Espiritualidad para el siglo XXI. (Segundo ciclo) Programa 9: Amar lo no amado.

sábado, 5 de julio de 2008
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Texto 1:

    Desde Dios, todo puede ser tocado por el fuego del amor que purifica en caminos, cada vez, de mayor universalidad y extensión. Y si bien, ciertos amores pueden ser vividos con algunos y no necesariamente con todos  -tal es el caso de la amistad- sin embargo, la caridad puede y debe ser vivida cada vez más ampliamente. La caridad y la amistad son dos amores con una misma raíz. La caridad tiene como posibilidad la amistad y la amistad verdadera no puede vivir sin la caridad.

    La caridad no sólo es el amor fraterno que está destinado a abrazar a los hombres como prójimos (Cf. Lc 10.29-37), hermanos (Cf. Sal 132.1-3) o amigos (Cf. Eclo 6,14-17; Pr 17,17; 18,24; 27,10; Jn 15, 12-17) sino -también al igual que Jesús- a los que no nos aman o a los que no amamos.

    El Evangelio guarda -para estos casos- un nuevo amor, asombroso para la capacidad humana pero, sin embargo, propuesto explícitamente por Jesús, no sólo con su palabra sino también con su ejemplo: El amor a los enemigos.

    Esto es una originalidad del Evangelio, ya que en el Antiguo Testamento, tal amor no existe. Al contrario, proclamaba el “ojo por ojo y el diente por diente”, la famosa “ley del talión”: Lo que hacés es lo que merecés.

    Así como la caridad tiene su cumbre en la amistad; de manera semejante, posee otra «cumbre», en el extremo opuesto: El amor a los enemigos (Cf. Mt 5, 38-48; Lc 6,27-35).

     En la vida existen un sin número de personas que, por muy diversas razones, de hecho, no amamos. Generalmente son más las personas que no amamos que las que amamos, por la sencilla razón que no podemos ni conocer, ni entablar, aunque sea una relación superficial, con todas las personas.

    Para vivir en plenitud el amor, tampoco es necesaria una relación de amor con todas las personas. Todos estamos circunscriptos a una red de relaciones determinadas. Las personas que no amamos no entran necesariamente en la categoría de «enemigos» sino tendríamos tantos enemigos como personas con las cuales no nos relacionamos. Estas personas son simplemente personas que no conocemos o con las cuales no hemos tenido relación.

    Para la enemistad, en cambio, es necesario haber tenido relación. Ninguna enemistad nace de la gratuidad. Esta es la primera gran diferencia con la amistad, la cual nace de la gratuidad o, al menos, en la medida en que va creciendo, tiende a ser -cada vez- una relación más gratuita.

    La enemistad no surge de la gratuidad, ya que ésta sólo se reserva para el amor. Detrás de cada enemistad, siempre hay una historia de sufrimiento, frustración, desencuentros, incomunicación, rupturas y heridas. La enemistad no brota de la gratuidad sino necesariamente de la historia vivida. No surge del don sino de la frustración.

    Para que un enemigo sea tal es necesaria una expresa voluntad de no amar. Así como en la amistad hay benevolencia, la cual se manifiesta en una voluntad de querer bien y de quererle el bien al otro; en la enemistad es preciso la voluntad negadora del bien, o lo que es lo mismo, la voluntad expresa y positiva del mal.

    ¿Vos has tenido en tu  corazón –alguna vez- una voluntad decidida de no amar a alguien?; ¿Por qué?; ¿Has poseído algún sentimiento negativo en tu corazón?; ¿Te has sometido a su oscuro dinamismo?; ¿Qué frutos te ha dejado adentro?; ¿Cómo has reaccionado ante el descubrimiento de un sentimiento negativo en tu interior: Lo has consentido, lo has rechazo, lo has  alimentado o , al contrario, tratás de no identificarte con él y procuras purificarlo?; ¿Ese sentimiento no comenzó a perturbar todo lo demás?; ¿Te ha hecho entrar en crisis y en tensión interior?;  ¿A veces no quisieras que ahí adentro, todo fuera diferente?

