Texto 1:
Nada de lo humano está ajeno al proceso de la vida espiritual. Todo depende si se lo quiere vivir integrado o no a la vida interior. Especialmente lo involucrado con la vida psicológica, anímica, emocional y afectiva se puede incorporar como una rica nutriente de la espiritualidad.
Hoy vamos a reflexionar sobre las pasiones, esas intensidades particularmente vehementes con que a veces se desatan los vendavales del alma, provocándonos y conturbándonos, esas agitaciones impetuosas y ardientes, exaltadas y fogosas con que tiembla y se agita el interior. Todos los grandes emprendimientos humanos requieren de pasiones. La búsqueda de la felicidad, la lucha por los propios logros y metas, el alcance de lo soñado, el arte, el amor, incluso hasta la experiencia espiritual requiere de pasiones. Dios puede ser una extrema pasión del alma.
Aquello que consigue movernos y conmovernos, sacudirnos y hacernos vibrar, despierta alguna pasión. Hay pasiones que se pueden controlar y hay otras que son impetuosas y libres, con vida propia y movimiento. Las pasiones, en sí mismas, no son ni buenas, ni malas. La calificación moral depende de lo que estén impulsando o propiciando. Una pasión aplicada a un fin bueno y noble, ciertamente ayuda. Una pasión oscura que motive algo dañino o perturbador, no es beneficiosa. Detrás de los grandes bienes o males se esconde alguna pasión o algún grupo de pasiones. Muchas veces vienen acompañadas o ellas mismas convocan y desatan a muchas otras. Una pasión genera otras pasiones. Es una madre prolífera, da a luz a otras pasiones. Vienen en multitud. Aunque siempre hay alguna que predomina más que las otras y ante quien el alma se rinde.
Las pasiones pueden tener dos efectos, ya que pueden provocar vehemencia y padecimiento. La vehemencia es un apetito irrefrenable que se despierta. Mientras menos se lo quiere advertir, más atención y cuidados reclama. No se le puede hacer oídos sordos por mucho tiempo. Está allí y perturba. Es como un escozor, una picazón, una punzada que no nos da descanso. Agita, inquieta, moviliza, estremece, mueve, remueve y excita. A veces hasta molesta.
El padecimiento –en cambio- el segundo efecto de la pasión, puede llegar a ser tan intenso que logre quitar la paz, la quietud, la concordia y la armonía del alma. Nos duele, dejando el alma en carne viva, llagada, rasguñada y lastimada. Nos ensancha las paredes del corazón a costa de destejer las fibras y deshilacharnos. Nos toca las heridas, las despierta y las perturba. Nos deja insatisfechos, andamos como un león enjaulado y al asecho.
Tanto las buenas como las malas pasiones, las pasiones luminosas y las oscuras pueden generarnos estos dos efectos.
¿A vos qué pasión predominante últimamente te recorre y te agita dando chispazos de electricidad en tu interior?; ¿Necesitás la descarga de un pasión que te despierte?
Texto 2:
La intensidad de las pasiones puede variar. Las hay apenas perceptibles, de una modesta fuerza y de un moderado vigor y las hay extremas, alocadas y hasta violentas. Muchos desequilibrios se cometen bajo la ráfaga enceguecedora de impulsos agresivos y violentos. Todas las pasiones son luchadoras. No se quedan quietas, ni calladas: Gritan. Intentan conseguir lo que se proponen. No descansan, ni dejan descansar. Fatigan y combaten. Cuando parece que se han ido, están como dormidas por un tiempo y luego despiertan con más empuje que antes, arrasándolo todo a su paso, como una tormenta o un huracán desbocado que no encuentra límites, ni obstáculos.
Muchas acciones y emociones humanas requieren de pasiones ya que resultan como un motor y una energía que nos pone en marcha y no nos deja detener. Sin embargo, la sola pasión no basta. Es necesario –además- la claridad de la inteligencia; la disciplina de la voluntad; la decisión de la libertad y el equilibrio de los valores personales. Las pasiones -a menudo- quieren hacer lo que a ellas se les antoja, sin considerar demasiado al resto.
