11/07/2016 – Santa Teresa de Ávila plantea dentro de su doctrina las morada. Partiendo del texto del evangelio en donde Jesús dice que “en la casa de mi Padre hay muchas habitaciones”, Teresa plantea la existencia de un Castillo interior con diferentes habitaciones, en todas ellas está Dios pero es en la última y más interior donde habita su presencia.
“No se inquieten; crean en Dios, crean también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas moradas; si así no fuera, yo se lo habría dicho a ustedes; Yo voy a prepararles un lugar. Después que me fuera vendré otra vez y los llevaré a donde Yo voy, para que donde Yo esté, allí estén ustedes también”
Juan 14,1-3
La pregunta que brota en el corazón del que busca el rostro de Dios es “¿dónde vives”. Esa misma pregunta se la hacía San Agustín, quien encontró que Dios le resultaba mas íntimo a él que su misma intimidad; Dios no está por fuera sino por dentro. Teresa de Jesús, siguiendo la espiritualidad de San Agustín con la que se encuentra en su segunda conversión, recorrió un camino interior para dejarnos por escrito esta realidad divina que nos habita. Así, Teresa dejó reflejado en el texto de las Moradas toda una teología espiritual que permite descubrir esta cercanía de Dios no solo en los acontecimientos que rodean los hechos de nuestra vida, sino principalmente en lo más íntimo del corazón.
Dice Teresa en su Biografía: “No me atrevería a escribir ni un renglón sobre esta materia que voy a tratar -la oración- si no fuera que me lo han ordenado mis superiores. No me siento ni con letras ni con fuerzas para acometer esta empresa pero confío en quien todo lo puede. Si en algo llegara a atinar y alguien sacara provecho de estas líneas, no se debe a mí sino a Él, de quien proviene toda luz y sabiduría. Con esto me sentiría contenta. Pero si en nada acertara y para nada sirvieran estas páginas, con todo creo que el Señor todopoderoso recibirá con agrado el esfuerzo que pongo en redactarlas, ya que El mismo me lo ha mandado”.
De forma muy simple y sencilla, Dios nos hace sentir desde fuera, pero a su vez en lo más profundo del corazón. Cuando es Dios es Dios el que habla y no hay forma de confundir su voz y su presencia ni de negar que es Él quien está hablando y obrando. No depende tanto de cuál sea el acontecimiento que nos lo revela, sino interesa cómo se hace sentir su presencia en lo más hondo de la interioridad. Dice San Agustín: “¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé. Y ves que tú estabas dentro de mí y yo fuera. Y por fuera te buscaba; y deforme como era, me lanzaba sobre estas cosas hermosas que tú creaste. Tú estabas conmigo mas yo no lo estaba contigo. Me retenían lejos de ti aquellas cosas. Que, si no estuviesen en ti, no serían. Llamaste y clamaste, y rompiste mi sordera: brillaste y resplandeciste, y fugaste mi ceguera; exhalaste tu perfume y respiré, y suspiro por ti; gusté de ti, y siento hambre y sed; me tocaste y me abrasé en tu paz”. Esa misma experiencia nosotros la podemos encontrar en el profeta Elías, en el Antiguo Testamento, que busca a Dios en el trueno, en el relámpago, en el terremoto, en el huracán, y de repente solo una suave brisa revela la intimidad de la presencia del Altísimo, que habla en lo secreto del corazón. No importa el acontecimiento sino cómo Dios ha sido quien de forma inconfundible obraba en el corazón.
El Señor tiene modos muy sencillos y simples, pero al mismo tiempo contundente para decirnos “aquí estoy”. Como en la zarza que arde y no se consume, cuando el patriarca Moisés descubre la identidad de Dios, “Yo soy el que soy, el que te envía”. A Moisés le llamó la atención aquel acontecimiento simple, pero al mismo tiempo sorprendente, de una zarza que ardía y no se consumía. Así la vida está marcada en más de una oportunidad de la presencia de Dios. Sería bueno que te preguntes, mientras avanzamos en el tratamiento de las Moradas de Santa Tersa de Jesús.
Teresa indica que la Primera Morada en el castillo interior somos cada uno de nosotros, donde Dios habita en la habitación del centro. “Pidiéndole ayuda a Dios para comenzar estas líneas, se me ocurrió la siguiente comparación. Nuestra vida es semejante a un magnífico castillo con muchas moradas y que supera todo lo que vemos sobre la tierra, puesto que es imagen del propio Dios. Él mismo nos lo ha dicho: somos figura y semejanza suya. Lamentablemente son muy pocos los que saben de este castillo que hay dentro de cada uno. Muchos, muchísimos se preocupan de su superficie exterior, el propio cuerpo, pero no se conocen a si mismos”. Teresa nos enseña que para poder adentrarnos en la propia interioridad hay que desarmarse de todo lo que nos impide tomar esa dirección. “Este castillo interior tiene muchos ambientes, muchas moradas. En todas ellas se hace presente el Señor del castillo. Pero su asiento y habitación es la más interior. Su presencia hace resplandecer la belleza de todo el conjunto”.
