24/05/2016 – Llegó Jesús a una ciudad de Samaría llamada Sicar, cerca de la heredad que Jacob dio a su hijo José. Allí estaba el pozo de Jacob, Jesús como se había fatigado del camino estaba sentado junto al pozo. Era alrededor de la hora sexta. Llegó una mujer de Samaría a sacar agua, Jesús le dice: – Dame de beber. Sus discípulos se habían ido a la ciudad a comprar comida. Le dice la mujer samaritana: – ¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mi, que soy una mujer samaritana? Porque los judíos no se tratan con los samaritanos. Jesús le respondió: – Si conocieras el don de Dios y quien es el que te dice dame de beber, tú le habrías pedido a él y él te habría dado agua viva.
Le dice la mujer: – Señor no tienes con qué sacarla y el pozo es hondo, y dónde pues tienes esa agua viva. ¿Es que tú eres más que nuestro padre Jacob, que nos dio el pozo y de él bebieron él, sus hijos y su ganado? Jesús le respondió: – Todo el que beba de esta agua volverá a tener sed, pero el que beba el agua que yo le de no tendrá sed jamás sino que el agua que yo le de será para él fuente de vida para siempre. Le dice la mujer: – Señor, dame de esa agua para que no tenga más sed y no tenga que venir aquí a sacarla. Jesús le dijo: – Vete, llama a tu marido y vuelve acá. Respondió la mujer: – No tengo marido. Jesús le dice: – Bien haz dicho que no tienes marido, porque has tenido cinco maridos y el que ahora tienes no es marido tuyo, en eso haz dicho la verdad.
La mujer le dice: – Señor, veo que eres un profeta. Nuestros padres adoraron en este monte y ustedes dicen que en Jerusalén es el lugar donde se debe adorar. Jesús le dice: Créeme mujer, que llega la hora en que ni en este monte, ni en Jerusalén, adorarán al Padre, ustedes adoran lo que no conocen, nosotros adoramos lo que conocemos, porque la salvación viene de los judíos. Pero llega la hora, ya estamos en ella, en que los verdaderos adoradores adorarán en espíritu y en verdad. Porque así quiere el Padre que sean los que adoren. Dios es Espíritu y los que adoran adorarán en espíritu y en verdad.
Juan 4, 5 – 24
El camino de la oración es una senda que Dios elige para volvernos a Él. Tiene sed Dios de nosotros, y eso despierta nuestra sed por Él. La oración se construye, crece en nosotros desde el deseo y el deseo lo despierta Dios que desea el corazón humano; y despierta en él el deseo por Dios. Es lo que ocurre con la Samaritana, Jesús se encuentra deseoso del corazón lleno de vida, escondido, de la mujer que se acerca a buscar agua.
“Tengo sed” dice Jesús. Esta sed es de esa agua que la mujer va a buscar en el pozo de Jacob, pero también es sed que tiene él de la mujer. Sed de revelarle el misterio de Dios, en la oración y la adoración, en la verdad de ella misma. El Señor se hace un lugar entre las defensas que esta mujer tiene en el corazón por ser samaritana, por ser mujer, dando razón de ser él un judío, de no ser de la misma raza. Sin embargo Jesús superando todos estos obstáculos, permite que ella se encuentre con la verdad más honda que hay en su corazón.
No sólo aquella verdad que Jesús le revela proféticamente, como ella dice, de que no tiene marido sino que ha tenido cinco maridos y el que tiene no lo es, sino también aquella otra que habla también del agua viva, que brota progresivamente en el diálogo con Jesús, hasta que lo descubre como Mesías. Y entonces se hace una testigo del evangelio de Jesucristo, entre sus hermanos moviendo a otros a la conversión.
El Señor tiene en la oración una sed muy particular por nosotros. Cuando nos ponemos a orar el Señor manifiesta esto que le dice la samaritana “Dame de beber”. El agua de vida que brota hasta la eternidad, dice Jesús es la que él promete, esta en la gracia del Espíritu que se ha derramado en nosotros. En realidad Jesús tiene sed de la vida en el espíritu en nosotros. Nadie puede orar verdaderamente si no es movido por el Espíritu Santo. Y la oración es el punto de encuentro, diálogo amoroso entre Dios el Padre, en la persona de Jesús y nosotros.
Ese diálogo de amor trinitario obra en nosotros por la gracia del Espíritu Santo. Por eso cuando nos disponemos a orar debemos invocar en nosotros la vida del Espíritu en nosotros. El Espíritu de Dios que clama en nuestra interioridad con gemidos inefables difíciles de percibir. El Espíritu Santo vive en nosotros y clama a Dios por el nombre que Dios tiene, Padre.
La oración es el camino más hermoso de vuelta a Dios. En un diálogo sincero del espíritu de aquello que hay en nosotros, para que Dios nos diga y nos comunique lo que hay en Él.
En este ir y volver nos encontramos en comunión, como se encuentran los amigos. En un espacio de libertad, pero también en un espacio exigente. Que nos invita a caminar, a crecer y a madurar. El camino de la oración es camino de fraternidad, de amistad, y también de madurez, cuando nos dejamos guiar por Dios. Porque si bien es cierto que hay amistad con Dios, también es cierto que Dios es Dios, y nosotros somos criaturas.