Texto 2:

    Cualquier sentimiento negativo que albergue en nuestro corazón es una raíz amarga y venenosa que, en primer lugar, resiente y contamina el interior de quien la tiene. El fruto primero del “no-amor” es la muerte lenta de la vida del corazón que lo acoge. Antes de hacerle mal al otro, en primer lugar, todas las variadas formas del “no-amor” hacen mal. 

    Como afirma el Antiguo Testamento en el Libro del Eclesiástico: …«El que cava una fosa caerá en ella y el que tiende una red quedará enredado. El mal que se comete recae sobre uno mismo»… (27,26-27). Existe una “ley de atracción”: Te viene lo que das; te llega lo que brindás; recibís lo que entregás; cosechás lo que sembrás.

    Así como todo sentimiento positivo tiene su dinamismo en el bien, de tal manera que si lo dejamos crecer y lo desarrollamos, tiende a identificarse con el amor, la fuente y la cumbre de todo bien -ya que el amor es un bien dado (caridad) o un bien dado y recibido (amistad)-; de manera opuesta, todo sentimiento negativo tiene su dinamismo en el mal, de tal forma que si lo cultivamos, tiende a identificarse con el “no-amor”.

    En este “no-amor”, así como en el amor, existe una graduación de intensidad. Los buenos y los malos sentimientos pueden crecer o decrecer. En el “no-amor” se va desde la indiferencia hasta el odio. En medio están  todas las complejas y múltiples variedades de las pasiones, sentimientos y actitudes.

    Las relaciones malsanas y enfermas fomentan estas «combinaciones» negativas que se dan en nuestra naturaleza como «tendencias» según las características de nuestra personalidad. Es lo comúnmente se ha denominado «pecados capitales», los núcleos que el mal asume en nuestra personalidad sicológica y espiritual, generando tendencias negativas o enfermas.

    Así como el amor despierta y hace crecer todas las virtudes, de manera opuesta, el odio, la más antigua raíz, madre de todos los vicios y males, desenfrena -en su dinamismo de muerte- un vasto entretejido de combinaciones del mal. Es bueno, por lo mismo, autoconocernos en nuestros puntos «flacos», las debilidades más predominantes, el propio «talón de Aquiles», para descubrir la raíz del mal más característico en nosotros.

    Es posible que tengamos que soportar toda la vida las mismas inclinaciones. Se necesita el trabajo de un largo, paciente y mortifi¬cado esfuerzo que puede demandar muchos años, tal vez la vida entera. No hay que asombrarse que sea siempre la misma debilidad, la que nos hace caer ya que permanecen las mismas raíces duran toda la vida. Nuestra naturaleza no cambia, lo que cambia -lo que se va modificando con el trabajo espiritual- son las tendencias y sus “direcciones”.

    ¿Qué tendencias tiene tu lado más débil?; ¿Cuál es tu «pecado capital» predominante?…

Texto 3:

    Jesús proclama en el Evangelio: …«Ustedes han oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pero yo les digo: Amen a sus enemigos, rueguen por sus perseguidores»… (Mt 5,43). Es clara la modificación que Jesús hace de la antigua “ley del talión”: …«Ustedes han oído que se dijo: Ojo por ojo y diente por diente. Pero yo les digo que no se resistan a quien les hace mal»… (5,38). Esta “ley del talión” (Cf. Ex 21,24; Dt 19,21), que aplicaba literalmente un castigo igual al daño causado, ha sido cambiada por Jesús.

    El Mandamiento de amarse unos a otros tiene -su reverso- en la prescripción de amar a los enemigos. También el enemigo es un “prójimo”. Ya el Antiguo Testamento sostenía «amar al prójimo como a sí mismo».

