ALAI AMLATINA, 24/10/2008, Sao Paulo.- Estoy gravemente enfermo. Megustaría manifestar públicamente mis excusas a todos los que confiaronciegamente en mí. Creyeron en mi presunto poder de multiplicar fortunas.Depositaron en mis manos el fruto de años de trabajo, de economías familiares,el capital de sus emprendimientos.Pido disculpas a quien mira a sus economías evaporase por las chimeneasvirtuales de las bolsas de valores, así como a aquellos que se encuentranasfixiados por la imposibilidad de pagar, los intereses altos, la escasez decrédito, la proximidad de la recesión.Sé que en las últimas décadas extrapolé mis propios límites. Me convertí en elrey Midas, creé alrededor mío una legión de devotos, como si yo tuviesepoderes divinos. Mis apóstoles –los economistas neoliberales– salieron por elmundo a pregonar que la salud financiera de los países estaría tanto mejorcuanto más ellos se arrodillasen a mis pies.Hice que gobiernos y opinión pública crean que mi éxito sería proporcional a milibertad. Me desaté de las amarras de la producción y del Estado, de las leyes yde la moralidad. Reduje todos los valores al casino global de las bolsas,transformé el crédito en producto de consumo, convencí a una partesignificativa de la humanidad de que yo sería capaz de operar el milagro dehacer brotar dinero del propio dinero, sin el lastre de bienes y servicios.Abracé la fe de que, frente a las turbulencias, yo sería capaz de auto-regularme,como ocurría con la naturaleza antes de que su equilibrio sea afectado por laacción predatoria de la llamada civilización. Me volví omnipotente, me supuseomnisciente, me impuse al planeta como omnipresente. Me globalicé.Llegué a no dormir nunca. Si la Bolsa de Tokio callaba por la noche, allá estabayo eufórico en la de São Paulo; si la de Nueva York cerraba a la baja, yo merecompensaba con el alza de Londres. Mi pregón en Wall Street hizo de suapertura una liturgia televisada para todo el orbe terrestre. Me transformé en lacornucopia de cuya boca muchos creían que habría siempre de chorrearriqueza fácil, inmediata, abundante.Pido disculpas por haber engañado a tantos en tan poco tiempo; en especial alos economistas que mucho se esforzaron para intentar inmunizarme de lasinfluencias del Estado. Sé que, ahora, sus teorías se derriten como susacciones, y el estado de depresión en que viven se compara al de los bancos yde las grandes empresas.Pido disculpas por inducir multitudes a acoger, como santificadas, las palabrasde mi sumo pontífice Alan Greenspan, que ocupó la sede financiera durantediecinueve años. Admito haber incurrido en el pecado mortal de mantener losintereses bajos, inferiores al índice de la inflación, por largo periodo. Así, seestimuló a millones de usamericanos a la búsqueda de realizar el sueño de lacasa propia. Obtuvieron créditos, compraron inmuebles y, debido al aumentode la demanda, elevé los precios y presioné la inflación. Para contenerla, elgobierno subió los intereses… y el no pago se multiplicó como una peste,minando la supuesta solidez del sistema bancario.Sufrí un colapso. Los paradigmas que me sustentaban fueron engullidos p