Hay algo que todos queremos unánimemente en todo el mundo: santos y pecadores, paganos y cristianos, grandes y chicos. Todos convenimos en una aspiración: La alegría; todos queremos ser felices.
Por eso, quien ha conseguido la felicidad ejerce una influencia inmensa, un poder de atracción enorme. Todos lo admiran, lo envidian, buscan su compañía, se sienten bien junto a él. En cambio, un hombre por más virtuoso que sea, si vive melancólico merecerá que se diga: “Un santo triste, es un triste santo”. Si vive lamentándose de todo, del tiempo, de las costumbres, de los hombres…, los hombres terminarán por alejarse de él, pues el corazón humano busca la alegría, lo positivo, el amor.
Y ¿cómo conseguir esa actitud de alegría que hay que tener en sí antes de poder comunicarla a los demás? Es necesario comenzar por salir del ambiente enfermizo de preocupaciones egoístas. Hay gente que vive triste y atormentada por recuerdos del pasado, por lo que los demás piensan de él en el presente, por lo que podrá ocurrirle en el porvenir. Viven encerrados en sí mismos y, claro está, no pueden salir. Cada idea que les viene a la mente parece hundirlos más en su pesimismo. Se parecen al que se hunde en el barro que mientras forcejea solo por salir, se hundirá más y más. Necesita tomarse de una fuerza extraña, distinta, para poder salir. Que se olviden, pues, de sí y se preocupen de los demás, de hacerles algún bien, de servirlos y los fantasmas grises irán desapareciendo. La felicidad no depende de fuera, sino de dentro.
No es lo que tenemos, ni lo que tememos, lo que nos hace felices o infelices. Es lo que pensamos de la vida. Dos personas pueden estar en el mismo sitio, haciendo lo mismo, poseyendo igual, y, con todo, sus sentimientos pueden ser profundamente diferentes.
Más aún: en los lazaretos, en los hospitales del cáncer se encuentran almas inmensamente más felices que en medio de las riquezas y en plenitud de fuerzas corporales. Una leprosa a punto de morir ciega, deshechos sus miembros por la enfermedad, escribía: “La luz me robó a mis ojos. A mi niñez su techo, mas no robó a mi pecho, la dicha ni el amor”.
La alegría no depende de fuera, sino de dentro. El católico que medita su fe, nunca puede estar triste. ¿El pasado? Pertenece a la misericordia de Dios. ¿El presente? A su buena voluntad ayudada por la gracia abundante de Cristo. ¿El porvenir? Al inmenso amor de su Padre celestial.
Para quien sabe que no se cae un cabello de nuestra cabeza sin que el Padre de los cielos, que es al propio tiempo su Padre, lo sepa ¿qué podrá entristecerlo? Como decía Santa Teresa: “Dios lo sabe todo, lo puede todo; me ama”. La gran receta para tener alegría, es vivir de fe.
Quienquiera ayudarse también de medios naturales comience por no dejarse tomar por una actitud de tristeza. Sonría aunque no quiera; y si ni eso puede, tómese los cachetes y haga el paréntesis de la sonrisa.
No basta sonreír para vivir contentos nosotros. Es necesario que creemos un clima de alegría en torno nuestro. Nuestra sonrisa franca, acogedora será también de un inmenso valor para los demás.
¿Sabes el valor de una sonrisa? No cuesta nada pero vale mucho. Enriquece al que la recibe, sin empobrecer al que la da. Se realiza en un instante y su memoria perdura para siempre. Nadie es tan rico que pueda prescindir de ella, ni tan pobre que no pueda darla. Crea alegría en casa; fomenta buena voluntad y es la marca de la amistad. Es descanso para el aburrido, aliento para el descorazonado, sol para el triste y recuerdo para el turbado. Y, con todo, no puede ser comprada, mendigada, robada, porque no existe hasta que se da. Y en el último momento de compras el vendedor está tan cansado que no puede sonreír ¿quieres tú darle una sonrisa? Porque nadie necesita tanto una sonrisa, como los que no tienen una para dar a los demás.
Extracto del capítulo diez del libro “Humanismo Social” escrito por el Padre Hurtado