantas. Hay que tener un corazón arrodillado y descalzo, anonadado y postrado, cobijando todo el silencio de adoración que encierra la palabra «Dios».

Esta palabra que ha sido, muchas veces, mal usada. En verdad, no sabemos, ni lo sabremos nunca -incluso en la eternidad- lo que decimos cuando decimos la palabra «Dios».

Más allá de toda la carga de esta palabra y de su manejo cotidiano y casi profano, más allá de las resonancias que tiene para cada uno, lo cierto es que esta palabra, única y abismal, escapa al lenguaje específicamente religioso.

En todas las lenguas, en todas las culturas y en todas las religiones de todos los tiempos se la conoce. En la sombra de esta palabra gravita por siempre el misterio del hombre y del mundo. Descifrar algo de esta palabra será conocer un poco más de todas las cosas. Todo lo que digamos será multiplicar el eco insondable de esta palabra. Tenemos que descubrir para nuestro corazón y nuestra vida el secreto de esta palabra.

¿Acaso podríamos reemplazar la palabra “Dios” por alguna otra?; ¿Existe sinónimo alguno adecuado?… ¡Cuánto veces decimos “Dios mío”!; ¿Qué queremos decir con esa expresión?

A vos ¿qué te dice la palabra “Dios”?; ¿Qué resonancias profundas repercuten dentro tuyo cuando -con fuerza- resuena esta palabra?; ¿No te pasa que hay momentos en que querés pronunciar algo de Dios y no se encuentran las palabras adecuadas y te sentís en las puertas del misterio sin poder ingresar?, ¡Cuántas veces estamos sentados en el umbral de Dios, mendigando un silencio para nuestra plegaria y una palabra de Dios para nuestras palabras!

Texto 6:

En la experiencia de Dios, el lenguaje y el conocimiento nunca alcanzan. Las palabras y las ideas son siempre limitadas. No hay lenguaje que alcance lo suficiente. No hay conocimiento adecuado. Para lo espiritual y para todo lo más profundamente humano, lo más apropiado –a veces- es el silencio.

Ante Dios y ante los corazones humanos llega un instante sagrado en el que sólo podemos estar con una mirada sostenida en el silencio. Un silencio colmado que se vuelve elocuencia y se transforma en la palabra más profunda. Ese silencio no es vacío, mutismo, ni mudez. Ese silencio es sonoro y armónico. Está siempre habitado. Se encuentra plenamente grávido. Es plenitud y fecundidad.

Es el silencio que lo pronuncia a Dios y Dios que se deja pronunciar en el silencio. ¡Hay tantos silencios humanos que lo pronuncian a Dios!

A veces Dios se manifiesta en nuestra vida a través de su silencio. La tentación es creer que ese silencio es su ausencia. A menudo Dios prolonga su silencio a lo largo de mucho tiempo en nuestra vida. Ese silencio es su palabra. Dios siempre habla. A veces con su Palabra, otra veces, con silencio. Para captar el lenguaje de Dios es preciso el remanso de un corazón aquietado.

Sucede que a menudo, estamos tan aturdidos por todo, que cuando queremos hacer silencio e ir hacia lo profundo, adentrándonos a nosotros mismos, nos encontramos huecos y vacíos, en la desnudez de nuestros despojos interiores que nos arrojan a la intemperie. Nos da miedo el silencio porque encontramos en él nuestros propios desiertos deshabitados.

Hay un silencio de interioridad sonora y colmada y hay otro silencio sequedades estériles. ¿Adentro tuyo que hay?; ¿Existe un mar profundo o un árido desierto?; ¿Cuándo te encontrás sólo con vos mismo en el silencio: Qué escuchás?; ¿El agua del manantial que brota o percibís que se ha secado la vertiente que manaba?… Tiráte adentro tuyo, bucéa, andá a lo hondo, sumergíte en el mar más grande que hay y que está dentro de vos. Escuchá tus palpitaciones, tus vibraciones, tus latidos. Escuchá tus ecos interiores…

Eduardo Casas.