    Cuando Jesús promulga su Nueva Ley de amor otorga un criterio positivo de relación con los demás: «Todo cuanto deseen que los demás hagan por ustedes, háganlo por ellos» (7,12). Esta prescripción se encontraba de manera negativa y prohibitiva en el Antiguo Testamento: «No hagas a nadie lo que no quieras que te hagan» (Tb 4,15).   ¡Si al menos no hiciéramos a otros lo que no deseamos para nosotros,  nuestras relaciones cambiarían positivamente!

    ¿Estarías dispuesto a hacer primero lo que esperas que los otros han por vos?; ¿Qué es lo que hoy esperás?; ¿Qué te gustaría recibir?; ¿Podés hacerlo primero vos por otro?; ¿Te animás a hacerlo todos los días un poco?

Texto 4:

    La prescripción de amar a los enemigos debe entenderse dentro del dinamismo del Mandamiento del amor al prójimo. Parece un contrasentido y una contradicción desde las mismas palabras ya que a los enemigos no se les tiene amor y, sin embargo, el Señor habla de «amor a los enemigos», de amor a los no amados o a los que no nos aman. El “enemigo” es –por definición- el “no-estimado”, el “no-querido”, el “no-amado”. Este amor sobrenatural para aquellos que natural¬mente no amamos o no nos aman es –ciertamente- un don. Todo amor es un don de Dios. Ya sea al prójimo, al hermano, al amigo o al enemigo. Todo verdadero amor viene de Dios y «todo el que ama ha nacido de Dios» (1 Jn 4,7).

    El amor a los enemigos es heroico, nos da una modalidad exquisita de la caridad más exigente, ya que no existe ninguna motivación humana para este amor. El amor a Dios es la única razón de este amor. En la relación con los enemigos -una «relación de la no-relación»- existe indiferen¬cia y “no-amor”. Sólo cuando se trasciende este límite comienza la posibilidad del amor.

    Desde la gratuidad del amor se comprenden las exigencias de Jesús: …«Si alguien te da una bofetada en la mejilla derecha, preséntale también la otra. Al que quiera hacerte un juicio para quitarte la túnica, déjale también el manto. Si te exige que lo acompañes un kilómetro, camina dos con él. Da al que te pide y no vuelvas la espalda al que quiera pedirte algo prestado»… (Mt 5,39-42).

    Siempre se pide una generosidad mayor: Una mejilla más, un kilómetro más, un manto además de la túnica, dar más allá del préstamo. Siempre es «más». Tal es la «lógica» del amor, incluso para con los enemigos.

    Los ejemplos que pone el Señor son meramente eso, ejemplos, y -por lo tanto- no hay que tomarlos literalmente. La enseñanza apunta a que sea un «medida» más de la que se exige o se espera. El mismo Señor pidió razones de una bofetada injusta que recibió en su juicio (Cf. Jn 18,22-23). Por lo tanto, no hay que tomar estas palabras materialmente.

    El Apóstol San Pablo también afirma: …«Bendigan a los que los persiguen. Bendigan y no maldigan nunca. Ni devuelvan a nadie mal por mal. Procuren hacer el bien a todos los hombres. En cuanto dependa de ustedes traten de vivir en paz con todos. No hagan justicia por sus propias manos.  Si tu enemigo tiene hambre, dale de comer. Si tiene sed, dale de beber. Haciendo esto lo llevarás al arrepentimiento. No te dejes vencer por el mal. Por el contrario, vence al mal con el bien»… (Rm 12,14.17-21).

    Algunos -respecto a sus enemigos- el sentimiento más poderoso que les surge es el de la venganza. La única «venganza» permitida para el cristiano es la de un amor mayor, haciendo el bien. El amor es la única “venganza” permitida por Dios. A la larga, resulta irresis¬tible: «No nos cansemos de hacer el bien que, a su tiempo, vendrá la cosecha, si no desfallece¬mos. Mientras tengamos oportunidad, hagamos el bien a todos» (Gál 6,9-10). Y esto no es ser tontos sino tener la nobleza de la magnanimidad, la grandeza del alma.

