Espiritualidad para el siglo XXI. (Segundo ciclo). Programa 16: El cristianismo del siglo XXI.

martes, 19 de agosto de 2008
image_pdfimage_print

Texto 1:

Muchas veces mirando los tiempos que nos tocan transitar, en medio de algunos horizontes que aún no terminamos de vislumbrar, afirmamos que -en la sociedad- no siempre encontramos “modelos” para imitar o “referentes” inspiradores. Experimentamos la necesidad de “profetas” que nos orienten en este presente. Incluso la fe, no siempre resulta una salida cuando la sentimos anquilosada y fosilizada, con demasiadas estructuras viejas y andamios carcomidos por el tiempo, vencidos por el peso de la inercia.

Cuando pensamos en un profeta; en general, creemos que es una especie de vidente que adivina el futuro o predice lo que va a venir, un hombre que nos habla de Dios porque nos dice algo que no está a nuestro alcance. Alguien que nos aproxima una palabra del “más allá” que está por acontecer pero que, aún, no ha llegado.

Sin embargo, los profetas que aparecen en la Biblia, más que interesarse en lo que acontecería, se movían en las “arenas movedizas” de la historia y en los vaivenes fluctuantes de esa época. Para el pueblo eran testigos y protagonistas privilegiados de las agudas crisis sociales, culturales y religiosas de aquellos tiempos.

Eran “hombres de sentido”, buscaban leer el profundo significado de fe de los acontecimientos, despabilando el despertar popular a la conciencia histórica. Entre el sentido de fe y el sentido de la realidad, no existían separaciones: Se conjugaban en una sola mirada.

Los profetas defendían, en medio de las penurias y opresiones, los derechos de los pobres, las viudas, los huérfanos y los extranjeros. Estuvieron siempre en el lugar de los “perdedores”. Se identificaban con ellos.

Ser profetas, a menudo, era tener un destino dramático. No sólo soportaban el camino dramático del pueblo -del cual formaban parte- sino que, además, agregaban a ese destino el desenlace personal, no menos dramático. Para muchos, “ser profeta” era terminar mal. Se necesitaba ser valiente y hasta obstinado.

El pueblo siempre tenía necesidad de profetas. Deseaba mensajes y presagios. Todos -en algún momento- necesitamos una “señal”, un “signo”. Es una actitud muy humana que confirma nuestro desvalimiento e imperiosa necesidad de creer en algo o en alguien, aferrándonos ciegamente.

Estos “anuncios” de los profetas no necesariamente se vinculaban con un enigmático futuro. Los profetas eran la “memoria” del futuro no por ser videntes, pronosticadores o vaticinadores del porvenir sino por su compromiso con el presente.

Aquellos que contemplan lúcidamente el presente son los que mejor se preparan para el futuro. El futuro es el despliegue de alguna de las posibilidades escondidas en el presente. Las consecuencias de nuestras acciones presentes desencadena el futuro. Sólo el presente es el padre del futuro.

Sin embargo, los profetas a menudo -con un presente hecho pedazos como sus propios sueños- lo único que les quedaba era “empezar de nuevo”. Ellos no alentaban una visión triunfalista y elitista, un optimismo superficial e ilusorio. Tampoco “todo tenía que volver a ser igual que antes”. En realidad, nada vuelve a ser como antes. Nada “necesita” ser como antes. La corriente de la vida fluye y continúa trazando nuevos rumbos que no pueden ser detenidos. La vida se dirige continuamente sólo hacia delante.

Los profetas eran “hombres de esperanzas dramáticas”. Tuvieron que evitar esas “esperanzas peligrosas” que no llevaban  a nada, excepto al entusiasmo exaltado y a la euforia vana. Sabían que el “Reinado” de Dios prefería la “periferia” de la historia. El “centro” estaba infectado de ansias de poder y de la insaciabilidad feroz de los opresores. Lo importante pasaba por los “márgenes” de la historia, transitaba “lateral” a los cursos convencionales, de manera casi irrelevante. En nuestra vida pasa a veces lo mismo: Situaciones que al comienzo no consideramos importante; después terminan siendo decisivas y fundamentales. Tenemos que despabilarnos para esperar una señal. Aunque no lo puedas ahora percibir también en este presente está despertando el mundo.

¿Ves alguna posibilidad significativa en tu presente?; ¿Hay algún “signo” que te llene de consuelo y esperanza?

