15/07/2016 – En este antológico poema de la literatura tradicional española que es “Vivo sin vivir en mí”, Santa Teresa descubre las maravillas que hace Dios con su pobre existencia:
“Vivo sin vivir en mí, y tan alta vida espero, que muero porque no muero.
Vivo ya fuera de mí, después que muero de amor; porque vivo en el Señor, que me quiso para sí: cuando el corazón le dí puso en él este letrero, que muero porque no muero.
Esta divina prisión, del amor en que yo vivo, ha hecho a Dios mi cautivo, y libre mi corazón; y causa en mí tal pasión ver a Dios mi prisionero, que muero porque no muero.
¡Ay, qué larga es esta vida! ¡Qué duros estos destierros, esta cárcel, estos hierros en que el alma está metida! Sólo esperar la salida me causa dolor tan fiero, que muero porque no muero.
¡Ay, qué vida tan amarga do no se goza el Señor! Porque si es dulce el amor, no lo es la esperanza larga: quíteme Dios esta carga, más pesada que el acero, que muero porque no muero.
Solo con la confianza vivo de que he de morir, porque muriendo el vivir me asegura mi esperanza; muerte do el vivir se alcanza, no te tardes, que te espero, que muero porque no muero.
Mira que el amor es fuerte; vida, no me seas molesta, mira que sólo me resta, para ganarte perderte. Venga ya la dulce muerte, el morir venga ligero que muero porque no muero.
Aquella vida de arriba, que es la vida verdadera, hasta que esta vida muera, no se goza estando viva: muerte, no me seas esquiva; viva muriendo primero, que muero porque no muero.
Vida, ¿qué puedo yo darle a mi Dios que vive en mí, si no es el perderte a ti, para merecer ganarle? Quiero muriendo alcanzarle, pues tanto a mi Amado quiero, que muero porque no muero”.
Afirma nuestra amiga en la Quinta Morada: “Ojalá me asistiera Dios para que yo pueda dar a entender en algo los tesoros y deleites que hay en esta quinta morada. Quizás sería mejor no decir nada de ahora en adelante, pues ni se llega a entender ni hay comparación que pueda servir. Pero vale la pena hacer el esfuerzo para guía de los que emprendieron este camino y también para todos los otros, para que admiren las maravillas que hace Dios con nuestro pobre barro. Hay que pedirle fuerzas al Señor para cavar y llegar hasta este tesoro escondido. Fuerzas para darle todo lo que poseemos, sin reservarnos nada para nosotros. No se piense que aquí la oración se desenvuelve como en un sueño o como si el alma estuviera adormecida, como ocurría en cierta forma, en la etapa precedente. Acá es diferente. Lo que sucede es como una muerte al mundo para vivir más a Dios. Por breves momentos, pues no duran mucho estos ratos de oración, uno no es capaz ni de pensar, aunque lo quiera hacer, ni casi es capaz de amar y si lo hace no entiende cómo. Aquí parecería que se separa el alma, deleitándose de su propia capacidad de pensar y querer para poder estar mejor en Dios. Quiere entender y no puede. Y, exteriormente, el cuerpo parece como muerto. En el nivel anterior nos podía quedar alguna duda, sobre todo a los principio, si aquello era sueño o imaginación nuestra. Aquí es imposible dudar de que sea Dios quien el que interviene. Nos une consigo sin ninguna intermediación, ni siquiera la de nuestro pensar; el pensamiento queda inmovilizado.
