Llama de amor viva

jueves, 16 de junio de 2016
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16/06/2016 –  Moisés cuidaba las ovejas de Jetró, su suegro, sacerdote de Madián. Una vez llevó las ovejas muy lejos en el desierto y llegó al Horeb, el Cerro de Dios. Entonces fue cuando el Angel de Yavé se presentó a él, como una llama ardiente en medio de una zarza. Moisés estuvo observando: la zarza ardía, pero no se consumía.  Y se dijo: «Voy a dar una vuelta para mirar este fenómeno tan extraordinario: ¿ por qué la zarza no se consume?» Yavé vio que Moisés se acercaba para mirar; Dios lo llamó de en medio de la zarza: «¡Moisés, Moisés!», y él respondió: «Aquí estoy.» Yavé le dijo: «No te acerques más. Sácate tus sandalias porque el lugar que pisas es tierra sagrada.» Luego le dijo: «Yo soy el Dios de tus padres, el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob.» Al instante Moisés se tapó la cara, porque tuvo miedo de que su mirada se fijara sobre Dios.

Ex 3, 1-6

 

 

 

“¡Oh llama de amor viva,
que tiernamente hieres
de mi alma en el más profundo centro!
Pues ya no eres esquiva,
acaba ya, si quieres,
¡rompe la tela de este dulce encuentro!

¡Oh cauterio suave!
¡Oh regalada llaga!
¡Oh mano blanda! ¡Oh toque delicado,
que a vida eterna sabe,
y toda deuda paga!
Matando, muerte en vida has trocado.

¡Oh lámparas de fuego
en cuyos resplandores
las profundas cavernas del sentido,
que estaba oscuro y ciego,
con extraños primores
color y luz dan junto a su Querido!

¡Cuán manso y amoroso
recuerdas en mi seno,
donde secretamente solo moras;
y en tu aspirar sabroso
de bien y gloria lleno,
cuán delicadamente me enamoras!”.

En el camino de ascenso al Monte Carmelo donde espera la plenitud del encuentro con el Dios vivo , San Juan de la Cruz nos ha invitado a salido desde la noche oscura de los sentidos a la noche mas oscura de la fe para ir al encuentro de la luz que nos sale a abrazar en ésta llama de amor viva que trae toda capacidad de luminosidad mientras la mañana y la aurora dan la bienvenida al tiempo nuevo del encuentro final con el desposorio entre el hombre y Dios en plenitud de encuentro. En este horizonte hay que ubicar el poema compartido

“Llama de amor viva” es uno de los escritos más bonitos de Juan de la Cruz. En él, la llama y lo que se enciende, en un determinado momento, parecen inconfundibles, aunque en realidad son dos cosas bien distintas. En este poema se nos presenta una notable expresión que brota del corazón orante de Juan. Dice al respecto: “Sintiéndose ya el alma toda inflamada en la divina unión y ya su paladar todo bañado en gloria y amor, y que hasta lo íntimo de su sustancia está revertiendo no menos que ríos de gloria, abundando en deleites, sintiendo correr de su vientre los ríos de agua viva, que dijo el Hijo de Dios que saldrían en semejantes almas (Jn. 7,38), parece que, pues con tanta fuerza está transformada en Dios y tan altamente de él poseída y con tan ricas riquezas de dones y virtudes arreada, que está tan cerca de la bienaventuranza, que no la divide sino una leve tela”.