Texto 2:

En los tiempos de los profetas, el “epicentro” del actuar divino no se encontraba en la “centralidad” monopolizada por la ambición del poder humano. La “centralidad” de la historia  –para los profetas- se encontraba en la “marginalidad”. En los “márgenes” de las grandes historias, Dios siempre guarda un “resto”,  un escaso y pequeño, un humilde y humillado, “puñado fiel”.

 Los grandes procesos del mundo son siempre sostenidos, invisiblemente, por vidas anónimas que cobijan las tramas del universo en sus pequeños corazones. La verdadera grandeza se apoya siempre en la pequeñez. La salvación nos llega por aquellos que -ni siquiera- saben que nos salvan. Dios nunca considera importante el “número”. “Mucho” o “poco” –para Él- es irrelevante. Lo importante es la fidelidad y la disposición. Él hace que lo “poco” sea “mucho”.

Los profetas hablaron de muchas maneras: Con palabras, silencios y acciones. Se convirtieron ellos mismos en un “mensaje vivo y concreto” (Cf. Is 8,18; Ez 24,15-27; Jr 18,1-12; 19,1-15; Os 1,1-5). Fueron líderes de un pequeño “resto” que guardaban la conciencia y la esperanza de la historia desde una débil expectativa humana.

También los cristianos de hoy debemos ser profetas teniendo lucidez en el momento histórico actual y en la realidad que estamos protagonizando, fruto de un camino histórico que asume el hoy, la memoria del ayer y el anuncio del mañana. El cristiano se sitúa en el hoy de la fe, en el mañana de la esperanza y en el siempre del amor. Hoy, mañana y siempre: Fe, esperanza y amor.

La autoconciencia del presente, la memoria del ayer y el anuncio del mañana constituyen los distintos modos de manifestarse la providencia de Dios en la historia: Para el espacio hay una “providencia de la geografía de la salvación” (los espacios significativos de la vida y la fe); para el tiempo hay una “providencia de la historia de la salvación” (los tiempos significativos de la vida y la fe); para las relaciones humanas hay una “providencia de los vínculos de salvación” (los lazos significativos del encuentro con Dios a través de la presencia humana).

Estas claves para leer el espacio, el tiempo y los vínculos nos ayudan para leer la realidad. Ninguna lectura es “aséptica”, “indiferente” o “neutral”. Desde el lugar que nos paramos, hacemos una mirada de análisis y dirigimos nuestro enfoque. Ninguna lectura es completa, total y absoluta. Ninguna puede pretender ser “universal”. Todas las perspectivas son singulares, se hacen desde un determinado ángulo. Todos los “puntos de vista” son la “vista de un punto”. En definitiva, todas las lecturas resultan parciales. Lo importante es no hacer una lectura cerrada o “recortada” sino sumarse a la polifonía de otras miradas posibles.

Cada lectura nos revela, además,  los valores o disvalores desde los cuales “leemos” la realidad, ya que ésta puede ser interpretada desde muchos enfoques posibles: Desde el poder o el sometimiento; desde los fuertes o los débiles; las mayorías o las minorías; los vencedores o los vencidos; los “ganadores” o los “perdedores”; etc.

Toda historia necesita ser contada. El relato forma parte esencial de la historia. La memoria se hace argumento.

    Ser profetas nos otorga un posicionamiento para construir, discernir, interpretar y narrar “la historia” y las historias desde una mirada de trascendencia. El Dios eterno y permanente de la historia es el “mismo, hoy, ayer y siempre”. Los fragmentos que componen el mundo, en cada transición del tiempo, son continuamente móviles, cambiantes y -en medio de esta ininterrumpida sucesión de eslabones- vamos transitando la aurora del tercer milenio que a todos nos va despertando.

    ¿Vos cómo lees tu propia realidad?; ¿En tu vida hay una “geografía de la salvación”?; ¿Hay lugares importantes vinculados a Dios?; ¿Tenés una “historia de la salvación” en la que descubrís los distintos tiempos y ciclos que Dios te ha señalado?; ¿Existe en tu vida “vínculos de salvación” que sean instrumentos de Dios para vos?; ¿Cómo lees, interpretás y contás tu propio argumento, tu relato personal de vida y de fe?; ¿Podés hacer un mapa de tu vida, de tu historia, de tus búsquedas?; ¿Podes dibujar un mapa de vos?