Cuando las emociones positivas y saludables se juntan con las pasiones, se genera una “atmósfera” interna y espiritual armónica. Por ejemplo, son pasiones sanas: El amor, la tenacidad, la constancia, la creatividad, el impulso, etc. En cambio, son pasiones insanas: El odio, la venganza, el rencor, el enojo, el resentimiento, el temor, el tedio, etc. Además existen como una serie de pasiones “intermedias” que pueden estar al límite, en la línea fronteriza, ya que a veces hacen bien y a veces hacen mal como por ejemplo: El deseo, la nostalgia, la melancolía, la tristeza, etc.
Hay realidades que -en sí mismas- no son pasiones pero que requieren pasiones para su empeño. Por ejemplo, las ansias por una determinada vocación, el afán que supone la dedicación a un trabajo, la entrega sacrificada por los demás. También hay otras acciones que no son saludables y que también necesitan de la pasión, por ejemplo, las diversas conductas adictivas, la dependencia obsesiva a alguna persona, a alguna cosa o a algún trabajo, etc.
¿Vos qué pasiones saludables tenés?, ¿Percibís alguna pasión insana?; ¿Qué pasiones te hacen bien y qué otras te hacen mal?,¿No sentís a veces que tu corazón es como un hamaca en la que se mecen un ángel o demonio a la vez?Texto 3:
Jesús era un hombre apasionado. No fue un maestro oriental imperturbable y sosegado. Lo vemos andando de aquí para allá, predicando, curando y consolando. Infatigable, andariego y luchador. No tiene temor. No se deja intimidar por la autoridad política o religiosa de su época. Les hace frente, les contesta, disputa y argumenta, a veces los deja plantados, no les responde o les responde con otra pregunta y con la ironía de una indirecta. A los fariseos, los molesta, los persigue y hasta los insulta, desenmascarando en público sus flaquezas y errores. Los trata de hipócritas.
A los que se adueñaron del templo para hacer su comercio, los echó a golpes y latigazos, les tiró las mesas de cambio y los puestos con desatada violencia. No los perdonó, ni tuvo miramientos. Les gritó que eran unos ladrones. Los trató como “traficantes” de la religión.
Cuando a Jesús lo persigue el gentío y le piden milagros y signos, les dice cansado y entre suspiros: “¡Hasta cuándo tendré que aguantarlos!”. A los discípulos que se encuentran rodeados de personas hambrientas en un descampado, les dice: “Denles ustedes de comer”. A los propios Apóstoles, una y otra vez, los reprende por testarudos y duros de corazón, les echa en cara que no creen y los llama “hombres de poca fe”.
Al viento y al mar embravecido los hace callar con su sola palabra para que vuelvan a la calma. Cuando todos admiran la belleza del templo, Él les dice -sin miramientos- que no quedará piedra sobre piedra. A los ricos les advierte que no pasarán al Reino, a los que tienen las llaves de la ciencia les marca que ellos tampoco ingresan, ni dejan a otros entrar. Ante la sugerencia de su propia Madre en las bodas de Caná, le advierte que no es la hora. No es ni el tiempo, ni el lugar. En otra ocasión, cuando ella lo busca en medio de la gente, Él responde: “¿Quién es mi Madre sino quien recibe la Palabra de Dios y la cumple?” Sus propios compatriotas lo desconocen y dicen que está loco. Jesús se siente un apasionado, al Dios de los judíos llama confiadamente “Padre”, con una cercanía y una osadía inusitadas. Jesús pasa horas en oración. Busca estar a solas. Muchas noches las convierte en prolongadas vigilias.
Antes del comienzo de su vida pública se retiró al desierto cuarenta días y sus noches, sin probar bocado, con la sola compañía del diablo en medio de la soledad del desierto. No le teme a nada, ni a nadie. Ni siquiera al poder oscuro.
Una vez afirmó -impaciente y ansioso- que sentía un fuego y que anhelaba un bautismo hasta que todo se cumpliera. Se dedicaba obstinadamente su misión. Le consagró toda su vida, su fuerza y su energía. También sostuvo que no había venido a traer la paz sino la incertidumbre de la división ya que ante Él tendrán todos que optar. Incluso cuando es apresado, en su propio juicio, ante un cachetazo contesta imperturbable: “Si es contestado bien, ¿por qué me pegas?”