Es la pascua la que se juega aquí en esta morada que silencia todas las potencias y nos pone en profunda presencia del Señor. La paz y la serenidad que inunda el alma tiene el sello inconfundible de Dios. El gozo, la paz y suavidad que inundan el alma tienen el sello inconfundible de Dios. El alma ni ve, ni oye, ni entiende durante el tiempo que está en esa oración. Tiempo que siempre es breve. Dios se imprime en el interior de aquella alma de modo que, cuando vuelve en sí no puede dudar de que estuvo en Dios y Dios en ella. Tan cierto le queda esto que aunque pasen muchos años sin que vuelva a repetirse, nunca dudará de lo sucedido. ¿Cómo lo puede explicar, si estando en este trance ni veía ni entendía?. No digo que lo vio en ese trance, sino que lo entendió después, por la certidumbre que deja Dios, superior a todas las certezas humanas”. Es la inconfundible certeza de que Dios allí estuvo generando en el alma el deseo de morir para estar en Dios. A mí, en lo personal, me gusta decir que por momentos Dios es más cierto que todo lo cierto que está alrededor nuestro. Tenemos más certeza de Él que de estar pisando el suelo. Es que la vida toda se transforma. Cuando los tiempos son críticos y movilizantes, se hace verdad que Él es nuestra más roca firme. Entonces tener en Él puesta nuestra existencia nos da una fortaleza y una certeza que no se encuentra en otro lugar. En Dios está la certeza que le da mayor solidez a nuestras vidas.
En este estadio, las dudas se disipan por experiencia de vida traducida en gestos, en acciones, en actitudes, en modos, en motivaciones que nos alientan el alma. O, por el contrario, nos encontramos bajo la confusión, el engaño, y entonces, lejos de ser Dios, es la propia fantasía, la proyección de las propias heridas, las realidades más miserables de nuestro propio ser, o la acción misma del mal, o la presencia de un espíritu del mundo que busca borrar la presencia de Dios en el corazón. Cuando el alma entra en la Quinta Morada no hay dudas de que ha sido Dios el que obró, porque la deja toda transformada. “Todo lo que podamos hacer y dejar de lado por Dios, no se puede comparar con lo que Él nos da ya en esta vida”.
Teresa quiere decir que la operación es divina; todas las potencias quedan como suspendidas, adormecidas. Ella pone además el énfasis en la actividad que Dios tiene en esta etapa: “Poniendo como comparación lo que ocurre con los gusanos de seda, los que después de un tiempo hacen su capullo y salen transformados en mariposas blancas; así, algo similar hace Dios con nosotros en esos instantes de oración en que nos une a sí mismo. Morimos a nosotros mismos y salimos transformados como maripositas. En menos de media hora -pues no creo que nunca llegue a más la duración de esa oración- se produce un cambio maravilloso”. Dios hace en un segundo lo que uno intentó durante cuarenta años. La presencia de la Palabra del Señor crea en el alma una realidad nueva. Recibimos en ese momento el acto creacional de Dios. “De gusano feo se ve transformado en blanca mariposita. Siente unos deseos enormes de servir y padecer mil muertes por Dios. Todo le parece poco para agradarlo ¡Ahora comprende cómo pudieron hacer sus hazañas todos los santos y mártires de la historia! Si ese regalo del Señor se repite, cada vez que ocurra, se verá más y más transformada y con más deseos de trabajar y padecer por el Señor”.
El alma está toda engolfada en Dios. Así como un golfo se mete en el mar, así sentimos a veces que estamos metidos en la inmensidad de Dios. Esta experiencia es de certezas, de certidumbre de la presencia del Dios fundante de nuestra vida. “¿Cómo comienza la vida fácil? Quizás alguno piense que después de eso, todo es fácil y placentero. Pero ocurre lo contrario. No quiere esto decir que no tengo paz. Sí, la tienen y muy grande. Pero ocurre que aquellas cosas de la tierra que a los comienzos daban placer, ahora dan disgustos y fastidio. Sufren también los que fueron transformados en maripositas, al ver lo poco que se aprecia a Dios. Quisieran, si fuera posible, salir de este mundo para estar junto a Dios, pero les retiene el pensamiento de que Dios los quiere todavía en la tierra”.