Texto 5:

    El amor a los enemigos es en el corazón del cristiano como un “reflejo” de la absoluta gratuidad de Dios por todos, tanto de aquellos que lo aman como de aquellos que no lo aman. Así seremos «hijos del Padre que está en el cielo. Él hace salir su sol sobre malos y buenos y hace caer la lluvia sobre justos e injustos» (Mt 5,45).

    Una gratuidad que está más allá de toda respuesta y correspondencia afectiva porque –como nos recuerda el Evangelio- «si aman solamente a quienes los aman, ¿qué recompensan merecen?, ¿no hacen lo mismo los publicanos? Y si saludan solamente a sus hermanos, ¿qué hacen de extraordinario?, ¿no hacen lo mismo los paganos? Por lo tanto, sean perfectos como es perfecto el Padre que está en los cielos» (5,46-48).

    Nosotros tenemos que amar a todos, incluso a los que no nos aman. Si queremos ser cristianos, tenemos que amarlos, ni más ni menos. No hay otra opción. 

    La Palabra de Dios afirma: «Si prestan a aquellos que esperan recibir, ¿qué méritos tienen? También los pecadores prestan a los pecadores para recibir de ellos lo mismo. Amen a sus enemigos, hagan el bien y presten sin esperar nada a cambio. Entonces la recompensa será grande y serán hijos del Altísimo, porque Él es bueno con los desagradecidos y los malos» (6,34-35).

    Dios da sin recibir nada de los ingratos, regala su gratuidad sin ser apreciada. Tenemos que imitar la generosidad divina amando a los enemigos. Esto no es un exagerado «perfeccionismo». El Evangelio es «realista», nunca es «perfeccionista». Se trata de entrar en la gratuidad de Dios y -desde allí- amar a todos.

    Ante esta recomendación del Evangelio podemos caer en una sutil tentación pensando que, tal vez, no sea para nosotros. Si en verdad, no tenemos «enemi¬gos», debemos bendecir a Dios y comportarnos de manera que nunca los tengamos debido a alguna actitud nuestra. Podemos creer que hay Palabras en el Evangelio que no nos tocan a nosotros y que son para otros. No existe Palabra del Evangelio que no haya sido dicha y escrita para todos y para la salvación de todos. No podemos seccionar y “recortar” el Evangelio según nuestro parecer. El Señor es el único que puede decirnos qué Palabra es la más apropiada para nosotros. No somos nosotros lo que podamos hacer este discernimiento.

    Si afortunadamente no tenemos enemigos, al menos podemos sinceramente admitir que, en nuestro corazón, no siempre tenemos los límpidos sentimientos de la caridad, la fraternidad o la amistad. Existe una amplia gama de sentimientos entre el amor y el “no-amor”. Este Evangelio es para convertir tales sentimientos. Si no llegan a ser sentimientos de enemistad son, por lo menos, sentimientos de “no-amor” y todo lo que no sea amor, todavía está lejos de Dios y del Evangelio. Esta Palabra no es sólo para reconciliar la enemistad que tenemos con otros, es también para sanar todas las enemistades con nosotros mismos, para reconciliarnos en el verdadero amor de sí.

    En el «Padre Nuestro» (Mt 6,9-15) se nos enseña que Dios es el Padre común de todos cuanto somos hermanos y que es necesario perdonarnos mutuamente las ofensas. El Evangelio del amor que se extiende universalmente, incluso a los enemigos, nos muestra -desde la gratuidad del Padre- la fraternidad con todos. El Evangelio nos exhorta: …«Sean misericordiosos como el Padre de ustedes es misericordioso. No juzguen y no serán juzgados. No condenen y no serán condenados. Perdonen y serán perdonados. Den y se les dará. Les volcarán sobre el regazo una buena medida, apretada, sacudida y desbordante. Porque la medida con que ustedes midan también se usará para ustedes»… (Lc 6,36-38).