Texto 3:

Ahora veremos diez características para asumir en el cristianismo actual. Diez actitudes a conquistar:

  • En primer lugar hay que tener “sentido realista”: El Dios cristiano es un Dios Encarnado. Se ha hecho hombre, ocupando un nuevo modo de presencia en el mundo, no está “desde arriba y desde lejos” sino “desde adentro y desde abajo”, comprometido con la historia. El Dios cristiano -al ser también humano- no es una abstracción. Tiempo, espacio y experiencia forman parte del Dios con naturaleza humana. La Encarnación de Dios nos concede una mirada distinta del mundo, de sus procesos históricos con una original perspectiva de la realidad.

  • En segundo lugar hay que cultivar un “sentido de discernimiento” para interpretar esta época en la que estamos: Para esto hay que “escrutar los signos de los tiempos y comprender el mundo en que vivimos y su modo de ser” [1].  Estos “signos” son “los indicadores del futuro” [2] que ayudan a  “descubrir los profundos anhelos de los seres humanos”[3]  e “interpretar, además, todos los problemas circunstanciales. Hace falta detectar los desafíos que la transformación cultural plantea”[4] . No podemos vivir fuera de la atmósfera cultural en la que el mundo respira.

  • En tercer lugar hay que propiciar un “sentido de integración”: Hay que desechar un espiritualismo intimista, alienante y evasivo. No hay separar “lo espiritual”  de  “lo humano”, lo “sagrado” de lo “profano”, la fe de la cultura.  El cristianismo del siglo XXI tiene que nutrirse de las múltiples perspectivas y de variados enfoques abarcando las caras polifacéticas de la compleja realidad. La verdad tiene muchos accesos posibles. No hay que hacer lecturas “en paralelo” (por un lado la mirada de fe y, por otro, el análisis de la realidad, sin puntos de contacto) o lecturas “desintegradas” (puntos de vista que nunca convergen entre la fe y la realidad). Es urgente intentar “lecturas integradas”, “católicas” -en su sentido más genuino-“universales”. La fe tiene que integrarse a lo humano y lo humano, potenciarse con la fe.

 

  • En cuarto lugar  hay que fomentar el “sentido de una esperanza posible”: La esperanza cristiana nace de la convicción de habitar un mundo que ya está redimido por Dios. No hay lugar para una ilusión facilista, una utopía irrealizable o una fantasía ingenua e imposible. Así como la auténtica fe no está reñida de transitar profundas crisis; de manera similar, la esperanza cristiana es siempre realista, dramática, adulta, corresponsable y comprometida. Hay que buscar “esperanzas posibles” para construir un mundo habitable. Las esperanzas imposibles no hacen sino frenar el avance y el crecimiento.

Hasta aquí hemos enumerado los cuatro primeros “sentidos” que hacen profético el cristianismo de hoy: sentido de la realidad, sentido del discernimiento, sentido de la integración de la fe con lo humano y sentido de la esperanza posible.

¿Tenés estos “sentidos” en tu actitud de vida?; ¿Sos realista?; ¿Discernís los signos de la cultura actual?; ¿Integrás la fe a otras dimensiones de tu existencia?; ¿Tenés una esperanza viable para concretar en tu vida?; ¿Te animás a escuchar –en tu vida y en tu fe- tu propia música y cantar la canción de tu existencia?…

Texto 4:

    Continuando con las características del cristianismo del siglo XXI seguimos detallando:

  • En quinto lugar, creemos que hay que desarrollar el “sentido de inserción en el mundo” para que éste puede ser transformado: Cuando Dios se encarnó se insertó en la historia. La salvación se obró desde adentro del mundo a partir de la vida de un hombre concreto: Jesús de Nazaret. La fe humaniza y socializa. El cristiano tiene que participar, insertarse, comprometerse y contribuir a los caminos de solidaridad y conversión de las estructuras sociales. Esta fuerza de inserción otorga una identidad propia. La fe no se vive en abstracto sino que contribuye a la formación de una conciencia ciudadana madura, desde un proyecto de civilidad, rescatando la memoria histórica y formando la visión de futuro: “La salvación no se realiza al margen de la historia. No estamos llamados a salvarnos «de» la historia sino «en» ella. Estamos ante un futuro difícil de descifrar, en el que se entrecruzan oportunidades y amenazas. Creemos que lo inédito de este tiempo es una ocasión para dejarnos sorprender por Dios” [5].