Él habita en el centro de este lugar nuestro al que llamamos castillo. Es una presencia íntima pero, al mismo tiempo, expansiva. Es íntima en cuanto que está en la profundidad del ser y es expansiva en cuanto no puede dejar de comunicarse desde lo más profundo del propio ser. “Intentaré, dice Teresa, en el transcurso de estas páginas, mostrar cómo se comunica Dios a algunas personas, utilizando como punto de referencia dicha comparación. Retornando a nuestro castillo interior, dice Teresa, ¿cómo entrar en él? Pero, ¿no es un disparate decir que vamos a entrar?, ¿el castillo no somos nosotros mismos? Hay diferencia entre estar dentro del castillo y estar en los jardines exteriores”.
Hay diferencia entre ser dueño de sí mismo a vivir disperso en medio de toda la realidad que nos rodea, sintiendo que dicha realidad nos atropella y somos incapaces de administrarla, de gestionarla y gobernarla. Por eso Teresa dice que para crecer en este señorío sobre sí mismo hay que adentrarse para que Dios nos enseñe a ser nuestros propios señores. Como toda casa, este castillo interior tiene una puerta: “La puerta para entrar a este castillo es la oración y consideración. ¿Oración vocal u oración mental? No entro en distinciones. Si se dice oración es evidente que se hace atentamente, sabiendo quien es uno, quien es el que nos escucha y conscientes de lo que solicitamos o agradecemos”. Saber que te está mirando, disfrutar en inquietud interior de ese encuentro de amistad, eso es oración.
Cuando la persona toma conciencia de que Dios está en él, comienza a adentrarse paso a paso en el castillo interior. Pero si permanece en la dispersión, todo se dificulta: “La persona que diga que está haciendo oración y no tenga la cabeza en lo que está haciendo, es inútil decir que se encuentra orando, por más que repita maquinalmente unas palabras o se aísle de los demás”.
En el espíritu orante, lo mas importante es saber qué y con quién estamos hablando. La oración es la llave que abre la puerta del corazón humano. A veces, cuando estamos muy agobiados queremos poner la llave en la puerta y no sabemos si la pusimos para arriba o para abajo, si acertamos o no; así nos pasa en el encuentro con Dios. Muchas veces no encontramos la cerradura y por eso es importante darnos la posibilidad de darnos cuenta que estamos por entrar en el encuentro con el Señor.
“Hay personas que algunas veces aciertan a entrar por esta puerta de la oración. Pero son tantas sus preocupaciones terrenales que apenas se quedan en las primeras moradas del castillo. Sus momentos de oración son muy escasos, quizá una vez por mes. Y todavía esos momentos están enturbiados por mil preocupaciones. Tienen puesto el corazón fuera del castillo. Los que entran hasta aquí, no llegan a captar la magnificencia de todo el castillo. Sus ojos están llenos de polvo -intereses terrenales- que les impiden ver la verdadera realidad. ¡Ya hicieron bastante con dar con la puerta de entrada!”. Por eso, hay que dejarse habitar por la luz que nos muestra cada espacio de este castillo interior.
“Este magnífico y resplandeciente castillo, es tan luminoso y atractivo por estar allí presente el diseñador y realizador de todo lo bello. Pero si él llega a ocultarse -como ocurre cuando se peca gravemente- entonces no hay oscuridad comparable a las tinieblas que lo envuelven. No pierde el sol su hermosura por la falta grave, pero no se hace visible en el alma”. Dios sigue estando con toda su luminosidad pero nosotros, al caer en faltas graves, tenemos la imposibilidad de que el sol penetre en nuestro propio castillo. “Como si sobre los ojos se colocara un paño negro, seguirá brillando el sol, aunque el que tiene la venda oscura no percibe su resplandor. ¡Ojalá comprendieran todos la desgracia que significa el pecado mortal! Las tinieblas se adueñan del alma entera y hasta se interpone en el pensar y querer. La inteligencia se ciega y la voluntad se entorpece. No dejemos de pedir, cada día, que nos libre de tan grave mal, a donde todos podemos caer. Lo primero es conocerse a si mismo. El propio conocimiento, que es humildad, es la forma de andar en esta primera morada”.
Padre Javier Soteras
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