    Lo opuesto al amor no es el odio sino la muerte. Aquello que no es amor resulta mortal. Nos dice la Palabra: «El que no ama permanece en la muerte» (1 Jn 3,14). La verdadera muerte está en no amar. Para el Evangelio, todo es posible de ser amado. El Mandamiento  -como es extensivo universalmente a todo prójimo- también lo incluye al enemigo, ya  también es un «prójimo» aunque no se lo sienta tan “próximo”.

Texto 6:

    Paradójica y extrañamente, el amor a los amigos (Cf. Jn 15,12-17) y el amor a los enemigos, tienen algunos puntos de «coinci¬dencia». En los dos, la gratuidad es hasta el sacrificio. Si amar a quien nos ama puede ser, en sí mismo, sacrificial -ya que comporta muchas entregas por el bien del otro- ¡cuánto más sacrificado será amar a quien expresamente no quiere amarnos y positivamente no desea el bien para nosotros! El amor al enemigo es una gratuidad sacrificial porque sabemos que no seremos amados. En el amor de amistad, también la gratuidad es sacrificial, porque se está dispuesto a amar hasta «dar la vida por los amigos» (15,13). Los dos amores –al amigo y el enemigo, por distintas razones- son gratuidades hasta el sacrificio, un dar sin esperar nada a cambio. En el amor a los enemigos, es una caridad que se hace ofrenda por el daño recibido. En el amor a los amigos, es un amor que se hace sacrificio por el beneficio recibido.

    ¿Vos podrías amar a tu enemigo con la misma fuerza con que amás a tus amigos, gratuitamente hasta el sacrificio?

    Así como el amor a  Dios y al hermano constituyen un mismo amor, con dos direcciones diversas; de manera similar, el amor a los amigos y a los enemigos comparten la raíz de una única caridad. Todo amor es esencialmente uno, aunque tenga direcciones distintas. El mismo amor que nos hace «dar la vida por los amigos» es el que nos hace amar dolorosamente al enemigo. Es más llevadero amar a los enemigos si se tiene amigos. De lo contrario, es muy difícil encontrar algún punto de referencia en el amor.

    El “punto de conexión” entre un amor y otro está en el bien. La voluntad de bien que se quiere hacer siempre que se ama. Amamos con el mismo corazón a Dios y al hermano, al amigo y al enemigo. Con el corazón con que amamos a Dios, amamos a nuestro amigo. Con el corazón con que amamos al amigo, amamos al enemigo. Un mismo corazón y un mismo amor en todas sus vertientes: Dios, el hermano, el amigo y el enemigo. Todo está llamado a converger en el amor.

    Es cierto que así como existe una graduación en el amor –el prójimo, el hermano, el amigo, el preferido y el amado- de igual modo, existe una intensidad creciente en el “no amor”: De la indiferencia, se pasa al resentimiento, del resentimiento al rechazo, del rechazo a la negación y de la negación a la voluntad que desea el mal y del deseo del mal, al odio, el cual es el cúmulo de sentimientos anteriores.

    Pedíle a Dios que te libere de cualquiera de estos oscuros sentimientos y de la agria y feroz pasión del odio, en cualquiera de sus formas. El corazón humano no está destinado a eso. Pedíle que cuide intacto y sano tu corazón de todo mal deseo. No consientas todo lo que sientes. No actúes todo lo que desees. Quedáte sólo con lo bueno, con lo limpio, con lo transparente. Todo lo demás, echálo afuera, produce sufrimiento, agonía y muerte. Deja al corazón seco y solo, oscuro y vacío, hueco y dolorido como una tapera cubierta de polvo y una ruina envuelta en telaraña. ¿Tu corazón se ha enquistado y envejecido en impulsos de muerte y hastío?

    Así como el bien crece hacia el amor; de semejante manera –pero a la inversa- el mal crece en  distintas intensidades del “no amor”: indiferencia, resentimiento, rechazo, negación, deseo del mal y odio. Todo lo que no es amor, se cura con el perdón.
 

