Los pobres son gente maravillosa

lunes, 15 de agosto de 2016
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teresa6
15/08/2016 – “Entonces el Rey dirá a los que tenga a su derecha: “Vengan, benditos de mi Padre, y reciban en herencia el Reino que les fue preparado desde el comienzo del mundo, porque tuve hambre, y ustedes me dieron de comer; tuve sed, y me dieron de beber; estaba de paso, y me alojaron; desnudo, y me vistieron; enfermo, y me visitaron; preso, y me vinieron a ver”. Los justos le responderán: “Señor, ¿cuándo te vimos hambriento, y te dimos de comer; sediento, y te dimos de beber? ¿Cuándo te vimos de paso, y te alojamos; desnudo, y te vestimos? ¿Cuándo te vimos enfermo o preso, y fuimos a verte?”. Y el Rey les responderá: “Les aseguro que cada vez que lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, lo hicieron conmigo”.

Mt 25,34-40

La oración más bella

Si queremos comprender correctamente la importancia del carisma de la Madre Teresa, su extraordinario don espiritual, tenemos que tener en cuenta que su vocación no iba dirigida a los pobres en general, sino a los más pobres entre los pobres, a aquellos que no podían valerse por sí mismos y no tenían a nadie que cuidara de ellos.

La Madre Teresa no veía en la pobreza un ideal en sí misma ni un designio divino. “Dios no creó la pobreza. La creamos nosotros porque no compartimos.

Cuanta el Padre Leo Maasburg: en mis primeros encuentros con la Madre Teresa, su hospitalidad, su insistencia en invitar a los pobres a una casa en cuanto se inauguraba me llegaron a preocupar un poco. Allá donde abría una nueva casa, invitaba a todos los pobres del barrio a la primera celebración de la Santa Misa. Era a Jesús a quien ella quería tener allí, tanto en la Eucaristía como en los pobres.

Un caso de estos lo presencie en Viena. La liturgia de la Misa fue preciosa; las hermanas habían cantado maravillosamente. Después de la Misa, las hermanas rezaron con la Madre Teresa las cuatro oraciones que acostumbraban y después se volvieron al trabajo que, en este caso, era acondicionar la casa recién fundada. Salí de la sacristía a la capilla para rezar mis oraciones de acción de gracias. Parecía que ya se habían ido todos. Me arrodillé detrás del altar. Entonces me dí cuenta de que había un vagabundo, un sin techo, sentado al otro lado del altar. Tenía heridas abiertas en las piernas. Me pareció que estaba algo bebido. Aquello me estaba incomodando un poco, pero seguí allí detrás del altar con la esperanza de que se fuera pronto. Dije mis oraciones todo lo piadosamente que pude, aunque un tanto distraído. De pronto, el vagabundo empezó a hablar en voz alta. Al principio me asusté: pensé que se dirigía a mí. Pero, conforme iba escuchando, me di cuenta –con una conciencia cada vez más culpable- de que estaba rezando: -¡Eh, Jesús!, estoy aquí. ¡A que no te lo crees, eh! No sé si te he jorobado el día, tío, pero aquí estoy súper a gusto.

Estuvo hablando así con Jesús no menos de cinco minutos, con un estilo muy personal y-pensé yo- muy bello. Probablemente ha sido la oración hecha con más naturalidad y más desde el corazón que he escuchado en mi vida. Está claro que no me había visto a mí detrás del altar. Pensó que estaba sólo con Jesús y que podía hablar con Él sin que nadie lo molestara. Aquel hombre cambió mi actitud con respecto a la gente que vive en las calles.

Aquella experiencia fue una demostración de lo que la Madre Teresa decía con tanta frecuencia: “Los pobres son gente maravillosa”. Normalmente sólo los vemos desde fuera, con el repugnante disfraz de la pobreza, una especie de segunda piel que no nos resulta especialmente atractiva. Pocas veces, como en aquella ocasión en Viena, acertamos a ver también sus corazones. Por eso la Madre Teresa solía decir: “Nunca juzgues”.

Limpiar preserva la vida

Las condiciones en las que los más pobres entre los pobres vivían en Calcuta –y todavía viven- eran increíbles. El aire de la ciudad estaba tan contaminado que, si salías por la mañana a la calle con una camisa limpia para comprar el Calcutta Herald Tribune, cuando volvías, los puños y el cuello de la camisa estaban renegridos. El calor, la humedad, el polvo y la suciedad que levantaban los coches al pasar eran indescriptibles. La cosa se ponía peor cuando no soplaba el viento. Entonces el humo de las innumerables montañas de basura quemándose formaba una especie de fanal que envolvía a Calcuta.

Por tanto, limpiar formaba parte de la vida diaria de las hermanas. No solo limpiaban su propia casa, sino también las casas de los más pobres de entre los pobres cuando iban a visitarlas. Limpiaban sin parar. Cuando volvían a casa después de un proyecto de limpieza, lo primero que tenían que hacer era lavar sus saris. Toda esta suciedad ponía de manifiesto que limpiar podía verse también como una obra del Espíritu Santo. ¿Por qué? Porque preserva la vida. En una ciudad como Calcuta, si dejas de limpiar, la vida se muere. La vida se pone enferma y fea y se muere.

