La Regla de Oro

martes, 8 de julio de 2008
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“Todo lo que deseen que los demás hagan por ustedes, háganlo por ellos: en esto consiste la Ley y los Profetas” (Mt. 7, 12) (1)

 

 

 ¿Has experimentado alguna vez una sed de infinito? ¿Has sentido alguna vez en tu corazón el deseo ardiente de abrazar la inmensidad? ¿O tal vez has advertido en algún momento, en lo más íntimo de ti, la insatisfacción por todo lo que haces y por lo que eres?

 

Si es así, te gustará encontrar una fórmula que te dé la plenitud que anhelas: algo que no te deje sinsabores por los días que se van medio vacíos…

 

Hay una frase del Evangelio que nos deja pensando y que, apenas la comprendemos un poco, nos hace exultar de alegría. En ella está concentrado todo cuanto debemos hacer en la vida. Resume todas las leyes impresas por Dios en el fondo del corazón de cada hombre. Escúchala: Todo lo que deseen que los demás hagan por ustedes, háganlo por ellos: en esto consiste la Ley y los Profetas.

 

Esa frase se llama “la regla de oro”. La trajo Jesús, pero ya era conocida universalmente. El Antiguo Testamento la poseía, y es patrimonio de todas las grandes religiones mundiales. Eso denota la importancia que tiene para Dios: hasta qué punto Él quiere que todos los hombres la conviertan en norma de su vida. Cuando se lee es bonita y suena como un eslogan. Escúchala de nuevo: Todo lo que deseen que los demás hagan por ustedes, háganlo por ellos.

 

Amemos así a cualquier prójimo –hombre o mujer– que encontremos durante el día.

 

Imaginémonos que estamos en su situación y tratémoslo como quisiéramos ser tratados nosotros en su lugar. La voz de Dios que habita dentro de nosotros nos sugerirá la expresión de amor adecuada para cualquier circunstancia.

 

¿Tiene hambre? Pensemos: soy yo quien lo tiene. Y démosle de comer. ¿Sufre injusticias? ¡Soy yo quien las sufre! ¿Está en la oscuridad o en la duda? Soy yo quien lo está. Digámosle palabras de consuelo y compartamos sus sufrimientos, y no nos quedemos tranquilos hasta que no esté iluminado y aliviado. Nosotros quisiéramos ser tratados así. ¿Es un discapacitado? Quiero amarlo hasta el punto de sentir en mi cuerpo y en mi corazón su limitación física, y el amor me sugerirá el modo exacto de actuar para que se sienta igual que los demás, es más, con una gracia mayor, porque los cristianos sabemos cuánto vale el dolor.

 

Y así con todos, sin discriminación alguna entre el simpático y el antipático, entre el joven y el anciano, entre el amigo y el enemigo, entre el compatriota y el extranjero, entre el lindo y el feo… El Evangelio quiere decir a todos.

 

Me parece oír un murmullo general… Comprendo… Quizá mis palabras parezcan simples, pero ¡qué transformación exigen! ¡Qué lejanas están de nuestro modo habitual de pensar y de actuar! Pero, ¡ánimo! Intentémoslo. Un día empleado de este modo vale una vida. Y por la noche ya no nos reconoceremos a nosotros mismos. Una alegría desconocida nos invadirá. Una fuerza nos investirá. Dios estará con nosotros, porque está con quienes aman. Los días se irán sucediendo con plenitud.

 

Quizás a veces aflojemos, estemos tentados de desanimarnos, de claudicar. Y desearíamos volver a la vida de antes… ¡Pero no! ¡Ánimo! Dios nos da la gracia.

 

Volvamos a empezar siempre. Si perseveramos, veremos cambiar lentamente el mundo a nuestro alrededor. Comprenderemos que el Evangelio contiene la vida más fascinante, enciende la luz en el mundo, da sabor a nuestra existencia, contiene el principio para resolver todos los problemas.

 

Y no estaremos tranquilos hasta que no comuniquemos nuestra extraordinaria experiencia a otros: a los amigos que puedan comprendernos, a los familiares, a todo aquél a quien nos sintamos impulsados a dársela.

 

Renacerá la esperanza. Todo lo que deseen que los demás hagan por ustedes, háganlo por ellos.