Texto 7:

    El perdón es un don que se pide a Dios. No es un esfuerzo de olvido, de no aceptación o de negación sino una liberación interior para no someterse a las consecuencias de aquello que una vez nos hirió.

    Sólo el perdón nos libera de la indiferencia, el resentimiento, el rechazo, la negación, el deseo del mal y el odio. Hay que perdonar para no seguir torturando el propio corazón. Si al menos no querés perdonar por el otro, hacélo por el bien de tu propio corazón, el cual no merece que siga sufriendo un viejo dolor.

    Perdoná al otro, por vos. Al menos así, tendrás más salud espiritual. El perdón es una gracia que se pide a Dios y se recibe. No hace falta nada más. No es necesario ningún gesto para con el otro. El perdón no requiere, necesariamente, de reconciliación, la cual necesita de la presencia, el re-encuentro, el diálogo, los gestos, el “hacer las pases”, el otorgarse nuevamente una renovación de confianza mutua y brindarse recíprocamente una segunda oportunidad  La reconciliación siempre requiere del perdón pero al perdón no le es necesaria la reconciliación. El perdón requiere sólo a uno; la reconciliación, de dos o más.

    El perdón siempre es posible, si se está dispuesto. Dios otorga, continuamente a los corazones heridos, el don del perdón. La reconciliación, a veces, no es posible, o –al menos- no siempre es conveniente u oportuna en un determinado momento.

    Hay historias de las cuales no se vuelve: No hay vuelta atrás, no conviene resucitar heridas abiertas y añejos traumas. A veces es mejor dejar atrás todo y tomar otro rumbo. Para este tipo de situaciones, hay que dar el perdón, aunque no sea posible la reconciliación.

    El perdón es el mejor fruto de un amor que desea cicatrizar todas sus heridas de una vez para siempre. Si dejás tus heridas abiertas y expuestas, cada tanto, sangran, supuran o se infectan. Es preferible que se cierren, de una vez para siempre, y su memoria descanse ya que de todo lo vivido se ha aprendido. A menudo, el perdón es el punto final de una historia y la apertura de un nuevo capítulo, con una renovada piel en el corazón.

    Animáte a  perdonar. No sólo los enemigos necesitan ser perdonados. Perdoná por vos y por tu corazón. Liberáte de la historia de heridas que siempre vuelve, te arrastra al pasado y no te deja seguir. Libérate emocionalmente del recuerdo. Liberáte psicológicamente del peso. Libérate espiritualmente de la culpa, la vergüenza, la angustia, la frustración y el miedo. No son buenas compañías. No le dés cabida en tu interior. Lo empañan, lo envejecen prematuramente, lo nublan, lo asfixian, lo presionan, lo maniatan. No lo dejan ser libre. No le permiten estar liviano de cargas. Nunca le conceden una nueva posibilidad.

    Hablále a tu corazón. Decíle que Dios lo ama, que no se merece verse rasguñado y lastimado por tanto maltrato. Animáte.  Hay que perdonar todo lo no amado. Hoy es posible. Tu corazón hace rato que lo quiere y lo necesita. Dios está dispuesto. Hacéte ese regalo de la gracia. Tu corazón siente nostalgia del perdón y de su paz. Permitíte ser otro. Cambiá todo lo que necesités. Empezá de nuevo, una y otra vez. Decíte a vos mismo que la próxima va a ser mejor. No dudes de amar, después de todo, sólo el amor es la única realidad humana de la cual no tenemos que arrepentirnos. En el amar siempre encontrás la esperanza. En el amar hay siempre algo de felicidad.

    Ponéte frente a la Cruz del Señor. Las heridas de Dios nos han perdonado a todos. Poné en tus heridas, el perdón de Dios y tu perdón. Hacélo. Sentíte liberado de tu propio peso.

Eduardo Casas.