29/05/2015 – Jesús llegó a Jerusalén y fue al Templo; y después de observarlo todo, como ya era tarde, salió con los Doce hacia Betania. Al día siguiente, cuando salieron de Betania, Jesús sintió hambre. Al divisar de lejos una higuera cubierta de hojas, se acercó para ver si encontraba algún fruto, pero no había más que hojas; porque no era la época de los higos. Dirigiéndose a la higuera, le dijo: “Que nadie más coma de tus frutos”. Y sus discípulos lo oyeron.
Cuando llegaron a Jerusalén, Jesús entró en el Templo y comenzó a echar a los que vendían y compraban en él. Derribó las mesas de los cambistas y los puestos de los vendedores de palomas, y prohibió que transportaran cargas por el Templo. Y les enseñaba: “¿Acaso no está escrito: Mi Casa será llamada Casa de oración para todas las naciones? Pero ustedes la han convertido en una cueva de ladrones”. Cuando se enteraron los sumos sacerdotes y los escribas, buscaban la forma de matarlo, porque le tenían miedo, ya que todo el pueblo estaba maravillado de su enseñanza.
Al caer la tarde, Jesús y sus discípulos salieron de la ciudad. A la mañana siguiente, al pasar otra vez, vieron que la higuera se había secado de raíz. Pedro, acordándose, dijo a Jesús: “Maestro, la higuera que has maldecido se ha secado”. Jesús le respondió: “Tengan fe en Dios. Porque yo les aseguro que si alguien dice a esta montaña: ‘Retírate de ahí y arrójate al mar’, sin vacilar en su interior, sino creyendo que sucederá lo que dice, lo conseguirá. Por eso les digo: Cuando pidan algo en la oración, crean que ya lo tienen y lo conseguirán. Y cuando ustedes se pongan de pie para orar, si tienen algo en contra de alguien, perdónenlo, y el Padre que está en el cielo les perdonará también sus faltas”. Pero si no perdonan, tampoco el Padre que está en el cielo los perdonará a ustedes.
Mc 11, 11-26
Todos de alguna manera, llevamos heridas en el corazón. A menudo son aquellos a quienes amamos, y que nos aman. Si nos sentimos rechazados, abandonados, maltratados, manipulados o lastimados en nuestro honor, generalmente son las personas muy cercanas, -nuestros padres,, nuestros amigos, nuestros cónyuges, nuestros hijos, vecinos, maestros o sacerdotes- quienes nos hieren. También nosotros podemos haber herido a otros. Generalmente son los cercanos quienes, por fuerza del acción del mal que también nos habita, son los primeros a quienes lastimamos y de quienes somos lastimados.
Aquellos que nos aman también nos hieren. Allí radica la tragedia de nuestra vida, que hace tan difícil el perdón desde el corazón. Porque nuestro corazón fue lastimado y grita: “Precisamente tú, a quien esperaba que estuvieses a mi lado, me has abandonado. ¿Cómo te lo puedo perdonar?”.
Muchas veces parece imposible perdonar. Pero para Dios nada es imposible. Él es capaz de superar el muro que nos separa y restablecer los vínculos. El Dios que está con nosotros nos obsequiará la gracia para superar el dolor que nos causa nuestro ser herido y para decir: “En nombre de Dios, estás perdonado y sos capaz de perdonar”. Recemos por esta gracia pidiéndola para nosotros y para nuestros cercanos.
Perdonar significa estar continuamente dispuesto a disculpar a las otras personas, por el hecho de que no son Dios y no pueden satisfacer mis necesidades. También yo debo pedir que me perdonen porque no siempre actúo a la altura de las circunstancias ni me sale lo mejor del corazón. Nuestro corazón –el centro de nuestro ser- es parte de esa presencia de Dios que nos habita interiormente y nos invita al perdón.
El que reconcilia todo, Cristo en la cruz, nos reconcilia con el padre y también con nuestros hermanos. Este Dios que articula todas las partes de nuestra existencia a partir de la ofrenda de la vida de Cristo Jesús. Vivir en clima de reconciliación nos sana y nos hace saludables con los otros haciendo brotar el don de la paz.
La sanación no comienza cuando nos quitan el dolor, sino cuando el sufrimiento puede compartirse, y verse como una porción de un dolor mayor. De tal manera, el primer objetivo de la sanación consiste en identificar nuestros muchos problemas y sufrimientos y situarlos en el centro de nuestra gran lucha contra el mal. El primer paso es el perdón. Es un movimiento sumamente complejo. Pero aunque todo comienzo es difícil, en el tiempo encontramos el modo de ir encontrando los caminos para perdonar. Debemos perdonar a nuestros padres por no ser capaces de brindarnos un amor incondicional; a nuestros hermanos por no darnos el apoyo que soñamos; a nuestros amigos por no estar junto a nosotros cuando así lo esperamos. Debemos perdonar a nuestra Iglesia y a los líderes políticos por su ambición de poder y manipulación. Nosotros mismos también debemos pedir perdón.
Cuanto mayores somos, tanto más claro es que también nosotros hemos herido profundamente a otras personas y que pertenecemos a una sociedad violenta y destructiva. Es muy difícil perdonar y pedir perdón. Pero sin lo uno y lo otro, continuaremos prisioneros de nuestro pasado . La fuerza de un amor que los transforma todo, Cristo Jesús por la ofrenda de su vida en la cruz, hace posible que se derriben los muros que nos separan. Él nos trae la imagen del Padre bueno, que siempre nos recibe, y en Jesús nos trae el perdón.