 

 

Chiara Lubich

 

 

(1) Texto publicado en La doctrina espiritual, Edit. Ciudad Nueva, Buenos Aires, 2006, p. 162.

 


Testimonio 1:

Tenía que viajar de Resistencia a Rosario y, para ser sincero, estaba agotado. Volvía de unos días muy intensos de trabajo y me había hecho a la idea de que el viaje me serviría para descansar. Había calculado todo, qué asiento, en qué sector del colectivo poder estar lo más cómodo posible y realizar así “mi plan”.                                                                       
 
-Pero “el hombre propone y Dios dispone”.
De hecho, al mismo tiempo que yo subió una familia completa: abuela, hija, tío y un nene de unos tres años, que literalmente invadió la parte baja, donde estaba ubicado mi asiento.
Encontrar lugar para bolsas, bolsitas, camperas: todo era un tema.
Mis compañeros de viaje colocaron sus cosas hasta debajo de mi asiento.    
                                          .
-Todo bien… durante los primeros cuarenta y cinco minutos, hasta que se sirvió la cena y el nene tuvo la idea de tirar los fideos por todas partes.   
Se armó un revuelo, la abuela gritaba, la mamá también, el tío trataba de pacificar.
Un señor sentado detrás empezó a perder la paciencia.                               .
Uno de los choferes vino a recoger las bandejas y por un momento regresó la calma. Pero duró poco.

-Al rato, el nene comenzó a llorar. La abuela intentó tranquilizarlo, pero la mamá no estaba conforme y trató de apaciguarlo llevándolo a caminar por todo el colectivo. Pero no había caso.
La gente empezó a molestarse.

-Confieso que no me siento muy cómodo con los nenes chiquitos, pero me puse en el lugar de esa madre y me pregunté cómo amar en esa circunstancia.
Se me ocurrió proponerle un juego. El nene se enganchó enseguida. La mamá, bastante sorprendida, lo dejó jugar conmigo en el piso.

-Los demás pasajeros me miraban desconcertados: ¿integraba yo ese clan familiar? Y si no, ¿qué hacía ese grandote jugando con el nene?
El nene se distrajo durante un rato, pero luego volvió a impacientarse. Hacía falta otro juego… Cuando ya no sabía qué hacer, se acercó una señora joven y me relevó.

-De a poco, la modalidad se extendió al resto de los pasajeros: cada uno asumía por un cuarto de hora el cuidado del niño, bajo la mirada de asombro de la abuela que, por lo visto, no lograba comprender lo que pasaba. Acaso tampoco la mamá comprendía, pero sin dudas estaba aliviada.

-En cambio, quien comenzó a preguntar a qué se debía esa actitud fue el tío, con quien entablé una profunda y cálida conversación.

-En Santa Fe, el clan familiar bajó del colectivo en medio de la alegría general, pero no porque se iban, sino por una corriente amistosa y solidaria que se había instalado entre los pasajeros.
A mí ya no me importaba el hecho de que no pudiera dormir. La alegría por lo vivido era mucho más grande.

-Al llegar a Rosario, un señor se me acercó y así se despidió:
 “Gracias por esta lección. Fue importante para mí y para la relación con mis chicos. Yo viajo mucho, pero nunca me pasó algo así. Fue el viaje más hermoso”.

Salvador Quijana (Rosario)


 


Testimonio 2:

    

La única abuela que conocí es la materna. Siendo viuda, se volvió a casar justo cuando mi mamá estaba internada para que yo naciera. Fue una situación que generó heridas profundas y dolorosas.

Mujer criada en el campo, la abuela siempre tuvo un carácter duro, para mí inalcanzable. Entre nosotras había una distancia que, con los años, aumentaba cada vez más.

Mis padres nos trasmitieron, a nosotros los hijos, una actitud distinta, para que superando diferencias, fuéramos al encuentro de ella y de su nueva familia. Pero seguía siendo un tema encontrar la manera de acercarme a la abuela para derretir ese corazón que me parecía de “piedra”. De hecho, la nuestra era una relación que se limitaba a la cortesía, a la mutua tolerancia, pero que nada tenía que ver con el afecto entre familiares.