En la Cruz martirizado, desangrado y descoyuntado, colgado y desnudo, entre espinas y clavos, con una dura y áspera madera como único apoyo entre el cielo y la tierra, rodeado de ladrones y ante la vista de todos, no murió en paz sino que gritó de dolor y desamparo. Se sintió abandonado por los hombres y por Dios. Él que se dijo “Hijo de Dios” se sintió abandonado por Dios. Tal es su grito y su desgarro. Dios abandonado de Dios. El cielo prometido se vuelve un infierno al cual hay que descender y redimir. Más allá de la muerte, tampoco hay descanso, ni sitio.
Jesús en su pasión fue un apasionado. Pasión tanto por la vehemencia con que la asume como pasión por el padecimiento que sufre. Pasión de amor y pasión de dolor. Pasión más allá de todos los limites. Más allá de las fronteras del sufrimiento y del amor.
¿Quién puede decir que Jesús no fue un apasionado?….
Texto 4:
Las dos pasiones más importantes, las que podríamos llamar “las pasiones madres” ya que a su vez engendran otras muchas pasiones derivadas -las denominadas “pasiones capitales”- son el amor y el odio. Tienen características contrapuestas y antagónicas y –aunque parezca paradójico- también guardan muchas similitudes. En más de una realidad, el amor y el odio se parecen. La delgada línea que las divide como pasiones es casi imperceptible y -por momentos- se aproximan tanto que se entrecruzan en un juego peligroso y audaz. La luz y la sombra conviven a menudo haciendo variados contrastes. Basta un vuelco repentino del corazón para que el amor se vuelva odio. A veces, con el paso del tiempo, se va acumulando, en una historia de heridas y desengaños. Comienza la agonía y la vejez de un amor que se vuelve primero odio y luego indiferencia. Mientras dure la intensidad, lo que fue amor luego será odio. Por lo pronto, ambos –el amor y el odio- son pasiones, ambos están referidos a alguien, ambos pueden ser de una variable intensidad tomando, ambos toman la totalidad del corazón, ambos modifican a quien la tiene y a quien la da, ambos generan sus propios frutos, ya sea de vida o de muerte.
Sin embargo, también se distinguen. El amor -a la vez de pasión- también puede ser una virtud, un hábito del corazón constante, una actitud de la voluntad benevolente, un don y una gracia de Dios. El amor quiere bien y quiere el bien. El odio, en cambio, quiere el daño. El amor libera, el odio esclaviza y oprime. El amor perdona y excusa; el odio condena y reprueba. El amor no tiene en cuenta el mal recibido. El odio se toma venganza por todo lo que se ha sentido ofendido. El amor hace bien, sana, equilibra, cura, ayuda. El odio hace mal haciendo todo el mal que puede: Molesta, hinca, pincha, enferma, supura, no deja cerrar las heridas, no permite que cicatricen, siempre está punzando y recordando. Lleva el cálculo de los olvidos, las afrentas, las palabras y los silencios, las fechas: todo lo registra y lo calcula. El odio requiere de inteligencia, de tiempo y estrategia, se vuelve como una partida de ajedrez con un contrincante invisible. Libra una continua y dura batalla en la que no hay tregua, ni mengua. No se da descanso, ni reparo. Todo lo piensa mal o -al menos- prejuiciosamente. En todo cuanto puede se victimiza y exagera. Siembra la sospecha, la intriga y la duda. Todo lo critica, especialmente lo que él no hace. Se vuelve autoritario, déspota, despiadado, cruel, cínico, irónico y malhumorado. Busca que su propia oscuridad se revista de engañosa luz. Utiliza la verdad para la mentira, dice una cosa por otra. No le importa sino sólo su provecho y su conveniencia. Quiere todas las oportunidades o -al menos- desea quedarse con las mejores. No tiene confianza. Desconfía siempre: De todo y de todos. Llora a solas porque, en el fondo, se siente infeliz pero no quiere demostrarlo. Busca una imagen fuerte de seguridad. No quiere nunca expresar fragilidad, debilidad, vulnerabilidad. Se cuida de mostrar su lado flaco, su talón de Aquiles. Busca siempre argumentos a su favor y cuando no los tiene, los inventa. La culpa la tiene el otro. No posee un sentido de la autocrítica. Detesta todo lo que no sea él mismo. En definitiva, el odio es una pasión ciega y oscura, sorda y también muda, insatisfecha, infeliz y perdedora, aunque muestre exactamente todo lo contrario. Arma siempre el escenario para que se destaque su actuación. Deja pistas para que se responsabilice a otros. Se vuelve artificial. Intenta ser seductor y agradable. Aquellos que lo prueban, sólo luego de un tiempo descubren sus venenos y ponzoñas, sus artilugios y subterfugios, sus trampas, sus máscaras, disfraces y maquillajes. Se vuelve indiferente. No le importa nada, ni nadie. Aquél que se convierte en blanco de sus desatinos vivirá perseguido y calumniado, ofendido y maltratado. No quiere para él ningún bien. Sólo quiere el mal y los males que acarrea. En verdad, desea que le vaya mal, que el otro no sea feliz y ni siquiera que sea, que deje de ser, que no exista.