Limpiar preserva la vida. Y todo lo que da vida viene del Espíritu Santo. Así que ¡limpiando descubrimos al Espíritu Santo en nuestro día a día!

Cuando a un moribundo no se le lava, se muere muy rápido. Mantener limpios a los moribundos es una de las tareas más importantes y valiosas de las hermanas. La casa de los moribundos se friega a fondo todos los días. Se limpia todo; y, cuando digo todo, es todo. Las hermanas libran una constante batalla contra la suciedad, ¡tanto material como espiritual!

Para las Misioneras de la Caridad, la capilla, en la que está reservado el Santísimo Sacramento, es siempre el centro de todas sus casas. Los objetos que hay allí tienen un especial valor y se procura que, en la medida de lo posible, sean bellos.

La enorme capilla de la casa madre, por ejemplo, daba a la Lower Circular Road de Calcuta: una carretera de seis carriles que entonces no estaba asfaltada. Por el centro iba un tranvía y por la derecha y la izquierda circulaban coches y camiones. Cada vez que pasaba un camión, se levantaba una nube de polvo que se metía en la capilla. El ruido proveniente de la calle era tal que, una vez que fue a celebrar Misa con las hermanas, el arzobispo insistió en que le instalaran un micrófono un altavoz. A muchas de las hermanas se les caían las lágrimas de emoción porque, por primera vez en años, podían no solo participar en la Misa, sino también oírla. Nunca habían conseguido entender casi nada del sermón, debido al ruido que llegaba de fuera. Sólo sabían cuál era el Evangelio del día, porque lo leían antes de la Misa.

Aquello era también una manifestación de pobreza, y la Madre Teresa lo defendió a capa y espada. Tuvo que venir un arzobispo a insistir en que instalaran un micrófono.

Con micrófono y todo, no había forma de entender casi nada. El ruido era tremendo, no pude evitar decirle a la Madre Teresa que no me parecía un lugar muy adecuado para celebrar la Santa Misa porque el ruido era como el de cascada. Su respuesta fue breve:-Es música , padre.

Para Madre Teresa todo era música

En aquella época solo había una toma de agua en toda la casa madre. Se levantaban temprano a bombear el agua que necesitaban para lavar sus saris todos los días, según un estricto sistema de rotación. La vez que vi a aquellas hermanas apiñadas alrededor de la bomba a las cuatro y veinte de la mañana, me quedó claro que ellas mismas vivían verdaderamente como los más pobres de entre los pobres, siguiendo a la letra las palabras de la Madre Teresa: “No podemos ayudar a los pobres si nosotras mismas no sabemos lo que es la pobreza”.

Siempre que estaba en Calcuta, la Madre Teresa acompañaba al grupo de colaboradores voluntarios a Nirmal Hriday (corazón puro), la casa de los moribundos. Esa casa era, por así decirlo, su hijo predilecto. Por la mañana entre la Misa y el desayuno, solía dar una breve charla, y después se iba con el grupo a la casa de los moribundos. Una vez allí, era ella personalmente la que asiganaba tarea a cada uno de los voluntarios. Cogía de la mano a los voluntarios y, de uno en uno, los llevaba entre filas de enfermos y moribundos, les ponía la mano en la frente de uno y les explicaba con detalle qué tenían que hacer: darle al moribundo algo de comer o, simplemente, sentarse a su lado, rezar a su lado o afeitarle.

Una vez que había asignado tareas a todos los voluntarios y estos habían empezado a desempeñarlas,, la Madre Teresa se situaba en el peldaño de la entrada, desde donde podía ver todo. Y sonreía feliz. Uno veía que, como creía firmemente en la presencia de Cristo en los más pobres entre los pobres, solo estaba tranquila y contenta cuando había puesto a los voluntarios físicamente en contacto con los moribundos.

Cuando el Papa Juan Pablo II fue a Calcuta, hizo con él exactamente lo mismo. Lo cogió de la mano, lo llevó hasta un moribundo y le dijo:-Santo Padre, bendíaglo, por favor.

Lo suyo no era convertir a la gente, porque eso solo puede hacerlo Dios. Lo suyo era poner en contacto con Jesús. Al acercar personalmente a los voluntarios hasta un moribundo ¡los ponía en contacto con Jesús!

Y es que encontramos a Jesús –y esta fue la convicción más profunda de la Madre Teresa-, en primer lugar, en el Santísimo Sacramento y, en segundo lugar, en los más pobres de entre los pobres, esto es, en todo ser humano que sufre. Para ella, la presencia de Jesús en los más pobres de entre los pobres era tan real como la de la Eucaristía. Jesús nos enseña: “En verdad les digo que cuanto hiciste a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí me lo hiciste. (Mt 25,40).