  • En sexto lugar es preciso madurar un “sentido de ético sin moralizaciones simplistas”: El cristiano no puede tener como primera lectura de la realidad una mirada meramente moralizante. El “deber ser” puede convertirse en “fundamentalismo”, en una visión rígidamente dogmática e inflexible. No hay que confundir el discernimiento de la fe con una “receta moral”, un “formulario, un código o un certificado de buena conducta”. En general la mirada moral es la primera que nos sale. Inmediatamente preguntamos si algo está bien o está mal. Cuando, en verdad, tendría que ser la consecuencia de todos los otros análisis previos, el coronamiento y no su punto de partida; de lo contrario, si se empieza por el aspecto moral, lo único que se logra es una especie de “moraleja” de lo que se debe y no que no se debe, una primacía de la ley, la imposición por sobre el valor. Las actitudes moralistas siempre son infantilizantes.

        Hay que superar la ética del “deber ser” y construir, en cambio, la ética de la “posibilidad de ser”. Aquella que se funda no en las normas de una pretendida perfección sino en las potencialidades de crecimiento de cada persona. El cristianismo no es principalmente una moral. Es mucho más que eso y abarca muchos otros aspectos. Es un don y un vínculo, una presencia y un encuentro de amor y fe con la Persona viva y resucitada de Jesús. Sin eso, todo lo demás no tiene mayor justificación. La moral cristiana es expresión y vivencia de identificación con Jesús y con los valores de su Evangelio, especialmente su Mandamiento de amor y sus Bienaventuranzas.
 

  • En séptimo lugar hay que desplegar un “sentido de coherencia y testimonio”: La verdad cristiana no es mera declamación, teoría o idea sino una unidad entre la vida y la fe; la madurez humana y la vida espiritual. El testimonio es la armonía de esa unidad que toma toda la persona desde adentro y se irradia, hacia fuera, en todo lo que hace.

Estas características –el sentido de inserción o compromiso con la sociedad; el sentido de una ética que no se sostenga en el mero “deber ser” y el sentido de coherencia entre lo que uno es y hace- son indispensables para recrear el cristianismo actual.

¿Experimentás que estos sentidos están presentes en tu vida?; ¿Tenés algún tiempo de dedicación, alguna obra de compromiso o trabajo por la sociedad y por los demás?; ¿Imponés el mandato del deber ser, el perfeccionismo y la exigencia o, por el contrario, buscás nuevas posibilidades y propuestas para hacer atractivo otros modos de obrar?; ¿Intentás la coherencia entre lo que sos, lo que decís y lo que hacés?; ¿Cuáles son los valores y los sentidos más profundos de tu vida?

Texto 5:

    Destacamos otras dos características más –de las diez que estamos señalando- del cristianismo actual:

  •  En octavo lugar, hay que dar con el “sentido de un lenguaje apropiado para la comunicación de la fe”: La verdad puede y debe ser comunicada de muchas formas. Los modos variados de comunicar la fe otorgan distintas posibilidades: El anuncio, la denuncia, la proposición, la fundamentación, la reflexión, la argumentación, el testimonio, el discernimiento y la contemplación, entre otros. Hay que transmitir la fe -desde un lenguaje renovado- capaz de dialogar con la cultura, estimulando nuevas búsquedas en tiempos en que hay que iniciar o “re-iniciar” a muchos en la experiencia de fe. No sólo que hay muchos que han dejado entibiar su fe con la indiferencia religiosa, sino que –además- hay quienes no son cristianos de ninguna manera o quienes habiéndolo sido, por muchas razones, ya no lo son. Hay indiferentes,  les da lo mismo tener o no tener fe; hay escépticos, no saben si creer o no; hay agnósticos, encuentran tanto razones para creer como para no creer; hay quienes no creen en nada, ni en nadie y hay quienes creen en todo y en todos, los que siendo cristianos han mezclado, sin ningún discernimiento, cualquier clase de creencia y hasta de superstición; por ultimo, están los completamente “descristianizados”, quienes nunca cultivaron su fe y ahora ya casi ni existe o tiene muy poca incidencia, viviendo en una increíble ignorancia religiosa. El siglo XXI -en materia religiosa- presenta un abanico variado de configuraciones. También abundan las innumerables sectas y movimientos religiosos alternativos, o las búsquedas espirituales independientes de cualquier religión.