Si el amor es creador, el odio es destructor, contagioso y corrosivo. Es una tormenta violenta que no cesa. Es un luto sobre el alma que se arrastra. Una cadena que asfixia y que pesa. Una mortaja que no deja respirar. Una espada cuyo filo siempre está adentro. El odio mueve tanto como el amor, sin embargo, disgrega y dispersa, divide y fragmenta, descuartiza, quiebra, rompe, disloca, pulveriza y pisotea. El odio termina siendo una mueca grotesca del rostro, una línea de sangre en la mirada, un arma empuñada, una respiración agitada, un rictus congelado de crueldad y desgano. El odio es un fantasma que ambula y aúlla sin descanso. Es una larga tristeza, honda y opaca, que todo lo toca y lo empaña. Es una muerte lenta, vacía y vaciada. Es una dolorosa y continua agonía. No tiene paz. No tiene latidos, ni vida. No tiene alma. Es una fealdad que se trata de disimular, aunque mucho no se consigue. Todos terminan advirtiendo su presencia y su mirada. Es una monstruosidad sin guarida en la que se pueda ocultar. Es un gusano que se repliega para esconderse.
El odio todo lo destruye y lo gasta, lo perjudica, lo ensucia y lo daña. El odio es muerte y tormentoso infierno que no acaba. Viene con muchos disfraces para poder ingresar en el alma. Es un lobo voraz y rapaz. Es una serpiente que se arrastra. No deja huellas, aunque todo lo mancha. Es una amarga semilla. El odio concentra todos los males, las angustias y pecados. El odio camina hacia la nada…
Texto 5:
La otra pasión predominante es el amor. Ciertamente el amor tiene componentes de pasión pero también supera la mera pasión ya que además conjuga muchas otras realidades. Cuando el amor se convierte en pasión, siempre conlleva el deseo -ya sea el deseo más voluptuoso o el más espiritual- como anhelo y tensión a una satisfacción más acabada y plena. El deseo nace de una carencia, anhela algo que no tiene, que apetece y que se lanza como una flecha, como un impulso que nada detiene, como un resorte hacia arriba, como un bumerang lanzado a lo alto.
Cuando en la pasión, el amor y del deseo se combinan surge un estado muy particular y concreto, con características singulares que generalmente toma a otra persona como centro de nuestros anhelos, fantasías y sueños. Tal estado se llama “enamoramiento”. Es una especie de arrebato y enajenamiento, en el cual se modifican hasta los ritmos biológicos y fisiológicos, conjuntamente con los anímicos, emocionales y espirituales. Es un estado de cierta violencia ya que no se puede pensar, ni sentir otra cosa que no sea ésa y cuando se hace, se piensa o se siente otra cosa, lo hacemos por la otra persona. De tal modo que la otra persona -o lo que nosotros proyectamos o sublimamos de la imagen de esa persona- se vuelve como una obsesión, una repetición permanente, una recurrencia. En la medida en que más nos enamoramos, menos objetivos podemos ser con la otra persona. Todo nos parece bien. Todo lo soportamos. Todo nos gusta y nos es grato. Con el paso del tiempo, las mismas cosas que antes nos gustaban comienzan a disgustarnos y aquello por lo que nos enamoramos, a veces resulta por lo mismo que nos separamos. Lo que antes nos gustaba y aguantábamos, ahora ya no lo soportamos.