Por eso, esta expresión típicamente teresiana, “vivo sin vivir en mí, y tan alta vida espero, que muero porque no muero”, en realidad quiere decir que la experiencia de Dios es tan fuerte, tan bella, tan rica y tan cierta, que todo es como nada, y que lo que antes era gozo, se hace fastidioso porque uno desearía estar todo el tiempo prendido a esta experiencia de la gracia, que Dios regala solo por algunos instantes. Toda la belleza junta de lo vivido, sumada, no se parece a esta experiencia de Dios. Y por eso, cuando uno no está frente a esa presencia, le parece que camina en la sombra o en la oscuridad. Esta es la oscuridad del corazón, de la noche oscura. Dios permite esto porque así también nos purifica, nos hace crecer en la fe, nos hace caminar en la confianza, y eso es verdaderamente lo que nos hace felices. No hay que desear la experiencia mística. Todos los grandes santos han sufrido en alguna medida la experiencia de lo sobrenatural, donde han notado claramente la desproporción que hay entre la grandeza de Dios y la pequeñez de lo creado, de lo humano. No se buscan los consuelos de Dios, sino al Dios que nos consuela.
Teresa dice que en esta Quinta Morada lo que en realidad ocurre es que se va produciendo en nosotros el cumplimiento de la promesa de Ezequiel de “un corazón nuevo y un Espíritu nuevo”: “¡Es admirable el poder de Dios! Hace tan pocos años -y en algunos casos, hace pocos días- esa persona pensaba en sí misma. Ahora sus preocupaciones son el renombre de Dios y el bien de todos los hombres. Es tan penetrante esta preocupación que se sufre. Pareciera que se le tritura el corazón. ¿De dónde proviene este cambio, este sentir como en carne propia las ofensas que se le hacen a Dios? Al entregarse rendidamente -hasta donde puede- en sus manos, y al no querer otra cosa que lo que Él quiere, Cristo le imprime su propia imagen en el alma como en cera blanda. Es como si el corazón comenzara a latir con la frecuencia cardíaca del Maestro. Nuevos deseos brotan de este nuevo corazón moldeado por el corazón de Cristo. Se busca seguir adelante en el servicio de nuestro Señor y en el conocimiento propio, sin torcer del camino de los mandamientos. Dios nos da de balde estos regalos, y espera que den frutos en la propia vida y provecho de muchos”.
Por más que estemos mal espiritualmente, Teresa nos enseña que no debemos dejar de aspirar a entrar en comunión plena con la voluntad de Dios, es decir, llegar a la unión verdadera de voluntades: la voluntad de Dios en mí, mi voluntad en Él. “La señal inequívoca de que esta unión con Dios es cierta, se detecta en el verdadero amor al prójimo. Es muy importante el revisar nuestras relaciones con los otros”. Este es el termómetro que nos propone Santa Teresa de Jesús, como también lo dice el Apostól Juan en su Primera Carta, capítulo 4 versículo 20: “Si alguien dice: ´Yo amo a Dios`, pero aborrece a su hermano, es un mentiroso. Porque el que no ama a su hermano, a quien ha visto, no puede amar a Dios a quien no ha visto”.
El amor se prueba en la entrega de la vida por los hermanos. Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por los amigos. Teresa era muy dura con las monjas en el camino del seguimiento: “No las quiero embobadas -decía- sino con espíritu viril. Las quiero comprometidas en el quehacer, no en veleidades ni en la búsqueda de los regalos de Dios”. Si Dios da regalos, es para que lo busquemos más a Él, no a su regalos. Es más importante el dador que el don, el que se da que lo que nos da. Para eso hay que romper la búsqueda de nosotros mismos en los regalos que Dios nos hace. Dios nos quiere profundamente vinculados a Él. Por eso nos invita al abandono y a la entrega. Y debemos estar atentos, porque a medida que vamos avanzando, la fragilidad es más manifiesta, la vulnerabilidad es más clara; a más presencia, por un lado más fortaleza, pero también más fragilidad, más debilidad. A más luz, más claridad de donde estamos. Cuando Dios nos pone luz en el corazón por su presencia, más claramente vemos nuestra fragilidad. Y Dios así lo quiere, para que se note que si hay algo que brilla, es por la gloria de Dios que habita en nosotros.
Padre Javier Soteras
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