No estamos hablando de una amistad de iguales, estamos hablando de Amistad. Su amistad, la de Dios que nos revela cercanía y al mismo tiempo nos invita a dar un paso más allá de nosotros mismos, porque enmarca la distancia saludable, en su maestría y sabiduría para guiarnos y conducirnos. El camino de la oración es EL CAMINO, desde donde brotan todos los demás caminos para volver a Dios.
En Romanos 8, 26 Pablo dice, “nosotros no sabemos pedir como nos conviene”. La humildad es una disposición necesaria, para recibir este don que viene de lo alto.
Decía San Agustín: “nosotros somos como mendigos en la oración”. Quien mendiga, lo hace con humildad. Mendigamos desde la obra del Espíritu en nosotros, clamándole a Dios que nos acerque aquello que nos hace falta. La maravilla de la oración se manifiesta justamente allí junto al clamor. Al lado del pozo, como hace Jesús y como hace la samaritana con Jesús deseándose mutuamente.
Es que la oración se alimenta, crece, se desarrolla en y desde el deseo. Sin el deseo no hay oración. Sólo ora verdaderamente quien experimenta en lo hondo de su ser, el anhelo, el deseo de la presencia de Dios. Porque ha descubierto que Dios igualmente lo desea. Dios desea estar con nosotros. Yo estoy en la puerta y llamo, dice el Señor en el libro del Ap,3.
Yo toco a la puerta, quien abre, me recibe en su casa, me siento con él, y comparto la cena. Dios anhela, desea entrar en nuestro mundo. Formar parte de nuestra historia, para hacernos vivir lo de todos los días como historia de redención, de salvación. Este encuentro con el Dios que nos desea, y quiere formar parte de lo nuestro, para mostrarnos un camino de plenitud se realiza particularmente a través de este diálogo amoroso que llamamos oración.
Que como maravillosamente lo define Teresita del Niño Jesús, la oración es un impulso del corazón, una sencilla mirada lanzada al cielo, un grito de reconocimiento y amor. Tanto desde adentro de la prueba como desde adentro de la alegría.
Cualquiera sea el lenguaje de la oración que se exprese en gestos, en palabras, el que ora es el hombre todo. Sin embargo para designar el lugar desde donde brota la oración, la sagrada escritura habla a veces del alma, o del espíritu, y con más frecuencia habla del corazón.
¿Qué es el corazón? Es la interioridad, es el lugar de mayor hondura y profundidad donde convive nuestra vida física, psíquica, espiritual. Es donde somos integrados en un solo ser. Es nuestro yo más hondo y más profundo.
Es el corazón el que ora, la oración más profunda brota del corazón. Es decir, cuando nuestro ser más profundo, nuestro yo más integrado se vincula con aquel Dios que viene a hacernos una propuesta de amor y a mostrarnos un camino de crecimiento, plenitud y madurez.
Si nosotros estamos alejados de Dios, si nuestra vida no lo busca, no lo anhela, no desea estar en presencia de Dios, nuestra oración por más que sea mucha, por más que sea larga no tiene sentido, se pierde. Son palabras que se lleva el viento. Este pueblo – decía Dios – Israel llamándolo a la conversión, me alaba con su lengua pero su corazón está lejos de mí.
La verdadera oración es la oración del que humildemente se pone en la presencia de Dios y anhela, desea y busca su rostro. Sin esta actitud interior, no hay posibilidad de recibir a Dios. Ni de estar con Él. Ni de permanecer en su presencia; sólo cuando nos vinculamos a Dios desde este lugar, Dios puede conversar con nosotros. De allí que, cuando comenzamos a orar, lo primero que debemos hacer es buscar la presencia de Dios.
Mi anhelo, mi deseo es estar en tu presencia, de día y noche, en tu presencia. Porque en realidad la oración se define en su comienzo, en su desarrollo, en su final, en la presencia de Dios. En el estar presente. Aquello que Jesús decía del vínculo que nosotros los discípulos tengamos con Él. El sarmiento con la vid, permanezcan unidos a mí, a mi presencia, está diciendo Jesús, y van a dar muchos frutos.
La oración, muchas veces es infructuosa, porque está llena de palabras, pero ausente de Dios. Está poblada de gestos, pero carente de sentido que Dios le da al encuentro. En el camino de la oración, la iniciativa la toma Dios.
Por eso, lo que más conduce a la oración es el abrirnos al deseo de Dios. Y el pedir en Dios, ese deseo para nosotros y para los demás. Sólo el que desea a Dios busca y está en su presencia. Sólo en la presencia de Dios se puede tener verdadera oración.
Es el primer movimiento interior con el que Santa Teresa de Jesús nos educa, como doctora de la Iglesia, en el camino de la oración, para llevarnos al lugar del encuentro. Lo primero es buscar estar en su presencia.
Y puede que nos lleve todo el tiempo de la oración, buscar esto. Que mucho más que hablar o que darle la bienvenida, este encuentro es la actitud de Moisés en el desierto. Se descalza, se despoja de sí mismo, porque la presencia de Dios lo puede. Caminar en la vida de oración, es caminar permanentemente en la presencia de Dios.
Padre Javier Soteras
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