El enamoramiento termina siendo como una especie de dorada prisión en la cual gustosamente estamos encadenados. Es como una enfermedad que nos gusta tener y padecer. Nos hace bien y mal a la vez. Y aunque eso ocurra, no importa, nos agrada. Es agridulce pero nos place gustar y saborear. Es una especie de pensamiento obsesivo, impulsivo, algo neurótico. Nos hace doler y padecer, incluso por momentos nos hace sufrir, pero nos complace esa dulce tortura. El enamoramiento nos pone algo masoquistas, dependientes, inestables, compulsivos y dubitativos y -sin embargo- nos encanta su embeleso. Visto desde afuera, pareciera más veneno que remedio y -no obstante- no dudamos en tomarlo. Algunos se desviven por tenerlo. Nos llena de contradicciones, incoherencias, manías y paradojas; aunque todos queremos padecerlas.
El enamoramiento pareciera casi una enfermedad o un conjunto de ellas; de hecho algunos lo llaman “mal de amores”. Nos pone al borde de la locura y el arrebato. Es una pasión ciega que obnubila y hechiza, fascina e hipnotiza, eclipsa la mente y pone en venta al corazón, lo hipoteca. Es una especie de enfermedad, de locura, de rapto. Vive entre el cielo y la tierra. Habita paraísos e infiernos al unísono. Da alegrías y tristezas.
Cuando el enamoramiento pasa y se nos ocurre pensar todo lo que hemos dicho, hemos prometido u hemos hecho, casi que no podemos creerlo. Es como si no fuéramos nosotros los que hayamos actuado. No podemos reconocernos del todo. Nos parece un delirio y un sueño, cuando no una pesadilla. Nos parece habernos arriesgamos mucho. No vimos los límites, ni encontramos los extremos. Se nos fueron las fronteras y saltamos al abismo, nos caímos en el precipicio, nos zambullimos en el mar sin salvavidas. Perdimos la compostura y el sentido de la adecuación y del ridículo. Hicimos cosas que nunca hubiéramos hecho. Es más, nos animamos a cosas que hemos criticado. El enamoramiento nos hace sentirnos más cerca del cielo, de Dios y de lo trascendente. Los ideales más nobles los experimentamos alcanzables. No hay dificultad que nos avasalle. Todo se vuelve primavera, todo florece y es rosa el color de todas las cosas. Nos volvemos ingenuos e inocentes. No sentimos más buenos. El enamoramiento tiene nuevos impulsos y milagros. Nos renueva y nos reconforta. Nos rejuvenece. Nos da sensación de mayor libertad.
El enamoramiento hasta nos estupidiza y nos idiotiza un poco pero también eso, poco nos importa. Vivimos en nuestro mundo, como en una burbuja, distanciados del resto. Los demás nos ven raros y con nuevos brillos en la mirada. La piel se pone más rosada, tersa y perfumada. Los otros no nos creen del todo dicen que mentimos. Hasta la misma palabra parece decirlo: “e-na-mo-ra-mi-en-to”. Parece que dijera “en-amor-miento”. A los otros les puede parecer algo “cursi” pero hasta los que no son escritores y poetas se atreven a hilvanar versos y a escribir cartas. No sé, uno se pone algo raro y tonto. Es como una droga potente, una alucinación, una ensoñación. No respeta edades, ni sexo, ni condición social, ni religión. En el amor no hay demasiadas reglas, ni límites. Aunque se hable de distintos casos de amor -“media naranja”, de la “otra mitad del alma”, de la “atracción de los opuestos” o de las “parejas desparejas”- no hay que encasillar porque todo amor es único, desborda y rompe los cánones.
Para el enamorado, la persona amada es su propio universo, su libertad y su esclavitud también. La persona amada, aunque no lo sea, nos parece hermosa. El amor embellece. Hace amanecer y florecer. Nos despierta y nos lava la cara. Nos pone la mejor mirada y la ropa más linda. Nos perfuma. Nos hermosea. La mirada de la otra persona también nos embellece. Es la mirada del amor la que nos ennoblece y nos hace mejores, más lindos y más buenos. Por dentro y por fuera. La otra persona recrea nuestros defectos, cubre nuestras imperfecciones y arrugas. Nos limpia el alma. Nos purifica el espíritu.
