04/11/2016 – “Pero en virtud de la Ley, he muerto a la Ley, a fin de vivir para Dios. Yo estoy crucificado con Cristo, y ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí: la vida que sigo viviendo en la carne, la vivo en la fe en el Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí”.
Gálatas 2,19-20
La trayectoria existencial de Karol Wojtyla debe, sin lugar a dudas, su luz y su principio prioritario a su plena adhesión a Cristo, a la certeza en sus manos y de no poder verse privado en ningún momento de su amor. Una espiritualidad expresada con extraordinaria intensidad mediante las palabras de san Pablo: “Ya no vivo yo, más Cristo vive en mí” (Gálatas 2,20) en las que encuentran su raíz sólo el ejercicio de las virtudes en grado heroico por parte de Juan Pablo II, sino también su capacidad de establecer auténticas relaciones con los demás, de acuerdo con la afirmación de Jesús: “Los he llamado amigos” (Juan 15,15).
La fe, la esperanza, la caridad, al igual que el valor, la tenacidad y la indiferencia por los bienes terrenales se nutrían de la certeza de pertenecer a Cristo. Y lo mismo se puede decir de su libertad de pensamiento y de acción. “¿Ah, sí? ¿Y en qué periódico deberían publicarse?”, fue, sin ir más lejos, el modo en que replicó a los colaboradores que le informaron preocupados sobre las fotografías que le había sacado clandestinamente un periodista mientras nadaba en la piscina de Castel Gandolfo.
Sus pasos estaban guiados por su capacidad de observar y de juzgar al mundo como la obra de Dios y como su permanente manifestación entre los hombres. Un caminar más allá del mero fluir de las cosas que el Tríptico romano, su última obra poética, traducía figurativamente en la empresa de subir por un arroyo contracorriente para llegar al manantial, al momento en que Dios creó al hombre a su imagen y semejanza.
Esta mirada y esta proximidad a Cristo eran el fundamento de su sacerdocio. A un alumno del seminario romano que le preguntó qué significaba para él ser vicario de Cristo, le respondió con espontánea inmediatez: “Yo, antes de ser vicario de Cristo, soy y actúo in persona Christi como sacerdote”. Tal y como subrayó Benedicto XVI en uno de sus primeros Ángelus, la vida de Juan Pablo II se puede ilustrar idealmente como una parábola eucarística en la que el sacrificio de sí mismo a favor de la Iglesia, de sus hermanos y de la gloria de Dios, fue total.
Total fue, además, su disponibilidad para recibir, desde el principio, el don que Dios le estaba ofreciendo. Con sólo veinte años Wojtyla había experimentado ya el dolor que conlleva la separación física de todos sus seres queridos. Se quedó completamente solo después de la muerte de su padre y tocó con la mano la aleatoriedad y el límite de cualquier certeza humana, incluida la de no poder contar ya con las propias fuerzas y tener que fiarse únicamente de Cristo y de su palabra de salvación. Esta entrega total a Dios no fue, sin lugar a dudas, una simple compensación de una íntima carencia afectiva, sino la desembocadura natural de un camino que había emprendido desde muy joven. Un camino que estuvo marcado por el progresivo descubrimiento del poder y de la belleza de la palabra de Dios y de su superioridad respecto a la de los hombres, y cuya etapa fundamental la constituyó la decisión de abandonar el teatro para entrar en el seminario, privilegiando la teología a la estética.
La decisión de vivir en comunión con Cristo en nombre de la Verdad coincidió en Wojtyla con una orientación cada vez más radical hacia la esencialidad y la pobreza de espíritu exaltada como la primera de las bienaventuranzas evangélicas. Superando la aceptación del Antiguo Testamento –que entendía la pobreza como una simple carencia de medios materiales y la consideraba una maldición del Señor que se contraponía a la bendición que manifestaba la abundancia de rebaños, mujeres, hijos y bienes-, Jesús, en el Sermón de la montaña, la identifica, en cambio, con la condición de los que abren su corazón para recibir la “buena nueva” que anuncia la irrupción de la divinidad en el mundo, la presencia del reino de Dios entre los hombres. El recorrido místico de Karol Wojtyla se perfiló, en efecto, como una progresiva conversión en un anawin, esto es, el “pobre de Isrrael” que no tiene otra esperanza, otro punto de referencia que Dios. Y fue acompañado de una precoz indiferencia por los bienes terrenales.
Ya en la época en la que trabajaba en la fábrica Solvay, sus compañeros habían notado que a menudo llegaba por la mañana sin abrigo o el suéter del día anterior, y su explicación era siempre la misma: “Se lo he dado a uno que me he encontrado por el camino y que lo necesitaba más que yo”. Si le regalaban algo para abrigarse le duraba poco, hecho que no dejaba de generar cierta contrariedad en los donantes.
Una vez finalizada la guerra, Wojtyla se convirtió en el responsable del locutorio del seminario diocesano de la calle Podzamku. Su tarea consistía en recibir y escuchar a los que acudían a él para pedirle ayuda espiritual, aunque con mucha frecuencia también material. Un antiguo compañero contó: “Su confianza ilimitada en la Providencia divina y la extraordinaria sensibilidad que mostraba hacia cualquier tipo de sufrimiento eran muy edificantes. Jamás pensaba en sí mismo o en sus propias necesidades. Compartía con los pobres todo lo que tenía. Sabía dar con discreción y con un tal respeto que la persona que recibía el don no se sentía humillada. Un día las monjas para las que celebraba misa cuando ya era sacerdote lo vieron vestido de una manera totalmente inadecuada para protegerse del rigor invernal y decidieron tejerle un suéter de lana gruesa. Cabe imaginar lo que pensaron cuando, una semana después, don Wojtyla se presentó sin la prenda, que había regalado a un pobre.
Un domingo por la mañana, en la iglesia de San Floriano, los fieles tuvieron que esperar largo rato antes de que se presentase a la celebración. Lo hizo tan sólo después de que el sacristán, que había ido a buscarlo, le prestó sus zapatos. La noche anterior el joven viceparroco había regalado el único par que poseía a un amigo estudiante que no tenía ninguno. Algunos años más tarde, cuando ya era obispo y durante una visita pastoral, fue necesario compararle urgentemente un par de zapatos porque la suela de los que llevaba se había despegado.. Antes de hacerlo, sin embargo, quiso que los arreglase un zapatero y sólo cuando éste aseguró que era imposible repararlos, se resignó a comprar un nuevo par.
Los miembros de la Curia diocesana no comprendían esta manera de comportarse: los arzobispos precedentes, todos de origen aristocrático, habían identificado en todo momento una figura hierática con la autoridad correspondiente a la función que desempeñaban. Wojtyla, en cambio, rompía claramente con esta tradición. Lo demostró cuando, por ejemplo, tras una visita a la comunidad de polacos emigrados a los Estados Unidos, recibió como regalo un coche nuevo, un Ford resplandeciente que le mandaron directamente a Cracovia.
El cardenal lo usó durante cierto tiempo, después decidió sustituirlo por un Wolga mucho más barato y popular. Cuando sus colaboradores le preguntaron por qué lo había hecho, Wojtyla les respondió: “Cuando me enseñaron varios modelos de coches en un catálogo elegí el que me parecía más pequeño. Pero cuando lo vi me di cuenta de que era demasiado bonito para mí. Además, durante una visita pastoral oí que un niño decía a otro: “Vaya coche” No quiero que los fieles recuerden mis visitas por el coche con el que he llegado sino por mi ministerio”. Huelga mencionar que el dinero que se obtuvo gracias a la diferencia de precio fue destinado a los pobres.
Padre Javier Soteras
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