 

 

Y continúa reflexionando: “Y, como ve que aquella llama delicada de amor que en ella arde, cada vez que la está embistiendo, la está como glorificando con suave y fuerte gloria, tanto que cada vez que la absorbe y embiste le parece que le va a dar la vida eterna, y que va a romper la tela de la vida mortal, y que falta muy poco, y que por esto poco no acaba de ser glorificada esencialmente, dice con gran deseo a la llama, que es el Espíritu Santo, que rompa ya la vida mortal por aquel dulce encuentro”. En este sentido, refiriendo Juan de la Cruz se refiere a la presencia del Espíritu Santo, que es fuego. Es el Espíritu el que está fundiendo al alma en la sustancia divina, sin confundirla y al mismo tiempo haciéndola una con Él. Es interesante descubrir que este fuego del espíritu es delicado y suave, como la brisa de la que habla la Palabra de Dios en el 1º Libro de los Reyes en el capítulo 19 cuando Elías contempla la gloria de Dios manifestada en la montaña a través de un leve viento. Así es el Espíritu Santo: incandescente, potente, genera mucho calor y mucha energía, pero al mismo tiempo es suave. La suavidad del Espíritu es la que va ganando el corazón y venciendo dentro de nosotros la resistencia que podemos oponer. En nuestras propias vidas también, como en la del profeta Elías, podemos identificar los modos en que ese Espíritu se va apareciendo bajo signos de suavidad, y podemos distinguir esa presencia que inflama el alma, que la llena de la gloria de Dios. En esos momentos, la persona percibe que está muy viva la presencia de Dios, aunque al mismo tiempo sienta que algo se va muriendo: es el traspaso de un hombre viejo a la novedad de un hombre o de una mujer que va naciendo, que está siendo tomado por la gracia de Dios. Cada uno experimenta en la propia historia, en lugares y en tiempos diversos, esta presencia de Dios que conmueve suavemente y nos conduce hacia Él, inflamando el corazón, llenándolo de su luz y de su gracia.

“¡Oh, llama de amor viva!” dice Juan de la Cruz en una expresión profunda, que revela y esconde el fuego del amor que invade el corazón del que es habitado por la vida del Espíritu. Y explica que “para encarecer el alma, el sentimiento y aprecio con el que habla en estas cuatro canciones, usa en cada una la partícula ¡oh!, y cuán, que significan encarecimiento afectuoso” . Cuando se dicen estas palabras -que son como gritos- revelan que en el interior hay más fuego del que sale por la lengua. Se utiliza el “¡oh!”, para expresar el intenso deseo y para pedir con mucho encarecimiento y persuasión. Es como que el alma está toda colmada y, al mismo tiempo, espera ser aún más colmada por el Señor. “Esta llama de amor es el espíritu de su Esposo, que es el Espíritu Santo, al cual siente ya el alma en sí, no solo como fuego que la tiene consumida y transformada en suave amor, sino como fuego que, demás de eso, arde en ella y echa llama”. Cada vez que esa llama baña el alma de gloria divina, a su vez la refresca en atmósfera de vida. “Y ésta es la operación del Espíritu Santo en el alma transformada en amor, que los actos que hace interiores es llamear, que son inflamaciones de amor, en que unida la voluntad del alma, ama subidísimamente, hecha un amor con aquella llama”. En el camino hacia la cima donde Dios arde como fuego, convocándonos para hacernos uno con Él, es el Espíritu el que configura el rostro de Cristo en nosotros.

San Juan de la Cruz reflexiona además que “el alma que está en estado de transformación de amor podemos decir que su ordinario hábito es como el madero, que siempre está embestido por el fuego; y los actos de esta alma son la llama que nace del fuego del amor”. Aquí nuestro amigo refleja como cuando se enciende un tronco, de repente todo el fuego sale de su interior. En un momento, no se puede distinguir dónde está el madero y donde está el fuego; todo es una sola realidad. Así es el corazón cuando está encendido en amor de Dios. Todo habla de esa presencia y de ese fuego que arde dentro de nosotros, y que hay que reavivar todos los días. Debemos tener en cuenta que no siempre es tan fácil que el fuego se encienda, a veces cuesta mucho. Pero cuando damos en la clave y nos damos la oportunidad de que así sea, después hay que avivarlo y de vez en cuando moverlo un poquito para que vuelva a encenderse. Así es el corazón que está llamado a arder en el amor de Dios: hace falta de vez en cuando realimentar ese amor, poner una nueva leña seca para que se queme y moverlo un poco, para que agarre mayor fuego.

Padre Javier Soteras