En fin, el enamoramiento cuando es pasión, tiene algo de enfermedad, no sabemos si se cura o no, pero nos gusta padecerla. Es un compendio de dolencias y malestares. Tiene algo de insanidad, de locura y de irrealidad. Sin embargo, nadie aún ha explicado por qué, ni la ciencia aún no lo ha logrado saber por qué nos encanta tenerla.
¿Vos estás enamorado?; ¿o, por el contrario, cuánto hace que no te sentís enamorado?; ¿Quisieras estarlo?; ¿Tenés miedo de estarlo?; ¿Tenés temor de que el amor te contagie parte de su locura?
Texto 6:
Cuando se está enamorado se cometen algunas exageraciones que los demás califican de “locuras”. El amor y la locura son excesos. Los enamorados están en su propio mundo, el resto no importa, incluso sucede así aunque se encuentren en lugares públicos. Ellos están en su propio círculo cerrado, en su isla desierta, padecen de un sentimiento de abstracción, evasión e irrealidad.
“El enamorado y el loco se parecen en que ambos, en alguna medida, han extraviado lo razonable y han destrozado la lógica. Y muestran que la vida es una desmesura que desborda normas y repeticiones. Ambos andan «sueltos», irreductibles, libres, en un mundo en donde todo es posible todavía. Hay una forma de cordura paradójica, de cuerda y saludable locura en el que ama”. 1
[1] R. CAMOZZI, Aproximaciones al amor, Sígueme, Salamanca, 1980, 16.
Sin embargo, una cosa es amar y otra es estar enamorado. Son dos realidades distintas que, frecuentemente, se las asocia y hasta se las confunde. En el amor de pareja, podemos estar enamorados sin llegar necesaria y auténticamente a amar; como así también amar verdaderamente sin estar enamorados. Cuando ocurre una cosa y la otra la experiencia es única y hasta diría infrecuente en estos tiempos en que se ha dividido esquizofrénicamente todo: Amor, querer, deseo y sexo.
El enamoramiento no es privativo de ninguna edad. A veces llega como una frescura de primavera, otras veces como un impetuoso verano y otras como un tenue otoño. No hay tiempo, ni formas pre-establecidas para que pueda darse en la vida.
¿Si tuvieras que elegir entre amar y estar enamorado: Qué elegirías?
También aunque parezca curioso hay muchas personas que, por diversas razones, no sólo que no quieren amar sino que tampoco quieren ser amadas. Por miedo, rechazo, abandono, historias irresueltas, heridas o por cualquier otra razón, hay quienes no quieren ser amados. Sólo el amor puede curar el no amor. Sin embargo, hay que respetar la libertad, la decisión y el tiempo de cada uno.
“El amor también depara dos adversidades de signo opuesto: Amar a quien no nos ama y ser amados por quien no podemos amar” 2 . De estos dos amores se ha alimentado toda la literatura. Hay dramas y novelas que reflejan estos desencuentros. Los cantos tristes de amores desventurados recorren todos los siglos.
Hay tantos poemas de amor como amores se hayan vivido y escrito. No todos tienen el mismo valor literario pero –ciertamente- todos habrán nacido, seguramente, de un verdadero impulso amoroso. Muchos poemas de amor nacen cuando el amor se acaba. En general uno escribe cuando tiene tiempo, tiene ganas o cuando necesariamente tiene que hacerlo. Mientras uno ama, no escribe. Está ocupado en otras cosas. Los versos de amor se escriben muchas veces en ausencia del amor. Es por eso que muchos tienen la belleza de una cierta tristeza: “Las historias amorosas de los tiempos dorados son casi siempre tristes. Esto no basta para afirmar que todos los romances fueron desdichados. Sucede, tal vez, que el arte necesita nostalgia. No se puede ser artista si no se ha perdido algo” .3
[2] Dolina, Alejandro. Historia del que padecía los dos males en Crónicas del ángel gris. Ed. Colihué. Bs. As,[3] Dolina, Alejandro. Op. Cit.
Los papeles de amor se vuelven amarillos con el tiempo, como otoños interiores de luz tenue en donde el viento dibuja trazos. Algunos escriben con suspiros, otros con lágrimas, algunos con sangre, también hay quienes lo hacen con fuego y otros con espíritu. Todos ensayan escribir acerca del amor. Ese amor que se escribe en cada historia y en cada corazón.