        Las grandes religiones históricas han avanzado mucho en el diálogo ecuménico e     interreligioso. Se van haciendo fuertes experiencias de comunión para acortar distancias. El siglo     XX mostró las distintas caras del ateísmo; el siglo XXI despliega -en cambio- las diversas facetas     del sentimiento religioso y el sentido de la trascendencia. El cristianismo actual tiene que     capacitarse en nuevos lenguajes para hablar “hacia fuera” y hablar “hacia adentro” de la     propuesta de nuestra fe. En medio de este panorama -es muy probable- que muchos se sientan     perplejos, confundidos o estimulados a cambiar y a probar otras realidades. La fe no es algo que se     pone y se saca, se improvisa, o la tengo cuando me conviene y la dejo cuando me exige. La fe es     un don de Dios ligado a la historia de otros que me la han transmitido. Es un regalo que se recibe y     se cultiva, se aumenta y crece o, por el contrario, como cualquier realidad vital, si no se la     alimenta y cuida, agoniza y muere. La fe se recibe y se construye. Es un don de Dios y un     compromiso personal y familiar o comunitario. La fe no es que forme parte de la vida se convierte     en la vida misma y en un estilo de vivir todo cuanto nos ocurre.

  •   En noveno lugar, tenemos que desarrollar un verdadero “sentido de la crítica y de la autocrítica”: Es preciso una crítica madura y responsable, constructiva y fraterna al igual una genuina autocrítica personal y comunitaria que nos posicione desde un humilde lugar. Casi siempre identificamos el lenguaje espiritual o el lenguaje de la fe con un discurso moralizante, para dar “consejos”, “recetas” o “bajar línea”. Se emplea un lenguaje espiritualista, doctrinal, magisterial, grandilocuente, fuertemente racional y argumentativo, normativo y -a veces- hasta fundamentalista, que se posiciona desde la formulación pesimista del “no” y desde una actitud básica de desconfianza hacia todo lo humano. El pecado, la culpa y el castigo han configurado nuestro lenguaje cargándolo de pesimismo. Hasta se ha utilizado -y a veces la manipulado- el lenguaje religioso con un “lenguaje de poder” (ya sea poder moral, doctrinal o disciplinar) en el  que, implícita o implícitamente, se emplea el ropaje religioso pretendiendo la posesión arbitraria e impositiva de la verdad. Ningún lenguaje es indiferente, neutro o inocente. Siempre se tiene la intencionalidad de transmitir algo de una determinada manera y desde una posición. Se habla siempre “desde un lugar”, desde el se enfoca todo. Incluso esto sucede en el lenguaje cotidiano y en nuestras relaciones más habituales.

Estas características de la fisonomía del cristianismo presente –el lenguaje apropiado para comunicar hoy la fe, el sentido de la crítica positiva y de la autocrítica sincera- ¿Cómo las ves en tu vida?; ¿Intentás expresar y comunicar tu fe?; ¿Compartís tu experiencia espiritual o te la guardás por vergüenza y temor?; ¿Cómo recibís las críticas que vienen de los demás o estás a la defensiva?; ¿Admitís lo que te señalan o encontrás una excusa que te justifique?; ¿Tenés sentido de la autocrítica?; ¿Lo expresás?; ¿Podés ver dónde está la verdad? …

Texto 6:

El cristianismo del siglo XXI necesita un nuevo ardor y nuevas expresiones. No se trata de “reinventar” la fe o de “refundarla” sino de “recrearla” para que pueda estar viva y vigente en el corazón de la cultura. Es por eso que en el décimo lugar de nuestra enumeración de características mencionamos:

  •     El “sentido trascendente en apertura más allá de la historia”: El cristiano no puede olvidar que la vida no termina con la historia sino que se enmarca en un horizonte más amplio, más vasto y más alto. La confesión de la “vida eterna” es también un posicionamiento de nuestra mirada del mundo y de la realidad. No es un escapismo, ni una huida. La “salida hacia arriba” no es una puerta de desconexión sino una perspectiva, desde la cual, se contempla todo el camino. La historia se resuelve cuando se trasciende a sí misma. Hay una trascendencia “horizontal” cuando la persona o la comunidad se superan a sí mismas y quedan en la memoria colectiva y hay, además, una trascendencia “vertical” cuando el tiempo como sucesión y el espacio como fragmentación descubren el límite y el alcance más allá de sí mismos.

        La eternidad no es sucesión, ni fragmentación. El cristiano sabe que la esperanza desemboca, en una profundidad y altura, que supera los angostos contornos de este restringido y estrecho espacio y de esta limitada y continua sucesividad del tiempo. Ahora vivimos en las coordenadas del espacio y del tiempo. En ellas  se dibujan todos nuestros movimientos. Tenemos una sola vida sin retorno. El viaje es uno solo y sin regreso. La fe nos ha confiado que un día se desvanecerán los espacios y los tiempos, las historias y las memorias, los recuerdos y los anhelos, las nostalgias y las perspectivas y sólo quedarán, mojando los pies alados de nuestras almas, los anchos mares de una profunda e inabarcable eternidad.