Siendo adolescente, en una etapa muy difícil de mi existencia, mi vida cristiana pegó un giro importante: descubrí que Dios es Amor, que es Padre para cada persona. Nada que ver con ese Dios que estaba allá arriba y que poco tenía que ver con mi vida triste, dolorosa, sin sentido. En ese momento recordé a mi abuela, comprendí que la tenía que amar tal como era, sin esperar nada a cambio.

Comencé con quedarme cada tanto en su casa. Escuchaba sus discursos, sus “sermones”, sus historias… De a poco, la relación se fue reconstruyendo tanto que cuando a los veintiún años tuve que tomar una decisión importante para mi vida, quise contarle. Aún recuerdo con emoción ese momento: por primera vez oía de sus labios que me bendecía, que me quería y que estaba segura de que mi decisión era la mejor para mí.

Años después me mudé a Neuquén, pero seguía manteniendo el contacto con ella y su familia. Un día su marido tuvo un grave quebranto de salud y, para recibir un tratamiento adecuado, lo trasladaron a Neuquén. Tuve así la oportunidad de acompañar a Damián, escuchar su dolor, cosas de su vida, su temor a la muerte… No fue fácil, él necesitaba un tipo de atención muy delicada, como ayudarlo a ir al baño, etc. Pero comprendí que era una oportunidad para amarlo concretamente, puesto que la abuela no estaba, también por cuestiones de salud. Así que cuidé de él, aún después del alta médica. Esto dio lugar a que la relación pasara a un nivel más profundo, al punto que le propuse leer la Palabra de Vida. Juntos rezamos pidiendo a Dios el don de la salud. Con alegría descubrí que habíamos dado un salto, que nuestro vínculo alcanzaba una nueva etapa.

Analía (Neuquén)


El Santo Rosario: Mas poderoso que la bomba atómica
Testimonio del Padre Schiffer S.J., sobreviviente de Hiroshima.

Milagro del Rosario en Hiroshima: del 6 de agosto de 1945

Durante la Segunda Guerra Mundial dos ciudades japonesas fueron destruidas por bombas atómicas: Hiroshima y Nagasaki.

En Nagasaki, como resultado de la explosión, todas las casas en un radio de aprox. 2.5 Km del epicentro fueron destruidas. Quienes estaban dentro quedaron enterrados en las ruinas. Los que estaban fuera fueron quemados.

En medio de aquella tragedia, una pequeña comunidad de Padres Jesuitas vivía junto a la iglesia parroquial, a solamente ocho cuadras (aprox. 1Km) del epicentro del epicentro de la bomba. Eran misioneros alemanes sirviendo al pueblo japonés. Como los alemanes eran aliados de los japoneses, les habían permitido quedarse.  

La iglesia junto a la casa de los jesuitas quedó destruida, pero su residencia quedó en pié y los miembros de la pequeña comunidad jesuita sobrevivieron. No tuvieron efectos posteriores por la radiación, ni pérdida del oido, ni ningúna otra enfermedad o efecto.  

El Padre Hubert Schiffer fue uno de los jesuitas en Hiroshima. Tenía 30 años cuando explotó la bomba atómica en esa ciudad y vivió otros 33 años mas de buena salud. El narró sus experiencias en Hiroshima durante el Congreso Eucarístico que se llevó a cabo en Filadelfia (EU) en 1976. En ese entonces, los ocho miembros de la comunidad Jesuita estaban todavía vivos.

El Padre Schiffer fue examinado e interrogado por más de 200 científicos que fueron incapaces de explicar como él y sus compañeros habían sobrevivido. El lo atribuyó a la protección de la Virgen María y dijo: "Yo estaba en medio de la explosión atómica… y estoy aquí todavía, vivo y a salvo. No fui derribado por su destrucción."

Además, el Padre Shiffer mantuvo que durante varios años, cientos de expertos e investigadores estudiaron las razones científicas del porqué la casa, tan cerca de la explosión atómica, no fue afectada. El explicó que en esa casa hubo una sola cosa diferente: "Rezábamos el rosario diariamente en esa casa".

En la otra ciudad devastada por la bomba atómica, Nagasaki, San Maximiliano Kolbe había establecido un convento franciscano que también quedó intacto, los hermanos protegidos gracias a la protección de la Virgen. Allí ellos también rezaban diariamente el santo rosario.

FR. SCHIFFER EN HIROSHIMA