Texto 7:
Las pasiones son ambivalentes. Las hay constructivas que permiten el crecimiento y las hay destructivas. Todas las pasiones tienen su lado opuesto. Incluso hay pasiones oscuras. Sin embargo, es preciso distinguir entre el lado oscuro y el lado sombrío de la personalidad. No es lo mismo. El lado sombrío todo lo tenemos y no necesariamente es malo. Es el lado de la debilidad, la fragilidad y la vulnerabilidad. Puede llegar a ser oscuro pero no necesariamente lo es. Todos tenemos el lado sombrío, ese costado donde nuestro perfil más luminoso y brillante tiene su declive, su punto de menor intensidad y energía. A veces la melancolía, la tristeza, la nostalgia, el temor, la inseguridad, la indecisión pueden converger en ese lado sombrío, el cual -muchas veces- incluso ayuda a descubrir, como por contraste, los bordes de la luz que también nuestra misma personalidad irradia. El lado oscuro, en cambio, es el de la negación, la tentación, el pecado, los sentimientos autodestructivos y el de todas las pasiones que anulan la vida y el amor. Nuestra sombras pueden ayudarnos, nuestras oscuridades, en cambio, no.
En el punto opuesto de la oscuridad, se encuentra el amor en cualquiera de sus formas, el cual -incluso cuando es pasión- alimenta el alma. Es cierto que, por tener un lado sombrío, también el amor la llena de paradojas y contradicciones pero, no obstante, nutre las corrientes subterráneas del espíritu. La vida espiritual se alimenta de pasiones, especialmente de las pasiones luminosas y magnánimas, de las grandes pasiones de fuego y de vuelos altos y profundos, trascendentes. No se puede sostener una espiritualidad sin pasiones. Hay que estar apasionados por la vida, por el amor, por los demás, por Dios. No hay que tener miedo a sentir el frenesí y el vértigo de las pasiones que –ciertamente- se experimentan como una desmesura, un torbellino voraz que consume todo cuanto se encuentra a su paso, un huracán vertiginoso y demoledor. No hay que temer. A las pasiones hay que administrarlas, en algunas ocasiones hay que atenuarlas o dosificarlas pero nunca extinguirlas u ahogarlas. Hay que dirigirlas bien y para el bien, la creatividad, el impulso, las ganas de vivir y de trabajar. Es preciso comunicar y transmitir la sana energía, alentando los deseos productivos ya que las pasiones son como el motor que empuja toda la fuerza, el viento que sopla en la vela del barco.
También el misterio de Dios debe vivirse con la potencia de una pasión. Es un fuego sagrado que devora y consume, arde sin extinguirse nunca, renace una vez y otra vez de sus propias cenizas y cuyo fruto vuelve a ser semilla para ser nuevamente fruto y seguir prodigándose.
Dios es pasión del alma enamorada. Es tanto pasión por la vehemencia como por el sufrimiento que inflige. Dios es amor y herida. Es pasión de amor y pasión de dolor. Pasión de luz y pasión de cruz.
El alma está sostenida y entretejida por las fibras y los hilos de variadas pasiones que la agitan. La pasión madre es el amor, aunque ella tiene numerosas hijas. El amor y el deseo inflaman el alma. Sin deseo espiritual, no hay vida en lo secreto del alma. El deseo de Dios puede ser también una genuina pasión. Una pasión espiritual no menos apasionada que las otras. La pasión es el viento que inflama nuestra vela que navega en el mar cuando se adentra. Es impulso, estímulo y aliento.
Sin pasión la vida espiritual se marchita, se seca, agoniza. Inverna y se pone híbrida. Se hacen las cosas por obligación y rutina. Todo se erosiona y se desgasta. Se empobrece, se empequeñece y se achica. Se oscurece y se opaca. Se nubla y se enfría. En definitiva, tanto las pasiones -como la misma vida espiritual- se consuman en el amor.
¿Cuál es tu pasión dominante?, ¿Cuál es la que más se destaca en tu vida espiritual?; ¿Qué fuerza interior es la que se mueve en vos para amar y ser amado?
Eduardo Casas