El perdón es el gran escudo espiritual en la lucha contra el mal. Mientras sigamos siendo víctimas de la ira y del rencor, de broncas y de odios, las fuerzas de la oscuridad continuarán dividiéndonos y desviándonos del camino que Dios nos invita a recorrer: un mundo pacificado. Los tiempos mesiánicos, en cambio, nos hablan de la convivencia en paz de los aparentemente opuestos: el niño con la serpiente, la vaca y la osa vivirán en compañía, sus crías se recostarán juntas, y el león comerá paja lo mismo que el buey. El Señor vence en la cruz toda fuerza del mal y nos trae vida nueva.
El perdón es posible cuando sabemos que el ser humano no puede ofrecernos lo que sólo Dios puede darnos. Si alguna vez escuchamos la voz que nos dice que somos amados, si alguna vez recibimos el don de la completa comunión y recurrimos al Primer amor incondicional, nos resultará fácil –con los ojos de un corazón arrepentido- reconocer en qué medida hemos pedido a una persona el amor que sólo Dios nos puede dar. Es el conocimiento de este Primer amor el que nos permite perdonar a quienes nos brindan sólo un segundo amor. Y desde allí generar espacios para la reconciliación.
Perdón es el nombre del amor que se ejerce entre las personas que aman con pobreza. Sólo es posible perdonar para quienes se reconocen a sí mismos frágiles, que no están sobre un pedestal, y se saben también necesitados de perdón. La fuerza de Dios se muestra de muchas maneras, pero en ningún lugar como en la cruz cuando dice “Padre, perdónalos”, allí el Señor nos regala la fuerza de su perdón, allí Dios en Cristo nos ha reconciliado.
Jesús, hoy pido la capacidad de poder perdonar a cualquier persona en mi vida, se que me darás la fortaleza para ello. Te agradezco que me ames tanto, más de lo que me amo a mí mismo. Vos querés mi felicidad más de lo que yo mismo la deseo.
Padre, yo te perdono, por aquellas veces que la muerte ha llegado a mi familia, por los tiempos difíciles, por las dificultades económicas, por aquellas cosas que creí eran castigo tuyo, por las veces que me dicen “es la voluntad de Dios” y yo me he amargado y me he resentido contra vos. Purificá mi mente y mi corazón para que entienda que todo está en tu mirada providente.
Me perdono a mí mismo, por mis pecados. Quiero sacarme del corazón la culpa, cuando vos ya me perdonaste… Quiero que las faltas que he reconocido y he confesado y las que se que bajo los signos de tu muerte y tu resurrección han sido perdonados, quiero celebrarlo yo también… quiero gozar de la gracia de tu perdón, quiero vivir en la paz de tu perdón. Hoy vienen a mi memoria tantas veces en las que recibí en el sacramento de la reconciliación tu Palabra “yo te perdono”, “yo te absuelvo” y siento que tantas veces me has dicho lo que le dijiste as la mujer arrepentida “vete y no peques más” y cuántas veces he vuelto a caer.
Cuántas veces en tu infinito amor y misericordia, mientras caía, me he sentido como un niño a quien su padre le tiende la mano después que se resbaló, y así he vuelto al corazón en lo más humilde y sencillo que hay de mí en tu presencia. Cada vez que me has perdonado me he reconocido frágil, pero hijo tuyo. Entre mi fragilidad y la grandeza de tu perdón se juega la fuerza de la transformación de mi persona y también d elo que yo puedo hacer en tu nombre.
Gracias Señor por tu infinita misericordia y por tantas veces decirme “te perdono hijo, te perdono”.
El Padre Daría Betancourt, en “Vengo a sanar”, cuenta la historia de una señora de 70 años que sufría de asma desde que tenía 7 años; cuando le preguntamos que hecho negativo o triste recordaba de aquel período de su vida. Ella nos dijo que había sido violada por su padre, el cual la amenazaba con matarla si hablaba, apuntándola con un cuchillo.
Poco tiempo después ella notó cada vez mas dificultad para respirar, y cuando la miraba su padre u otro hombre se ponía tan nerviosa que se le cortaba la respiración. Ella nos decía que había perdonado a su papá, y la prueba estaba en que ella lo cuidaba con cariño, y vivía, con 93 años en la casa de su hija.
Después de haber discernido pensamos que quizás fuese necesario perdonar a su padre mas explícitamente diciéndoselo. Ella volvió a su casa y le dijo: “Papá, gracias por el don de la vida, si yo vivo es porque tu me has engendrado, que Dios te bendiga”. El padre, muy sentido por esas palabras comenzó a llorar, y fue en ese momento cuando la mujer advirtió que sus pulmones se abrían dejando penetrar el aire, y un proceso de sanidad comenzó a ganarle a la enfermedad del alma.
Algunos meses después regresó diciendo que se sentía mejor, pero que le molestaba una extraña tos seca que la fastidiaba, le pedimos que volviera a lo de su papá y una vez mas le agradeciera con signos de afecto y de amor. Casi un año después la volvimos a ver, y nos contó que todo rastro de la enfermedad había desaparecido.
Si aceptamos perdonarnos, podremos perdonar. También es importante intentar no extrañar lo que vamos dejando detrás del camino, sino hacer lo de San Pablo: “olvidándome del camino recorrido, me lanzo hacia adelante y corro en dirección a la meta, para alcanzar el premio del llamado celestial que Dios me ha hecho en Cristo Jesús” (Filp 3, 13-14)
Padre Javier Soteras
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