        Más allá de toda esta carga de limitaciones se encontrará sólo Dios y su amor. La eternidad y el infinito coincidirán. Dios será el “tesoro escondido” de ese insondable mar. Más allá de los días y las noches, del “antes” y del “después”, del “ahora” y del “nunca”, del “para siempre” y del “jamás”, Dios aparecerá sin confines y navegaremos sin ver nunca otro horizonte que nos limite. La vela henchida de nuestro corazón estará desplegada por el viento del Espíritu que surcará todas las honduras.

        Cuando Dios sea Dios, la eternidad nos habrá revelado su secreto y todos nuestros miedos más profundos se habrán desvanecido. La muerte será sólo el nombre de un recuerdo, una herida cerrada para siempre, que nunca más volverá a abrirse. Su velo penumbroso ya no cubrirá ninguna mirada. Estaremos, por fin, libres de ella y de su peso que gravitaba sobre nosotros todo el tiempo. Junto a ella, también será desechado su séquito oscuro de miedos, sufrimientos, pesares, abandonos y conflictos a la par de las angustias, inseguridades y ansiedades. Estaremos más livianos, aliviados.

        La luz será más clara que esta luz y la veremos irradiarse por el alma, cubriéndonos de una suave y dulce placidez La paz será un patrimonio adquirido, sin que pueda menguar y sabremos que la felicidad, no será un mero deseo, ni algo pasajero. Ya no tendremos “momentos de felicidad” sino que la felicidad y la realización serán un estado habitual y permanente del espíritu. No temeremos la ausencia, la distancia y la separación. Todos los afectos amados estarán alimentando nuestra hoguera. Todos estarán recobrados y congregados allí. Nos habitarán. Ellos nos estuvieron esperando. Nos convocaron. Cuidaban y embellecían nuestro lugar. Habremos terminado el exilio. La fatigosa y esforzada peregrinación recién ahí terminará.    

        El abrazo, entonces, será interminable. Será un círculo que se abre y se agigantará de expansión y libertad, abarcando a todos. Ninguno de los que amamos alguna vez quedará afuera. Veremos todos los rostros y escucharemos el arrullo de todas las sonrisas. Allá estará intacto todo lo que alguna vez fue amor. Permanecerán vírgenes la calidez de los afectos dados y recibidos. Lo grande y lo pequeño que alguna vez nos hizo gozar, allí estará como la primera vez.

        Los detalles de nuestro universo personal se habrán guardado en un cofre para reaparecer, ante nuestra presencia, con un nuevo brillo. Las pequeñas cosas de la vida que nos hicieron calibrar lo verdaderamente importante, resurgirán. Los aromas de aquellos lugares, la música que nos acompañó, los silencios que se escondieron, las miradas que nos acariciaban, las voces entrañables… Todo estará allí, tal como se nos daba. Todo permanecerá intacto, incluso más intenso. También lo que nos hizo sufrir, las oscuridades y soledades que tuvimos transitar, se habrán transfigurado y florecido en una fecundidad  que no sospechábamos. Comprenderemos que nada fue al acaso y que todo convino para el bien en el entrecruce de las circunstancias dadas.

        Tal vez allí también podamos llorar pero, sin duda, será el manso llanto de una suave conmoción, un leve temblor de ternura que nos abrazará desde el interior. Será llanto de gozo y de paz. Ya no lágrimas opacas y saladas del sufrimiento que quedó atrás. Será un llanto resplandeciente con lágrimas de luz.

        Nos daremos cuenta que los sueños ya no serán sueños. Se convertirán en lo que siempre hemos anhelado. Tendrán su definitiva forma real. Ya nada habrá que perder, ni ocultar. Todas las hermosuras de este mundo no podrán compararse a esa belleza sin nombre, ante la cual la admiración queda muda. Todas las sabidurías de los siglos serán pequeños alcances ante ese dorado resplandor. Los corazones estarán desbordados y nadie retendrá nada para sí. Todo será de todos y cada uno brillará en la diversidad de la unidad. Por último, Dios será definitivamente Dios: El amor será Dios y Dios será el amor.

Eduardo Casas.